domingo, 17 de noviembre de 2019

Liberté, de Albert Serra, en el marco del 34º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata

El director de Honor de Cavallería, regresa con una película que retoma el tema de la decadencia de la aristocracia europea del siglo XVIII: un grupo de libertinos que escapan del puritanismo de la corte de Luis XVI, se refugia en un bosque en busca de un ámbito en que dar vía libre a su hedonismo.

Tras dos muy diferentes versiones sobre la muerte de Luis XIV, la primera (La Mort de Louis XIV) protagonizada por Jean Pierre-Léaud y la segunda (Roi Soleil) por Lluís Serrat, actor que ha acompañado al director catalán a lo largo de casi toda su filmografía (vuelve a tener un rol no tan secundario en este film), con Liberté, Albert Serra pone su interpelador foco en un grupo de libertinos que expulsado de la corte de Luis XVI, se instala en un bosque entre Postdam y Berlín, buscando la anuencia de un noble prusiano (Helmut Berger) para dar rienda suelta a su hedonismo. 

Mucho más vitalista y contraria a la secuencia que comenzó con su Història de la Meva Mort y que termina con Roi Soleil, en donde el paso hacia la muerte cuenta con cierta inevitable entrega de los personajes a lo próximo e inexorable, en Liberté (que obtuvo en el Festival de Cannes de este año el Premio Especial del Jurado) encontramos a un conjunto de personajes que (en principio) asume el desafío colectivo de dar rienda suelta a un vasto repertorio de experiencias sexuales. Aquí los textos no solo se hablan en planificación de un abanico de prácticas a ser llevadas a cabo, ya que la consumación de algunas de las ideas en su puesta en acción, aparece como una prolongación de un texto que se sigue desarrollando en un plano diferente. Sigue siendo un texto, pero un texto físico, gestual, aderezado por los balbuceos de quienes escriben en tiempo real una trama en el contexto de ese bosque nocturno, con su multiplicidad de sonidos, la tormenta que se desata en un momento de la noche, insectos y animales rondando la escena, dándole marco al intento de consagración de esa procurada libertad que ha sido deliberada de antemano.

Hay una primera y secundaria inversión de roles: la del noble que fuera de su ámbito natural, en un marco en que claramente quedan diluidos los rangos, siendo pasible de la humillación de quienes en su antigua condición estuvieron obligados a rendirle pleitesía. Pero en Liberté el conjunto aparece como un solo cuerpo, por consiguiente, la segunda y más importante ruptura de la norma es la del conjunto que asiste, en un principio velado por el entusiasmo, a la consumación de su propio e inconsciente vasallaje, a la subordinación ante un todo que lo rodea, ese todo que conserva intacta su forma y su objeto, aun sin tener la declamatoria facultad de decretar su propia libertad, esa integridad o integración, noche o contexto, que si bien es mutabilidad, sinfonía pura, conserva inmutable su facultad de acceder o mejor dicho de sucederse en su no buscado e inapelable devenir, sin necesidad de acción o deliberación libertaria alguna.

Las escenas de sexo funcionan como metáfora de esa empresa destinada a fracasar de antemano. Los gestos de los participantes rara vez expresan algo que pueda ser relacionado con el goce. Ese conjunto humano que ha hecho un previo manifiesto verbal en donde la entrega a los pulsos más elementales es lo único perseguido, aparece encerrado, dando pasos en falso, desterrado en la clausura de un bosque cerrado, laberíntico, un ámbito interior y oscuro que vuelve a permitirle a Serra apelar a ese tenebrismo caravaggiano que utilizó en La Mort de Louis XIV, en donde pareciera que la luz tiene como único objetivo delatar la castración simbólica en el rostro y en el cuerpo de los personajes.

No es a esta altura un hallazgo decir que el cine del director de El Cant dels Ocells tiene sus defensores acérrimos, incondicionales, y sus fervientes detractores a quienes no les es difícil encontrar razones para impugnar lo que acaban de ver. Y uno siente que más allá de las loas y las críticas del público y la prensa especializada, es el mismo Serra el que ante esa realidad, se ubica desde un lugar estratégico, gozando del hecho de haberles hecho a ambos picar el anzuelo, porque en definitiva, todos aceptaron, incluso aquellos desprevenidos que a los pocos minutos se retiran de la sala, participar de una de las travesuras de quien ha sido bautizado L'enfant terrible, y quien en alguna oportunidad declaró: "no me importa la opinión del público, cuya valoración será siempre subjetiva y sujeta a equivocarse".



viernes, 15 de noviembre de 2019

Leap of Faith: William Friedkin on The Exorcist, de Alexandre O. Philippe, en el marco del 34º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata


