domingo, 18 de diciembre de 2016

Una nueva vida

Las anchas praderas juveniles se proyectaban,
en la ilusión óptica de la perspectiva,
como si se angostaran hasta acabar en un punto
a partir del cual el potro de la sangre
detendría para siempre su galope.

JUAN JOSÉ MANAUTA, en Charito,
“Cuentos para la dueña dolorida”

Siempre habían bastado esos días cristalinos de principio de otoño, para que algo parecido a la alegría algodonara el paso de sus horas. Ese año el mar, como casi siempre a mediados de abril, conservaba algo indefinible de su identidad veraniega, no obstante, una especie de corriente invisible que llega al lugar en esa época, de manera bastante regular, se iba alojando en la atmósfera del hasta hacía días estrepitoso pueblo, e instauraba el albor de una comparecencia que incluso podía olfatearse, junto al olor de la resina que desprendían los primeros fuegos, propagándose, durante algunas noches, ya frías.

A ella al fin le sobraba tiempo para leer. Su pequeño hotel de doce habitaciones, al fondo del cual se situaba su ahora modesta casa, permanecía cerrado desde la reciente Semana Santa, y no se reabriría hasta el fin de semana largo de octubre. Las cuentas estaban hechas y el dinero corriente prorrateado; incluso la temporada había posibilitado quedarse con una suma extra para las eventualidades que hubiese que afrontar durante el largo invierno. Todo esto volvía a formar parte de sus cavilaciones, una y otra vez, aunque deseaba ya no volver al repaso del buen balance que habían dejado esos meses, procurando abstraerse en la lectura.

Había comenzado el segundo movimiento de la sinfonía cuando consiguió enfocar su atención sobre la página de la novela, sin embargo, no logró más que fondear en la frase “–¡Eh! A ver esas empanadillas, que tengo un hambre canina.” Y lo que hasta ese instante no había sido motivo de alarma, sino más bien una mera y bastante frecuente comprobación, pasó ahora a serlo. Dante todavía no volvió, pensó, mientras veía sobre el piso del patio interno cómo los débiles rayos de luz de la tarde iban dando lugar a una sombra creciente; y sombra, tarde, noche, nociones que en otras circunstancias le proveían los ornamentos de una quimera a la que nunca había renunciado, en un tris se volvieron una amenaza.

Una mano trepidante hizo descender, totalmente, el volumen del andantino de la cuarta sinfonía de Tchaikovsky. Llamó a Ricardo y le preguntó si había visto al perro en algún momento del día: “No señora, hoy no lo vi. Anda medio vago el Dante últimamente. ¿Andará enamorado? No es época me parece. No se preocupe, debe andar dando vueltas por la playa, cazando gaviotas con sus amigotes. ¿Quiere que salga a buscarlo?” Ricardo era su única compañía durante ese largo período, desde que ella juzgó mal negocio reabrir el pequeño hotel en vacaciones de invierno. Si se evaluaba la cuestión sin parcialidades, veinte años de fidelidad a su empleo no eran poco. Habían llegado al acuerdo de que se le garantizaba el puesto de maestranza para la próxima temporada, en tanto Ricardo aceptase el albergue y las cuatro comidas del día como único pago por la ganga de esa época sin pasajeros: mantener ventiladas las habitaciones, barrer, reparar lo que en ese intervalo muy raramente se estropeaba. “Ricardo ya tiene sesenta y dos años mamá, tanto no puede pedírsele a alguien de su edad”, había sentenciado Marcelo hacía unos días, para terminar de súbito una conversación que, según su entender, se le había planteado ya demasiadas veces.    

Decidió salir ella misma a buscar a Dante. El polirrubro de don Sanguinetti (ubicado sobre la misma vereda y a tiro de piedra del hotel) era prácticamente el único abasto decente de mercadería que permanecía en el pueblo abierto todo el año. Todas las mañanas, Dante frotaba con su pata derecha la puerta de vidrio cerrada, a través de cuya pequeña ventana, Sanguinetti le entregaba el consabido alfajor de chocolate, ya desprovisto de su envoltura, manjar que pasaba sin intermediación de la mano del viejo comerciante a la boca del perro, quien proseguía festivo con su expedición matinal hacia los médanos y la playa. “Pasó esta mañana, como siempre señora, a eso de las nueve, a más tardar. Se comió el alfajor y se fue para el lado de la costa… No tiene dos años todavía, me decía Ricardo el otro día; no se preocupe, son cosas propias del perro cachorrón, después se vuelven más caseros. Si lo veo por acá se lo acerco.”