No es la primera vez que el documentalista y escritor de origen suizo Alexandre O. Philippe se aboca a explorar grandes sucesos cinematográficos. Lo hizo entre otros con el fandom de George Lucas en The People vs. George Lucas (2010), en 78/52 (2017) con la escena de la ducha de Psycho (1960), de Alfred Hitchcock y en la actual Memory: The Origins of Alien rastreando los oscuros y diversos orígenes que dieron lugar a la criatura de Alien (1979), de Ridley Scott. Leap of Faith: William Friedkin on The Exorcist es una extensa entrevista al director en la que este habla de la gestación del proyecto de realización de la película, sobre su relación con todas las personas y peculiares situaciones que participaron en el proceso de rodaje, e incluso acerca de un presente en que como en toda obra maestra, se alude a The Exorcist como algo vivo y cargado de incógnitas sin resolver. Friedkin, con sus sorprendentemente joviales ochenta y tantos, sentado a un doméstico sillón del living de su casa o la de alguien, cuenta por ejemplo las idas y vueltas acerca del guion con el propio William Peter Blatty, el rechazo de las colaboraciones musicales de Bernard Herrmann y Lalo Schifrin, narra el proceso del casting y la posterior y a veces cómica relación con los actores, habla de su decisión de filmar valiéndose de la teoría de la seguridad del sonámbulo de Fritz Lang, consistente en confiar en la naturalidad de las primeras tomas, pero por sobre todo, hace hincapié en esas incidentalidades que de manera espontánea, involuntaria, a modo de revelación, fueron dando cuenta de un algo que estaba prefijado de antemano y que según el director de The French Connection -quien manifiesta más dudas que certidumbres en relación a cuestiones metafísicas- fue acomodando a lo largo del proceso de filmación las piezas necesarias para que The Exorcist se transformase en un fenómeno sobre el cual aún pueden extraerse nuevas e interesantes interpretaciones y respecto del que él mismo sigue teniendo muchas preguntas abiertas. Friedkin, quien quedó seleccionado como director del film después de las negativas de Arthur Penn, Mike Nichols y Stanley Kubric, y tras ser defendido por Blatty en detrimento de Marc Rydell, habla durante el documental de música (Stravinski, Dylan, Webern) y de sus peculiares decisiones en ese aspecto, de pintura y de la relación de la obra de pintores como Caravaggio, Vermeer o Pollock con su concepción de la imagen y la iluminación, y habla obviamente de cine: la referencia más próxima es la del film Ordet (1955), de Carl Theodor Dreyer, al que claramente identifica como precursor e inspirador de muchas cosas que ocurrieron con su trabajo en The Exorcist. Pero se insiste en que más allá de toda referencia, ese salto de fe al que se refiere el documental, es la idea de esa realidad intraicionable que parece haber estado prefijada de antemano y que condujo a alguien a juntar esas piezas tan aparentemente arbitrarias e inconexas, pero que juntas acabaron constituyendo una de las más grandes películas de la historia del cine de terror, obra que como sostiene su director, es aún un hecho artístico abierto a nuevos interrogantes e interpretaciones.    

miércoles, 13 de noviembre de 2019

First Love (Hatsukoi), de Takashi Miike, en el marco del 34º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata

Con evidentes desbalances entre su primera y segunda mitades, el actual trabajo del director de Audition es una clásica película de yakuzas, contada principalmente desde la perspectiva de una prostituta y un boxeador adolescentes del Japón contemporáneo.


Encontrar un denominador común entre la extensísima filmografía de Takashi Miike (tiene más de cien películas en su haber) es difícil, al menos desde lo argumental. Pero desde el glacial sadismo de Audition (Ôdishon, 1999), pasando por el tetricismo onírico de su corte Box en Three Extremes (Sam gang 2, 2004), Big Bang Love, Juvenile A (46-okunen no koi, 2006) u Over Your Dead Body (Kuime, 2014), hasta la bellísima comedia musical For Love's Sake (Ai to makoto, 2012), si hay algo que cifra al cine del prolífico director japonés, es su fe en la narración visual y su constante apuesta por trabajar una amplia diversidad de universos cinematográficos desde ese lugar.

First Love es, para empezar, una clásica película de yakuzas. Pero no es solo eso. Retoma, en su aspecto acaso más occidental, si bien no es una película de boxeo, el tema interesantísimo de la épica en la arriesgada vida de un boxeador. Y es además una historia de amor adolescente, sobre las disfuncionalidades familiares, sobre la relación con la muerte y sobre el enorme potencial de un ser humano ante la ausencia del miedo a perder su vida.

A Leo (Masataka Kubota), un joven boxeador, le es diagnosticado un tumor cerebral que dada su ubicación es imposible de extirpar. Pero en medio del duelo ante la inevitable pérdida de su vida, conoce a Yuri (Sakurako Konishi), una prostituta adolescente que está involuntariamente involucrada en un embrollo relacionado con una entrega de metanfetamina en el que participan un policía corrupto y dos facciones enfrentadas de yakuzas. A partir de ahí comienza una de esas características y un tanto confusas persecuciones en las que no se ahorra en accidentes automovilísticos, katanas samuráis, paralizadores eléctricos, partes de cuerpo cercenadas (cabezas incluidas), sangre brotando a ramalazos, humor, ese humor de ciertos filmes orientales en donde uno en ocasiones no sabe si lo cómico radica en las diferencias culturales con occidente o en la intención del guionista (Masa Nakamura en este caso) de hacer reír; y hasta tiene este último trabajo de Miike su celebrada parte de animación. Y volviendo al tema del humor, la actuación de Shôta Sometani, quien interpreta a Kase, un mafioso de poca monta dando sus torpísimos primeros pasos, se lleva todas las loas.

Sin dudas el momento en el que se aprovecha al máximo todo el potencial visual, sumado a la coralidad que posee el film (coralidad contada de manera bastante desprolija en las primeras escenas), es la extensa secuencia que transcurre en un enorme hipermercado. Es allí donde se da la confluencia e interacción de todos los personajes principales, en donde todo es acción al cien por ciento, y en donde los gags funcionan de manera mucho más fundamentada que en ninguna otra parte.   

Puede decirse que First Love está en la franja media en cuanto a la calidad de los trabajos de Takashi Miike, alguien que puede hacer más de diez películas por año. Hay que hacer hincapié en que se advierte un proceso bastante torpe en lo que respecta a la presentación de los protagonistas y asimismo una disparidad demasiado evidente entre la un tanto desinflada primera mitad del film y la intensa y divertidísima parte que la sucede, en donde la acción y la capitalización del potencial de los personajes son mucho más aprovechados. Pero como se escribió antes, el distintivo incuestionable de la escrupulosidad visual que caracteriza al director de Audition, se comprueba a lo largo de sus 108 minutos de duración.   


viernes, 11 de octubre de 2019

¿Dónde estás, Bernadette?, de Richard Linklater, protagonizada por Cate Blanchett


En su último film, Richard Linklater logra más que en ningún otro trabajo anterior, contar una historia desde una perspectiva clara y casi exclusivamente femenina. Basada en la novela homónima de Maria Semple, ¿Dónde estás, Bernadette? retoma los temas del tiempo y el viaje que han caracterizado los trabajos más emblemáticos del director de la llamada trilogía del amor. 

Sería a esta altura una redundancia decir que la narrativa fílmica de Richard Linklater se ha ocupado de darles al paso del tiempo, y en una no tan menor medida, al viaje, roles esenciales. No obstante, en el último largometraje del director texano, basado en la novela homónima de la guionista y novelista norteamericana Maria Semple, más que como cincelador de la vida de los personajes, el factor tiempo juega el rol de barrera a romper para volver a sí mismo. Podría afirmarse que ¿Dónde estás, Bernadette? es una historia sobre la creación artística o el movimiento drástico en el espacio (léase un viaje disruptivo) como recursos para liberarse de la mochila de haber vivido muchos años en un tiempo ajeno, fuera del propio Tiempo.

Bernadette Fox (Cate Blanchett) es una famosa arquitecta que vive en un extraño caserón de Seattle junto a su marido (Billy Crudup) y su hija adolescente (Emma Nelson). Por alguna razón ha dejado de ejercer su profesión desde hace veinte años y posee una cada vez más visible dificultad para conectarse con el mundo y el resto de los mortales. En medio de una secreta y cada vez más peligrosa relación con los psicofármacos, los únicos vínculos dentro de los cuales sigue funcionando sin conflicto son su hija Bee, quien nació con una malformación cardíaca, y una enigmática asistente virtual, quien se ocupa de casi todo lo que para ella representa esa barrera infranqueable con un afuera cada vez más amenazador e irritante. En un típico invierno lluvioso de Seattle, la familia (amén de las esperables vacilaciones de Bernadette) decide hacer un viaje a la Antártida, circunstancia que desencadena un proceso apremiante para todos sus integrantes. 

Una característica inherente al cine del director de la aclamada trilogía conformada por Before Sunrise (1995), Before Sunset (2004) y Before Midnight (2013), es también la de haberse entendido hasta ahora mucho mejor con los personajes masculinos que con los femeninos. Podría decirse que las -parciales- excepciones más visibles a este patrón son las de los personajes interpretados por Julie Delpy en la trilogía, el de Uma Thurman en Tape (2001) y el de Patricia Arquette en Boyhood (2014); no obstante, aun en esos filmes, el acompañamiento de los personajes masculinos desde un lugar mucho más efectivo es manifiesto. Sin embargo ¿Dónde estás, Bernadette? rompe exitosamente con esa norma, no solo valiéndose de una historia con un claro contrapeso en función de un rol femenino, sino también de la brillante actuación de Blanchett, sumados a un guion en el que Linklater participa adaptando la novela de Semple, junto a Holly Gent y Vincent Palmo Jr. Y hay que agregar asimismo que gran parte del film está contado desde la perspectiva de la hija, con su consecuente mirada de género acerca de la problemática de la madre. 

Desde el punto de vista visual, la película tiene en su potencial haber el contraste entre el encierro asfixiante de esa Seattle lluviosa, cobainiana, en donde los interiores descascarados del caserón en que vive la familia, en donde ese ámbito urbano sin sol y sin matices, se contraponen con la expansión y el oxígeno de un verano antártico que acompaña la apertura del personaje en su proceso de ruptura con su pasado. Sin embargo la fotografía de Shane F. Kelly, quien no es la primera vez que fotografía para Linklater, desaprovecha esa antítesis y la posibilidad de que desde lo visual se haga hincapié en la contraposición entre los dos muy bien delimitados ámbitos en que la historia se desarrolla. Contrariamente, la música de Graham Reynolds, quien también viene trabajando desde hace tiempo con Linklater, acompaña mucho más efectivamente la odisea personal de Bernadette. Y sumado a esto, el momento pop-ochentoso-kitsch de la hermosa comunión de la madre y la hija cantando en el auto Time After Time de Cyndi Lauper y Rob Hayman.  

¿Dónde estás, Bernadette? no será recordada como el largometraje más representativo del director de The School of Rock. Pero es una película que la vuelve a confirmar a Cate Blanchett como una actriz poseedora de un grado de versatilidad interpretativa deslumbrante, capaz de cargarse al hombro prácticamente cualquier desafío actoral. La historia de redención de Bernadette Fox revalida asimismo a Richard Linklater como uno de los grandes narradores cinematográficos norteamericanos del cine relativamente independiente de las últimas tres décadas. 


  

domingo, 8 de septiembre de 2019

It: Capítulo 2


Con grandes contrastes respecto de la primera entrega, It: Capítulo 2 apela mucho más a las estrategias visuales que a las sutilezas psicológicas.

Al realizar la primera parte de It, estrenada en 2017, Andrés Muschietti no solo entregó un hermoso film-homenaje que se convirtió en simultáneo en un éxito de taquilla y en una de esas excepciones del género de terror que sortean la difícil tarea de asustar y entretener desde un lugar genuino y con algo original para narrar; aquel proceso y sus resultados, también le valieron al director argentino una relación bastante estrecha con Stephen King, de quien es conocida su meticulosidad a la hora de dar visto bueno a películas basadas en sus novelas.