El sol todavía calentaba la parte oeste de los médanos. Pensó en sus setenta y tres años, en su fidelidad inapelable para con ese sitio que la había visto nacer en tiempos en que entre la estancia donde trabajaban sus padres y ese mar no mediaba pueblo alguno, pensó en lo fácil que aún le era sortear esa mole de arena en su camino hacia la playa. La brisa, que se encontraba ahora de lleno con su cara, mientras ella se encaramaba en la cima, era suave, y conservaba una tibieza que habría de perderse en las próximas semanas, conforme las pocas horas de un sol cada vez más débil permitiesen el enfriamiento del agua. Había sido en esa playa, casi cinco décadas atrás, donde Osvaldo la invitó por primera vez a navegar en el velero de un amigo de Buenos Aires que llegaba entonces por mar a ese pueblo en cierne, varias veces al año. Ella había manifestado en su primera conversación su sueño (obsesión secreta y de connotaciones que nunca llegó a decodificar) de experimentar la transición desde el gran río al océano en una pequeña embarcación. Y en el curso de sus años compartidos, repitieron tres veces ese ritual, en naves diferentes, peripecia de corte tan rutinario para los navegantes de esa zona de la Costa Atlántica, pero que para ellos extractaba una de las pocas ideas de sentido que los unieron por cuarenta y dos años, hasta la muerte de Osvaldo, de la cual se cumplirían siete el próximo invierno.

El muelle estaba despoblado. ¿Dónde estaría Marcelo? En ese tiempo, solía pasar las tardes en un pequeño despacho turístico (ocioso fuera del verano) que habían construido sobre esa gran estructura, orgullo de la región. El arquitecto Marcelo M., su único hijo, bendecido con la canonjía de vigilar las condiciones de ese portento y las de unos pocos edificios y espacios públicos de la ciudad cabecera y de los pueblos que se encontraban bajo su égida, no más que eso como única responsabilidad ante el municipio que lo empleaba. ¿A quién preguntarle ahora por Dante? ¿Existirían las fuerzas necesarias para volver a sortear, sin mediar descanso, la cúspide del médano e ir a esperar a casa? Juzgaba que sí, no era la ausencia de fuerzas el motivo actual de su mortificación. Pero ¿y si Dante estuviese ya con Ricardo? “Ese capricho de dejar el celular en casa mamá”, le había reprochado tantas veces Marcelo. Se sentó en un banco del muelle, mirando hacia el oeste. Los rayos, tibios, otoñales, todavía rebasaban la elevación de arena y llegaban a ella. Volvió a percatarse, otra vez, de que esas manos habían cambiado tanto en la última década; abrió sus palmas al sol mientras miraba el ir y venir del tenue oleaje por las hendijas de la baranda, la arena en las zapatillas, una arena todavía seca, si tenía Dante que ver con esa arena, el color de sus enormes patas que la disimulaba, hasta que los granos comenzaban a verse diseminados por toda la casa. Tan grande Dante para ese reducto en el que ella se había confinado, tras no resistir el vacío del enorme caserón que se había vendido a un precio risible, seis otoños atrás. “El Golden necesita espacio señora”, había aconsejado tiempo después el veterinario, “tiene que sacarlo o dejarlo salir cuando quiera, si no, se pone muy obeso, con las complicaciones que vienen aparejadas.”