Ahora, esta segunda parte dirigida también por Muschietti, se ubica veintisiete años después, poniendo el foco en los ya adultos Beverly Marsh (Jessica Chastain), Bill Denbrough (James McAvoy), Richie Tozier (Bill Hader), Ben Hanscom (Jay Ryan), Eddie Kaspbrak (James Ransone) y Stanley Uris (Andy Bean), quienes son convocados a volver al pueblo de Derry por su amigo de la infancia Mike Hanlon (Isaiah Mustafa) debido a que el aterrador Pennywise (Bill Skarsgård), con todo lo que ha representado en sus infancias, ha vuelto. El antiguo Club de los Perdedores deberá emprender ahora una nueva disputa contra ese payaso que simboliza el compendio de todos sus miedos y limitaciones, tanto como el espejo de la ceguera de una sociedad que aparece claramente escindida de semejante odisea. 

Tanto en la novela de King de 1986, como en la adaptación en formato miniserie de 1990 que dirigió Tomy Lee Wallace, la historia ha demostrado ser mucho más efectiva (sobre todo en lo concerniente a la escala psicológica), en la parte que pone el foco en la infancia de los personajes. El motivo ha sido harto abordado siempre que se habla o se escribe sobre el género en general: la psicología de un niño y su inocencia lo hacen pasible de ser una presa mucho más apetecible para el mal, sea cual fuere la forma en que este encarne. Y es evidente que en este caso, esta segunda entrega con guion de Gary Dauberman, intenta compensar ese desbalance, apelando a estrategias visuales, efectos especiales y toda una artillería fílmica que si bien entretiene y logra que las casi tres horas no pesen, provoca que la dimensión emocional de los personajes se diluya en semejante despliegue de artificios cinematográficos. Artificios en los que los homenajes están a la orden del día: guiños al cine de terror (obvios y para entendidos), a la cultura de la década de los ochenta, y cameos o pequeños papeles que van desde el del propio director, pasando por Peter Bogdanovich y Xavier Dolan, hasta el mismísimo Stephen King en una actuación con un homenaje 100 % argento. 

Hay que decir por su parte, que el manejo bastante efectivo de una historia que en esta instancia se vuelve mucho más coral, con constantes líneas de tiempo que retrotraen al pasado a los protagonistas, consagra a Andrés Muschietti como un realizador capaz de lidiar con este tipo de argumentos que de no ser bien trabajados, corren el peligro de desbarrancarse y de llevar la película a volverse un gigante con pies de barro. Debe tenerse en cuenta también que entretener ante todo, rodar y tener que vérselas con actores de altísimo caché, bajo el peso de un enorme presupuesto de realización y en consecuencia bajo exigencias de resultados acordes a las circunstancias, son desafíos que pueden hacer en Hollywood, que el no estar a la altura de la coyuntura, pueda significar un traspié imperdonable para un director con un catálogo aún modesto como el del director argentino.

Si bien los contrastes con la vena mucho más íntima, emocional y psicológicamente más efectiva de la primera parte son demasiado manifiestos, para los que busquen terror visual hasta el empacho, toda la carne puesta al asador y un buen rato de sobresaltos y julepes por doquier (baldes de pochoclos mediante), It: Capítulo 2 es una dignísima opción que puede asimismo llegar a convertirse en un film que muy probablemente supere los récords de taquilla de su predecesora.        




miércoles, 10 de julio de 2019

Recuerdo, por un joven llamado Marcel


Recuerdo es un cuento que forma parte de los primeros doce textos de Proust que contaron con la reválida simbólica de pasar por la imprenta. Fue publicado por Le Mensuel, una revista que se editó en París entre octubre de 1890 y septiembre de 1891.

Escribió Jérôme Prieur en el estudio introductorio de Marcel antes de Proust: “Cada nuevo lector, es cierto, inventa a Proust, pero hace falta decir que a través de los años, las épocas, las generaciones, las circunstancias, e incluso los países, las culturas, los años luz, es él el que nos inventa a nosotros, el que nos observa. Después de un siglo, nos hemos ubicado bajo su mirada.” Semejante dictamen, sumado a lo que Proust y Henri Bergson nos enseñaron acerca de ese tiempo irrelevante simbolizado bajo una mera cifra, deberían ser razones suficientes para dejar de lado las cronologías y no esperar los aniversarios exactos para aportar un grano de arena más respecto de la obra de alguien cuya vigencia (se comparte la opinión de Prieur) sigue siendo tan categórica. Pero por alguna razón, seguimos aguardando fechas conmemorativas como la de hoy, aniversario de su nacimiento en Auteuil el 10 de julio de 1871, para hablar o escribir sobre el autor de En busca del tiempo perdido, creyendo que de ese modo nos volvemos más oportunos.

Le Mensuel fue una revista modesta en su formato, pero con grandes pretensiones en lo relativo a su redacción. Tenía entre 10 y 16 páginas y carecía de ilustraciones. Su pretensión de retratar y describir la realidad, la actualidad, no solo las de Francia, sino también los acontecimientos geopolíticos, se valió ―tal vez por una cuestión de ahorro de espacio y dinero, quizás a instancias de simplificar el proceso de edición― de lo meramente textual. Su editor jefe, Otto Bouwens Van der Boijin (1872-1922), era un joven generacional de Proust, quien al igual que él, cursó sus estudios en el Liceo Condorcet de París. Otto Bouwens, posteriormente hombre bastante influyente, además de dramaturgo y compositor de música para piano, era hijo de un conocido arquitecto parisino de origen holandés. La relación que tuvo con el joven Proust fue muy fugaz, no conociéndose más allá del período de publicación de Le Mensuel algún otro tipo de contacto, razón por la cual se conjetura como algo muy probable que debe haber habido alguna clase de discordia entre ambos. Escribió Jean-Yves Tadié: Otto Bouwens “atraviesa como un meteorito invisible la biografía de Proust hasta el día de hoy… ¡Extraña desaparición la de este personaje con el que Marcel seguramente habrá tenido alguna desavenencia y al que dejó de frecuentar!” (Jean-Yves Tadié, Marcel Proust, París, Gallimard, 1996)

¿Venganza literaria? Al leer las biografías de Proust, uno se entera de que se cobró unas cuantas facturas pendientes en su literatura, y algunas de sus revanchas no fueron precisamente sutiles. En La Prisionera, quinto tomo de En busca del tiempo perdido, aparece una sola vez un personaje llamado Otto, fotógrafo con quien Odette se había hecho hacer unas fotografías que a su esposo Swann no le agradaban tanto como una pequeña foto de álbum tomada en la juventud de su mujer en Niza. Es cierto también que Marcel Proust trató en París a un fotógrafo mundano llamado Otto Wegener a finales del siglo XIX. Hay, cuando menos, dos retratos hechos por él en torno a 1895 y una foto en grupo en la que el escritor aparece junto a sus amigos Robert de Flers y Lucien Daudet. Teniendo en cuenta la precisión milimétrica, obsesiva, con la que Proust planificó, escribió y corrigió semejante novela, resulta improbable que la aparición de ese nombre en un personaje que se gana el descrédito de Charles Swann haya sido casual. ¿A cuál de los dos Ottos aludirá? Sea cual fuere la respuesta, nunca se sabrá, a menos que en el futuro aparezca alguna correspondencia inédita en la que el factible vengador escriba a algún destinatario sobre el asunto y revele algún detalle esclarecedor.  

Previamente a su paso por Le Mensuel, las publicaciones del adolescente Marcel se dieron en las revistas editadas con sus compañeros de liceo, copiadas a mano y reproducidas con papel carbón: “Una publicación que no es ni naturalista, ni idealista, ni decadente, ni incoherente, ni progresista, ni delicuescente, puede parecer extraordinaria. Pero más extraordinario es que haya una publicación naturalista, idealista, decadente, incoherente, progresista y delicuescente. La revista de arte y de literatura, no obstante, es tanto lo uno como lo otro. Sin tomar partido ni hacer distinciones de género, aceptamos todo lo que nos parezca digno de leerse.”, se anunciaba en la presentación del primer número de una serie de revistas conformada por Le Lundi, La Revue verte y La Revue lilas.

Hay tres textos personales de Proust en Le Mensuel: Poesía, poema firmado por M. P., Cosas Normandas (único escrito certificado con el verdadero nombre del autor y que habla sobre Trouville, Normandía, a comienzos del otoño), y el cuento Recuerdo que se comparte al final de esta entrada, publicado bajo el seudónimo Pierre de Touche. El resto de sus colaboraciones para Le Mensuel consiste en artículos que cubren mayormente las secciones de moda, music hall y pintura, adoptando los alias Estrella Fugaz, De Brabant, M. P., Y, Carbonilla y Bob. El uso de seudónimos era por lo visto una suerte de patrón editorial en la revista. Otto Bouwens por su parte firmaba sus publicaciones con sus iniciales o las de Le Mensuel. Indicar el nombre del autor, como lo hace Proust en Cosas Normandas, era en consecuencia la excepción a la norma. Incluso el apodo Y, utilizado por Proust en Miscelánea, una crítica bastante cáustica a un poemario de Gabriel Traireux titulado Confiteor, es empleado por otro autor para firmar un artículo sobre la difusión de la censura. Esto se infiere de la enorme incompatibilidad de estilos entre ambos textos.   

Hasta 2012, año en que se publicaron en Francia, recobrados y prologados por el bibliófilo Jérôme Prieur bajo el nombre Marcel antes de Proust. Textos recobrados de Le Mensuel, los trabajos de Marcel Proust editados por la revista dirigida por Otto Bouwens, formaron parte de una pequeña e incipiente franja de su obra sobre la cual la crítica y los biógrafos no habían puesto prácticamente su atención. Acaso el motivo sea que se conocen solamente dos colecciones completas con sus doce números, que van desde el correspondiente a octubre de 1890 al de septiembre de 1891. En el año 2016, se publicó la primera traducción del libro al español realizada por Matías Battistón (Buenos Aires, Ediciones Godot, 2016).  

Es imposible dejar de observar en el cuento Recuerdo, texto divulgado en el último número de la revista, la impronta decadentista, elegíaca y romántica de un joven visiblemente influenciado por la literatura de Edgar Allan Poe. Pero también se exponen, en la forma en que podía hacerlo un escritor ―con un enorme potencial― pero amateur, un escritor de veinte años, los temas de un amor inviable, así como el del paso del tiempo cronológico y sus consecuencias físicas y psicológicas, materias trabajadas posterior y magistralmente, de manera mucho más exhaustiva, en En busca del tiempo perdido. Aparece asimismo un personaje llamado Odette, nombre de una de las heroínas centrales de  À la recherche.
Recuerdo
Un criado de librea marrón con botones de oro me vino a abrir y me hizo pasar casi de inmediato a una sala tapizada en cretona, con paneles de madera de pino y vista al mar. Cuando entré, un muchacho, un joven bastante apuesto, se puso de pie, me saludó con frialdad y luego siguió leyendo su periódico, sin dejar ni por un momento de fumar su pipa. Me quedé de pie, algo incómodo, diría incluso algo preocupado por el recibimiento que se me daría aquí. ¿No me habría equivocado, después de tantos años, en venir a esta casa, donde quizá me hubieran olvidado desde hacía mucho? ¿Esta casa antaño tan hospitalaria, donde había vivido horas profundamente dulces, las más felices de mi vida?

El jardín que rodeaba la vivienda y que formaba una terraza en una de sus extremidades; la casa misma, con sus dos torres de ladrillo rojo e incrustaciones de mayólica de diversos colores; el largo vestíbulo rectangular, donde pasábamos los días de lluvia; y hasta los muebles de la sala a la que acababan de hacerme pasar: nada había cambiado.