Al fin apareció alguien en la playa, viniendo desde el sur hacia ella, seguido por dos perros negros, afanosos de un festín de carne, huesecitos crujientes, plumas y sangre caliente. Era Ian, el excéntrico neozelandés cuya hija se había ahogado hacía ya más de seis años al sur del muelle y cuya gargantilla no se encontró en el cuerpo cuando los rescatistas lograron sacarlo del mar. Los avezados en la dinámica de esas aguas, le habían explicado que solo un milagro, tras tanto tiempo, haría que el mar devolviese la alhaja de su hija, pero Ian había incluso deshecho su antigua vida en su país, abandonando a su mujer y sus dos hijas restantes, para comprar una vivienda enorme a un precio ridículo y consagrar su vida a caminar horas y horas por esa costa, esperando recobrar lo que consideraba que el mar, tarde o temprano, habría de devolverle. Ella pensó que sería insoportable sumar a ese momento de zozobra, la presencia y la redundante conversación de quien se acercaba junto a esos dos perros, negros, irritantemente desconocidos. ¿No era posible acaso que Dante volviese sin más, tras un día de vagar por quién sabe dónde? No, definitivamente ella no se contaminaría con penas ajenas, no se sumaría antes de tiempo, innecesariamente, a las filas de los que esperan ver reaparecer en el cielo extemporáneas estrellas. Se levantó y comenzó a caminar hacia el médano. Después de todo, a la tarde no le quedaba más de una hora, a lo sumo, hasta empezar a confundirse con la noche, barruntó. Saludó con su mano derecha a Ian, lento, lejano aún, y sobreactuó su prisa para evitar tener que comparecer ante su solicitud.

Ahora observaba desde unos treinta metros a Ricardo, barriendo la empecinada arena de la vereda, mientras volvía a preguntar a Sanguinetti por Dante: “No lo he visto todavía señora, ¿quiere que le diga a Rita que saque el auto y la lleve a dar una recorrida a ver si tienen suerte?” Nunca había sido tan descortés. Hizo un gesto disuasorio a su vecino, sin hablarle. Rita Negroni de Sanguinetti y ella, mantenían aún chispeante la lumbre de un antagonismo de décadas, desde que el joven e impulsivo Osvaldo M. renunció a la mística declinante de Caballito y llegó a la zona en busca de una utopía de aguas infinitas, bosques arcanos y brisa del este; Sanguinetti y casi todos en el pueblo lo sabían. Volvió a mirar, inanimada, a su empleando barriendo, en lo que ella había comenzado a juzgar desde hacía un tiempo la más evidente y poco sutil argucia de Ricardo para justificar su estadía en un lugar que evidentemente no requería de su presencia, más de dos, tres horas a la semana. Siempre arreglándoselas para enfilar por lo llano. Tres años más hasta cumplir la edad de jubilarse, pensó. Lo hacía varias veces al día. Se miraron, desde esos treinta metros, y de dicho acto ella conjeturó la mala noticia de que Dante no estaba en casa. ¿Cómo soportar ahora, si Dante no volviese, los comentarios de Ricardo, tan proclive él a evocar a muertos y desaparecidos en sus estúpidas remembranzas? Lo hacía permanentemente con la hija de Ian, de hecho, era el principal admirador y escucha del neozelandés en el pueblo; lo hacía de manera enfadosa con el recuerdo de Osvaldo, echando mano a un libreto que podía replicarse mentalmente al unísono, de tan remanido, como los diálogos de esas películas que ella amaba rever.

Volvió a caminar por la calle de arena, hacia el médano que había sorteado hacía unos minutos. Especuló con que entre Ian y ella, seguramente existía ya una prudente distancia. La noche, sin moratoria, le iba ganando la pulseada a la luz, y mientras pensaba que le quedaban pocos instantes de claridad para planificar una nueva vida, vio al gringo, errante junto a tres perros, apareciendo en la cima del médano, caminando hacia donde el cielo retenía la porción más resistente de la tarde.                               

domingo, 27 de noviembre de 2016

La Mort de Louis XIV, de Albert Serra, en el marco del 31º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata



L'enfant terrible apela al icónico Jean-Pierre Léaud para encarnar al Rey Sol, en un film en que vuelve a trabajar con un mix de actores profesionales y amateurs. Encierro, declinación, recreación pictórica y una narración en tiempo propio enmarcan los últimos días del más célebre de los luises.  

La interpretación cinematográfica de la historia, en tanto mito o "realidad", es uno de los rasgos distintivos de la filmografía de Albert Serra, motejado l'enfant terrible por la prensa de su lares. En Honor de cavallería (2006), adaptación de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, pudimos ser testigos de esos amables, concisos monólogos con que Don Quijote -en medio de esa soledad que es raramente interrumpida por otros transeúntes- se empeña en inculcar su legado a su fiel escudero. El cant dels ocells (2008) por su parte, siguió a los tres reyes magos en su camino hacia Belén. En Història de la meva mort (2013) vimos a Giacomo Casanova adentrarse en las tierras indómitas del Conde Drácula en su tránsito desde una vida hedonista y voluptuosa, hacia una muerte no menos singular. 