Unos instantes después, entró un viejo de barba blanca; era muy petiso y muy encorvado. Su mirada vacilante tenía su expresión de una gran indiferencia. Reconocí de inmediato a Monsieur de N. Pero él no me reconoció a mí. Me presenté varias veces: mi nombre no evocaba en él recuerdo alguno. Nos miramos a los ojos, sin saber muy bien qué decir. Me esforcé en darle pistas, pero fue en vano: me había olvidado por completo. Yo era un extranjero para él. Íbamos a despedirnos, cuando la puerta se abrió bruscamente: “Mi hermana Odette ―me dijo, con una vocecita aflautada, una bonita niña de unos diez a doce años― acaba de enterarse de su llegada. ¿Quisiera venir a verla? ¡Se pondría muy contenta!”. La seguí, y bajamos al jardín. Allí, en efecto, encontré a Odette, acostada en una chaise longue, envuelta en un enorme manto escocés. No la habría reconocido, por así decirlo, de tan cambiada que estaba. Sus rasgos se habían alargado, y sus ojos, rodeados de círculos oscuros, parecían perforar su lívido rostro. De su belleza, que tan deslumbrante había sido, ya no quedaban ni rastros. Con un gesto un poco forzado, me pidió que me sentara cerca. Estábamos solos. “Seguramente estará muy sorprendido de encontrarme en este estado”, me dijo después de unos instantes. “Lo que sucede es que, desde mi terrible enfermedad, quedé condenada a guardar reposo acostada, sin moverme. Vivo de sentimientos y de dolores. Sumerjo la mirada en este mar azul, cuyo tamaño, en apariencia infinito, tanto adoro. Las olas, que vienen a romper contra la costa, son pensamientos tristes que acuden a mi mente, así como esperanzas que debo abandonar. Leo, leo mucho, incluso. La música de los versos evoca en mí los más dulces recuerdos y hace vibrar todo mi ser. ¡Qué amable de su parte no haberme olvidado después de tantos años, y haber venido a verme! Es algo que me hace bien. Ya estoy mucho mejor. Puedo decírselo, ¿no  es así? Ya que hemos sido tan buenos amigos. ¿Recuerda los partidos de tenis que jugábamos aquí, en este mismo lugar? Yo era muy vivaz en aquel entonces, muy alegre. Hoy en día, ya no me queda vivacidad, ya no me queda alegría. Cuando veo cómo el mar se retira a lo lejos, muy a lo lejos, pienso a menudo en nuestros paseos solitarios al bajar la marea. Guardo de ellos un recuerdo encantador, que podría bastar para ser feliz, si yo no fuera tan egoísta, tan mezquina. Pero, como verá, me cuesta resignarme, y de tanto en tanto no puedo evitar rebelarme contra mi suerte. Paso el tiempo así, aburriéndome sola, porque estoy sola desde la muerte de mamá. Y papá está demasiado enfermo y viejo como para ocuparse de mí. Mi hermano sufrió mucho por una mujer que lo engañó de un modo espantoso. Desde entonces, vive ensimismado; nada puede consolarlo o siquiera distraerlo. Mi hermanita, por su parte, es muy joven, y, además, hay que dejarla vivir feliz, mientras le sea posible”.

Mientras me hablaba, su mirada se iba animando; el color cadavérico de su tez había desaparecido. Había recuperado su expresión dulce de antaño. Era linda de nuevo. ¡Dios mío, qué hermosa era! La habría querido estrechar entre mis brazos, habría querido decirle que la amaba… Nos quedamos así, juntos, durante otro buen rato. Luego la llevaron adentro, porque la tarde refrescó. Después tuve que despedirme de ella. Las lágrimas me sofocaban. Recorrí ese largo vestíbulo, ese jardín delicioso, con alamedas cuya grava, lamentablemente, nunca volvería a crujir bajo mis pies. Bajé a la playa; estaba desierta. Comencé a caminar, meditativo, pensando en Odette a orillas del mar, que se retiraba con calma e indiferencia. El Sol había desaparecido detrás del horizonte, pero sus rayos purpúreos coloreaban todavía el cielo.
Pierre de Touche


domingo, 2 de junio de 2019

Rocketman (o los puentes hacia el pequeño Reggie Dwight)


En la cuarta entrega como director de Dexter Fletcher, Taron Egerton despliega una interpretación consagratoria. Extravagancia, quimera pop e imperdible retrato íntimo sobre los ascensos y caídas de Elton John.

Era imposible no esperar que Rocketman no aprovechara el coletazo de la estela dejada por Bohemian Rhapsody el año pasado. Fue una película que -más allá de tener algunos baches argumentales, ya que omite casi absolutamente la infancia del pequeño Farrokh Bulsara-, contó de manera bastante efectiva su interpretación de una franja de la vida de Freddie Mercury, con un éxito que la tuvo, al menos en Argentina, varios meses en cartel, cosa que rara vez ocurre en estos tiempos con un film. Pero este biopic sobre -nuevamente- una etapa de la vida de Elton John, no intenta en ningún momento imitar al trabajo de Bryan Singer. Aquí, Dexter Fletcher sí abreva en la infancia del precoz Reggie Dwight, período de la vida del personaje sin el cual sería imposible entender los motivos por los cuales Elton John atravesó sus vertiginosos ascensos y caídas.