Su último trabajo (proyectado en condición de película "fuera de competición" en la última edición del Festival de Cannes), siguiendo la línea de los tres precedentes que se han mencionado, completa una línea transicional que va desde el vitalismo de los dos primeros films, tomando como bisagra a Història..., hasta la expiración anunciada del Rey Sol, muerto en 1715 a causa de una gangrena. Ahora, los últimos días del monarca, interpretado por el icónico Jean-Pierre Léaud (sí, quien encarnó al Antoine Doinel de Truffaut), son mostrados desde el contexto de encierro en que transcurrieron. De hecho, son contados los escasos momentos en que el paisaje es mostrado, tal vez como necesidad de dar un contrapeso moral a esa reclusión obligada, tal vez como oxigenación visual (poco probable esta inferencia tratándose de Serra) a un espectador agobiado por una lentitud obsesiva, rabiosa, subversiva en tiempos en que la inmediatez parece marcarle el pulso a nuestra cultura y a nuestra vida cotidiana. 

Quedan pocos rasgos de quien fuera, el más mentado de los luises está muriendo, los movimientos son cada vez más esporádicos, el saludo con el sombrero pasa de ser una concesión de ese otrora cuasi-dios a una hilarante caricatura de un vejestorio macilento en las postrimerías de su existencia. Los médicos debaten métodos de curación, académicos y personajes ligados a una medicina primitiva, que va quedando relegada, intentan revertir el declinante cuadro de un anciano que sin embargo, se niega a excusarse de los consuetudinarios reclamos de su investidura: recibir a sus ministros, seguir deslumbrando a sus comedidos acólitos, destrabar fondos para la construcción de un puerto o asistir a la celebración de la misa matinal en Versalles; (un paréntesis para el embaucador interpretado por Vicenç Altaió, quien encarnara a Casanova en Història...; verdadero guiño y paso de comedia, acaso el más explícito de la película). Todo el proceso transcurre registrado en una impronta de duración, cuya única unidad de medida es acotada por una respiración cuyo hálito, como es de esperarse, se vuelve cada vez más esporádico en ese marco rembrandtiano, de sombras de desconcierto iluminadas por candelabros. 

Thierry Lounas (quien produjo Història de la meva mort) vuelve a trabajar con el director catalán co-escribiendo el guión y produciendo; y la dirección de arte de Jonathan Ricquebourg por su parte, logra constituir el entorno tenebrista caravaggiano en el que transcurren los 115 minutos (cinematográficamente hablando) de la agonía del quizás más famoso de los absolutistas de la historia. 

Cierto es que no se puede hablar de este trabajo de Serra sin poner particular foco en la figura de quien protagoniza. ¿Hay un diálogo con cierto cine del cual Léaud es una especie de marca? ¿Hay en la película un retrato del propio actor en tiempos tan lejanos a los años con los que el público lo emparenta? Por lo pronto el director declara haber apelado mucho a la improvisación en el rodaje, rasgo representativo de esa nouvelle en la que descolló Léaud. La segunda pregunta podría contestarla Serra, al interrogante de si tal artificio es otra de sus travesuras, valga lo ligero de la palabra. 

Como en sus predecesoras, La Mort... cuenta con un mix de actores profesionales y amateurs, vale decir que en Honor de cavallería, El cant dels ocells y en Història de la meva mort, los intérpretes no-profesionales fueron mayoría. 

¿Iguala la muerte a los mortales? ¿Humaniza a quienes advierten estar a punto de cruzar el umbral entre lo conocido y sus misteriosos dominios? Intentemos pues, aproximar un paso más a la dilucidación de ese enigma, siendo espectadores de la última diablura de l'enfant terrible, quien se basó en las memorias del duque se Saint-Simon y en las del marqués de Dangeau para hacer una reconstrucción de los últimos días de Luis el Grande, agonía que transcurrió entre el 9 de agosto y el 1 de septiembre de 1715. 



domingo, 20 de noviembre de 2016

Personal Shopper, de Olivier Assayas, en el marco del 31º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata



En la última entrega del director de Irma Vep y Clean, Kristen Stewart da pruebas cabales de bancarse un grado de exposición actoral admirable, interpretando a una médium que debe lidiar por un lado con un mundo materialista, ligado a la imagen, y por otro, con un orbe poblado por titubeantes fantasmas.     

Ayer, en la apertura del ciclo "Charlas con Maestros" de esta edición del Festival, Olivier Assayas se declaró un dialogador permanente con las distintas disciplinas artísticas. Su última entrega no es una excepción a este patrón. En este caso, la literatura, de la mano del espiritista Victor Hugo, y la pintura, de parte de Hilma af Klint, se incorporan de manera adyacente a la trama de Personal Shopper. Maureen (Kristen Stewart) es la asistente personal de una modelo de alta costura que lleva una vida laboral itinerante por los más exclusivos centros de moda. Instalada en París, lejos de su novio trabajando en un emirato, la vida de Maureen discurre entre su trabajo y el intento de contactar con Lewis, su fallecido hermano mellizo, muerto a causa de una malformación cardíaca que ella también padece. Sería inexacto clasificar a este segundo film en que Stewart trabaja con el director y crítico francés (lo hizo previamente protagonizando junto a Juliette Binoche Clouds of Sils Maria en 2014) como una historia netamente de terror o un thriller, ya que aquí la exploración de esa esfera de lo intuido, del más allá, o lo metafísico, como quiera llamársele, muestra a un personaje lidiando en simultáneo con lo externo, así como con sus propios fantasmas personales. Para Maureen, el construir un vínculo certero con esa realidad (externa o interna), acaso sea un escape de su monotonía cotidiana, ensombrecida por la figura dominante de su empleadora, tanto como una esperanza ante la idea de finitud inminente que le plantea su enfermedad; es ahí donde se manifiesta el verdadero horror del que quiere escapar la protagonista. Stewart vuelve a dar muestras sobradas de bancarse ese grado de exposición física al que Assayas la expone en Clouds...: declaró el director de Irma Vep (1996), Clean (2004) y uno de los cortos de la hermosa Paris, je t'aime (2006), haber visto sus trabajos como actiz secundaria en Into the Wild, de Sean Penn y en On the Road, del realizador brasileño Walter Salles, y advertido ese plus actoral que quizás, dentro de los milimétricos cánones del cine industrial, encontraría mucho más obstáculos para soltarse y dar todo lo que puede verse en la historia de esta "compradora personal" lidiando con ese "más allá de lo esperable". La casi ausencia de música (si bien no niega el valor incuestionable de la música en el cine, el director se encuentra en una guerra declarada a lo que considera una invasión del indie rock y el folk alternativo "cool") y la perceptible improvisación sobre la marcha del rodaje, dan cuenta de hasta qué punto Assayas continúa siendo fiel a la Nouvelle vague, movimiento que según su opinión, sigue influenciando fuertemente a algunos cineastas de nuestro tiempo. Personal Shopper le valió a su realizador y guionista la "Palma de Oro" a mejor dirección en el pasado Festival de Cannes


      

Fritz Lang, de Gordian Maugg, en el marco del 31º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata



Fritz Lang no es un biopic que abarca toda la vida del director de Metrópolis. El film de Gordian Maugg (Der olympische Sommer, Hans Warns-Mi Siglo XX, Zeppelin!) se centra en el momento del paso del cine mudo al sonoro a principios de la década de los treinta en una Alemania en plena consolidación del nazismo (admirador y posteriormente enemigo de Lang), tanto como en los cruentos asesinatos protagonizados por Peter Kürten en 1929 que inspiraron M, el vampiro de Düseldorf (1931). Si bien no estamos ante un documental, la frontera entre ese género y el de la ficción inspirada en hechos reales, es atravesada constantemente con bastante eficacia en la película protagonizada por Heino Ferch, valiéndose su director de documentos fílmicos de la época, que son interpuestos con el el objetivo tal vez de predisponer al espectador a los parámetros visuales documentalistas de entonces. Los flashbacks, que retrotraen a los años en que Lang participó como voluntario del ejército austrohúngaro en la Primera Guerra Mundial, explican hasta qué punto ese momento de su pasado y su matrimonio con Lisa Rosenthal (se cita solamente esto con intención de no dar excesivos detalles de la trama), incubó las semillas que eclosionaron más de una década después, haciendo que el protagonismo colectivo, claramente comprobable en Die Nibelungen: Kriemhilds Rache (1924) o en Metrópolis (1927), se direccionase a una preocupación por un protagonista individual. La relación con Thea von Harbou, su entonces segunda esposa y guionista de varias de sus películas -de quien se separaría posteriormente dada la adhesión de ella al Tercer Reich-, aparece como determinante en ilación con ese oscuro pasado, que reflotado por las circunstancias, hace despertar en Lang tanto interés por el asesino serial que fue ejecutado a poco de estrenarse M. Por otra parte, ese clima de policial negro que sobrevuela la historia de manera explícita, anticipa la etapa del film noir norteamericano del cual Lang, tras cruzar el charco, fue un notorio exponente.