Desde el vamos, el tono y la puesta en escena emulan la extravagancia que caracterizó a ese tímido músico que para ocultar su retraimiento a mostrarse en público, se lookeaba de la forma estrafalaria en que se lo vio por esos años. Vemos a un Elton John (impecable y consagratoria interpretación de Taron Egerton) entrando a una reunión de Alcohólicos Anónimos en las afueras de Nueva York, disfrazado de diablo con un ceñido traje anaranjado, con unas enormes alas en la espalda. Y sentándose sin demasiados prolegómenos, comenzando a contar la historia de su vida desde los primeros años. La desafección de Stanley (Steven Mackintosh), un padre tremendamente rígido, moldeado en esa Inglaterra de posguerra, casi invisible. La desidia de Sheila (Bryce Dallas Howard), una madre no menos ausente de la realidad del pequeño Reggie (Matthew Illesley) y una abuela (interpretada por Gemma Jones) que a mitad de camino en cuanto a lo afectivo, advierte el talento del niño y lo lleva a una audición en la Royal Academy of Music.

Todo el tiempo este biopic con guion de Lee Hall trabaja sobre ese punto, un constante tendido de puentes entre el niño y sus sueños, y la imposibilidad del protagonista de lidiar con la fama desatada como un caballo desbocado en esa noche iniciática en el Trobadour de Los Ángeles, noche que terminó con una fiesta en la casa de Mama Cass. El dinero que llueve a raudales, un  impiadoso John Reid (el manager es interpretado por Richard Madden), su sexualidad, las múltiples adicciones y el lastre de una sensación de desamor; y esos puentes construidos por la música que lo llevan a retomar lo que parece haber estado prefijado desde la infancia, puentes en que la participación de las canciones, las coreografías y las puestas en escena juegan un rol devocional hacia ese paraíso perdido que intenta recobrar el personaje. No hay que olvidar que el propio Elton John es uno de los productores ejecutivos de Rocketman.

Hay que detenerse a hablar obligadamente de la actuación de Taron Egerton, quien se canta, se baila y se actúa todo en la cuarta película dirigida por Dexter Fletcher. Es imposible escribir sobre Rocketman sin destacar lo efectivo de su interpretación. El actor de las dos entregas de Kingsman, logra construir un Elton John que no desemboca nunca en una caricatura pedestre, empresa difícil, ya que por momentos los altibajos emocionales y las excentricidades darían pie a eso. No obstante, el manejo del capital actoral que consigue Egerton es honestamente admirable, logrando poner de manifiesto desde un contexto que es puro glamour y artificio, la vulnerabilidad de un ser humano excedido por las circunstancias.  

Estamos asimismo ante un claro homenaje a Bernie Taupin, representado por un ya crecidito Jamie Bell, quien en el 2000 protagonizó Billy Elliot (Quiero bailar), dirigida por Stephen Daldry e igualmente con guion de Lee Hall. Bernie Taupin, letrista que desde finales de los años sesenta trabajó en una sociedad artística con Elton John. Se lo muestra como un verdadero hermano de la vida, alguien que en los peores momentos siempre estuvo. Taupin por un lado y el niño Reggie que espera por su parte, aparecen como los únicos anclajes afectivos para capear una realidad que al personaje se le vuelve inmanejable. En ese punto y en ciertos guiños del final, podría decirse que la película pierde un poco el eje y huele por momentos a una suerte de terapia pública de autoayuda con altas dosis de egolatría, pero hay que entender que algunas megaestrellas son también eso, exhibición de lo público y lo privado en cuotas a veces equivalentes, y que un poco (o mucho) de eso es lo que pide una parte no menor del público. Claramente Rocketman es un crowdpleaser que, ya que se ha hablado de puentes aquí, también busca tender puentes de congratulación con ese público fiel a la carrera del artista, y por qué no, sumar nuevos seguidores a un músico que ya cuenta con más de setenta años de vida, y que garantiza -amén de admitir seguir siendo un comprador compulsivo-, haber mantenido a raya sus adicciones por mucho tiempo. 


lunes, 25 de marzo de 2019

Adiós Scott...


Hoy se emplearán millones de caracteres y palabras refiriéndose a vos Scott. Se escribirá que en los sesenta, con The Walker Brothers, en el Reino Unido, llegaron a tener más fans que The Beatles. Escribirán que Scott Walker fue una enorme influencia para David Bowie, para Thom Yorke, para Jarvis Coker. Dirán que fuiste un multiinstrumentista y un talentoso compositor. Escribirán sobre el magnífico timbre de tu voz. Se hablará de tus cuatro primeros e inolvidables discos solistas. Se escribirá acerca de tu renuencia a la exposición pública. Se hablará sobre tu frenética experimentación musical, cada vez más rabiosa, la cual, obviamente, te alejó del gran público, pero te valió la pluma amigable de cierta crítica. En fin, hoy se emplearán millones de caracteres y palabras refiriéndose a vos Scott... La Frontera prefiere recordarte con Farmer in the City, el primer temazo de tu discazo Tilt, e imaginar que Pasolini, a quien evocaste en ese track, te está dando las gracias y recibiéndote en el lugar en que ahora te encuentres... 

domingo, 24 de marzo de 2019

Nosotros, segundo largometraje del polifacético Jordan Peele


El realizador neoyorquino y exintegrante de Mad TV, regresa con una película en donde el terror y la parodia vuelven a convivir de manera muy efectiva.

Por eso, así dice el Señor:
 Les enviaré una calamidad de la cual no podrán escapar. 
Aunque clamen por mí, no los escucharé.
(Jeremías 11-11)

Jordan Peele, tras una extensa trayectoria como comediante, logró generar con Get Out (2017), su ópera prima como director cinematográfico, una de esas pocas bocanadas de aire fresco que de tanto en tanto despabilan al cine de terror, género que jueves tras jueves entrega filmes que -en su mayoría- hacen su exigua aparición para ser olvidados en muy poco tiempo. Aquella película obtuvo cuatro nominaciones al Oscar: Mejor película, Mejor director, Mejor actor y Mejor guion original, obteniendo finalmente el premio a Mejor guion original, lo que convirtió a Peele en el primer guionista afroamericano en conquistar esa categoría.