domingo, 2 de octubre de 2016

Julia Holter en Mar del Plata


Vaya esta entrada, dirigida particularmente a los lectores marplatenses del blog (declarados y secretos), pretendiendo sumar un humilde canal de difusión de la presentación de Julia Holter en el teatro "Enrique Carreras" el próximo jueves 6, junto a la banda Altocamet y a Sol Stietz. Julia Holter es una cantante, multiinstrumentista y compositora verdaderamente excepcional y de un ingenio e inspiración creativos fuera de serie. Nacida en California en 1984, se formó y graduó en el "CalArts" de Los Ángeles, fundado por Walt Disney. Su discografía -que discurre entre el pop/rock experimental, lo electrónico y el avant-garde- consta de cuatro discos: Tragedy (2011), obra conceptual inspirada en la Hipólito de Eurípides; Ekstasis (2012), álbum que hace particular hincapié en sus ciertamente exquisitos arreglos vocales; Loud City Song (2013), donde se advierten una orquestación claramente más expansiva y una simbología sonora más centrada en la urbanidad, a la vez que el delineamiento de algunos tracks (léase algunos) en un formato más canción; y su último y más accesible trabajo (popularmente hablando) Have You in My Wilderness (2015). Oportunidad de escuchar muy buena música la de este jueves a las 20 hs. en el "Enrique Carreras". Julia estará acompañada por un ensamble conformado por Dina Maccabee en cuerdas y coros, Devin Hoff en contrabajo y Corey Fogel en batería. No se lo pierdan.




      

domingo, 4 de septiembre de 2016

Nick Cave & The Bad Seeds: Jesus Alone


Se comparte el video oficial del tema Jesus Alone, adelanto y primer track de Skeleton Tree, decimosexto álbum de estudio de Nick Cave & The Bad Seeds que se edita el próximo 9 de septiembre. El video es un fragmento del documental sobre la banda One More Time With Feeling (clickear para ver el tráiler), film en blanco y negro en el que el director neozelandés Andrew Dominik vuelve a trabajar con Nick Cave y Warren Ellis y cuyas versiones en 2 D y 3 D se proyectarán el próximo jueves (un día antes de la salida del disco) en aproximadamente 700 salas alrededor del mundo.