Tal vez el punto de conexión más evidente entre Nosotros y su precursora, sea la combinación de los géneros de terror y comedia, dado que por lo demás, acá, si bien la familia protagonista es afroamericana, la cuestión de la segregación racial no es en principio el factor más preeminente de la trama, como sí lo fue en aquella. En todo caso, la cuestión racial, o el tema de ese otro como supuesta amenaza, entraría en juego en una gama mucho más abarcativa de ese antagonismo amenazante que explora el film.

Adelaide (Lupita Nyong'o) y Gabe (Winston Duke), son un matrimonio de mediana edad, quienes junto a su hija Zora (Shahadi Wright Joseph) y su hijo Jason (Evan Alex), van a pasar unos días de vacaciones a una casa en una zona boscosa cercana a la playa californiana de Santa Cruz (lugar clave para Adelaide dada una experiencia traumática de su infancia que es el punto sobre el cual girará toda la película). Pero a poco de llegar, una noche, al cortarse la luz, descubren que afuera hay una familia conformada por integrantes -al menos desde lo físico- idénticos a ellos, con la intención de entrar a la casa con fines no precisamente amistosos. Ahí es donde la historia abre el juego, no solo al tema del otro o doppelgänger, tantas veces explorado en la narrativa de terror, sino también a un espectro de referencias cinematográficas que por momentos peca de volverse un poco excesivo: desde lo argumental es una película que remite a Funny Games (1997), de Michael Haneke, al cine de George A. Romero y su inevitable comentario político y al tópico de la vuelta de tuerca final del cine de M. Night Shyamalan. Pero hay también guiños, algunos sutiles, otros más explícitos: a la música de Bernard Herrmann, a Los Pájaros de Alfred Hitchcock, a Tiburón de Steven Spielberg (la remera de Jason no es el único), e incluso el más perspicaz de todos, que puede leerse como un homenaje al Taxi Driver de Martin Scorsese (solo para fanáticos, sin más pistas). 

Un punto interesante en Nosotros, es que quien encarna la amenza no es un otro diferente, sino un reverso de sí mismo proveniente de un submundo desconocido, que emerge, en cumplimento de esa profesía bíblica de Jeremías que oficia como leitmotiv, trayendo como intimidación a seres con una apariencia física idéntica a la de los personajes, no obstante devenidos en algo indeseable dadas sus infelices circunstancias. Acaso esa sea la sentencia política más evidente y subrayada de la historia, que utiliza como paño de acción el escenario de una realidad velada que evidencia las contradicciones de los que no la pueden percibir, recurso ya utilizado por el realizador en la comedia de Comedy Central Key & Peele, más precisamente en el sketch en que en un lugar más allá de la vida terrenal llamado Negroland, los negros viven su vida del modo en que sería concebida desde la corrección política de los progresistas blancos. 

En cualquier caso, más allá de las diversas lecturas políticas, religiosas o existenciales que pueden hacerse de la película, por encima de sus múltiples referencias y homenajes al cine, Nosotros garantiza entretenimiento al cien por ciento a lo largo de sus 116 minutos, siendo asimismo un film excelentemente fotografiado por Mike Gioulakis, quien colaboró en It Follows (2014), de David Robert Mitchell, y fotografió también junto a M. Night Shyamalan en Multiple y en la reciente Glass. Gioulakis figurará hasta el momento en los créditos de la serie (sin título aún) que el director hindú estrenará en el streaming que lanzará Apple.



miércoles, 13 de marzo de 2019

Si pudiésemos nombrarla

Tu canción habla de misterio Roy.
Un Dios que dejó de cantar,
desraizado, tiempo en que una noche
y una era sellaron pacto 
en contra de la locura.

Ella, ella lleva consigo el fuego.
Y el fuego destruye y construye,
(sustancial redundancia)
igual que ella,
ella hace que el futuro se expanda
mientras marchamos ilusos por estas ciudades
que nos andan a su antojo.
Nadie ha podido poner en palabras
el secreto que en algunas tardes de verano
las ciudades desvelan
antes de abrir paso a la fresca llanura.

Para nosotros el océano ya no cuenta:
hemos dejado de ser niños,
sabemos de la finitud de estas aguas
que evocaron falsos nirvanas,
buenos soldados, 
guerras posibles de ganarle al destino.
Ahora la cordura nos conduce hacia el abismo Roy,
¿dónde quedó tu tiempo?,
¿dónde hallarte para cumplir el sueño
de escucharte cantar junto a ella?      

Ella sonríe, trata de llegar hacia nosotros,
pero ya no puede prometerse el mar sin traicionarse.
Ella aprendió a llorar sonriendo:
casi cotidianamente muerde nuestro cebo,
lo que la torna más preciosa
pero también más proclive a tropezar
con nuestra letanía cantada a media voz.

Si contáramos con la tuya Roy.
Este lado es a veces tan hermosamente ambiguo
que la merece para ser anunciado,
traerla con nosotros,
nosotros, tan poco niños ya.
No pudiendo ofrecer ya el mar como soborno.

Tu canción habla de misterio Roy.
Puede ser tan simple conjurar lo perfecto
cuando el tiempo es el Tiempo,
pero ella siempre aparece cuando olvidamos esa música
que nos reveló algunas veces la fascinación del trigo
justo antes de la siega.

Ella,
si supiésemos su verdadero nombre,
si pudiésemos nombrarla
la poesía no tendría objeto.
Nosotros,
tan poco acreedores
de nuestros milagros,
tanto más responsables
por nuestros tantos muertos. Fantasmas.

Roy, necesitamos de tu voz
para tender un puente hacia ella, 
tu voz Roy, 
tu canción 
que habla de misterio.