domingo, 7 de agosto de 2016

Convertido en alguien

Había esperado mucho tiempo la oportunidad de convertirse en alguien, y desoyendo el consejo de su esposa, aceptó finalmente el empleo que su hermano le propuso en la sucursal de la empresa donde el ofertante, había sido nombrado gerente regional hacía tres años. Eran épocas duras, e intuía que la proposición de su único hermano de ocupar ese cargo en particular, conllevaría tener que cumplir con la misión enojosa de despedir a un número importante de operarios y empleados administrativos. Se había abierto indiscriminadamente la importación tras el desembarco de la nueva administración política del país, sin embargo, se le había garantizado que un nuevo y más reducido muestrario de artículos fabricados por la planta ―radicada en la ciudad desde hacía nueve años­― podría seguir siendo colocado, pero en una franja del mercado vernáculo bastante más pequeña. Así y todo, aceptó el desafío, encaró la purga, y en el breve plazo de cuatro meses y tres semanas, esa filial de la firma, pasó de tener noventa y tres trabajadores a contar con tan solo sesenta y seis.
Mientras en la empresa se aplaudían los desahucios que iban siendo decididos y comunicados por él, vino la esperable separación de Carolina, dadas las insalvables diferencias, no solo fundadas en el nuevo arraigo, ya que en rigor de verdad, los contrastes venían acrecentándose desde hacía ya un par de años, necesitando de un detonante incluso menor que la aceptación del controvertido empleo, para provocar el anunciado desenlace. Y en bastante buenos términos, tras nueve años de matrimonio y valiéndose del allanamiento diligencial que representaba la ausencia de descendientes, iniciaron los trámites de divorcio y se desearon suerte el uno al otro en sus nuevas vidas.
La nueva coyuntura de él, conllevó el imperativo de asumir los usos del ámbito al que siempre había aspirado y al que ahora la fortuna le hacía el obsequio de pertenecer, y si a alguien le cupiese alguna duda, el afianzamiento y la repetición de algunas ceremonias cotidianas, sumados a la adquisición de bienes de consideración imprescindible para el desenvolvimiento en su nuevo círculo de relaciones, obrarían como factor apuntalador: renovación casi completa de vestuario, auto nuevo, cambio de gimnasio, cambio de prepaga y médico de cabecera, una novia de veintinueve años ―es decir, doce menor que él, además de linda, y hasta entonces, poseedora de una discreta elegancia y una solapada proclividad por toda postura interpeladora―, alquiler de departamento de soltero en el edificio más vanguardista de la ciudad, reuniones eventuales en algún after office y comparecencia cien por ciento a los almuerzos de trabajo celebrados dos o tres veces por semana, casi siempre en el mismo restaurante del embotellado centro. Pero el tránsito no era problema para Jaime, el maestro del volante que seguía enrolado en la hueste de la empresa como único chofer de plena disponibilidad.        
―¡Qué calor! Vamos a “Victoria’s” Jaime. ¿Soy el único que llevás hoy?
―El resto iba en el coche de su hermano señor, creo que ya están allá… Está más delgado usted.
―Y…, la nueva vida, te habrás enterado, esa mina es un verdadero infierno.
―Y sí, ahora que somos menos, las cosas circulan más rápido que antes. La chica de administración. Rocío ¿no?
―Rocío, Rocío que me está retrotrayendo a una década atrás. Si no fuera por el pelo, que últimamente se está cayendo con más ahínco que nunca, me sentiría un pendejo. Pero a no desesperar, voy a ir a consultar al centro ese que está en Nueva Alianza al 3400, me lo recomendó uno de los pibes de depósito cuando le saqué el tema, antes de que lo despidiésemos, jaja, por ahí sospechando que se le venía la noche. Manotazo de ahogado. Pero le va a ir bien, en estos días se le acreditaba la indemnización a la tanda suya, la última; me contaron que se mudan a Córdoba con la señora. 
―Ojalá les vaya bien, está bravo ahora. Respecto de lo del pelo señor, conozco el lugar que me dice. Mi hermano se atendió ahí y recuperó bastante cabello. Después le implantaron otro tanto. Anda bien. Igual nunca queda como si las langostas no hubiesen pasado, por ponerlo de alguna manera. Además, hay que seguir un tratamiento médico, y en eso son bastante estrictos ahí, o la venden así para hacer su negocio, Dios sabe.  
―Por lo visto vos no heredaste los mismos genes que tu hermano, pasaste ya los sesenta y ni entradas tenés Jaime.
―¿Y quién le dijo eso? Lo que pasa es que yo recurrí a otra cosa, pero para eso hace falta creer.
―¿Creer? No me vas a venir ahora con la iglesia esa a la que me dijiste que estás yendo. Perdoná si te ofendo.
―No señor, no me ofende para nada, pero no es la Iglesia. Esto fue a los treinta y cinco, cuando en lo espiritual iba por muy mal camino, pero el cabello me lo salvó Romilda, a ella se lo debo.
Hasta ese momento, no había sido propenso a ese tipo de tentativas, pero el fragor de esos días, y el hacer lugar a la posibilidad de obtener una solución sin bemoles ni peros respecto de lo que se había transformado en una real obsesión, lo llevó a aceptar el número que le ofreció el solícito chofer, e hizo al día siguiente el llamado. La voz que contestó del otro lado, le recordó a la de una vecina del barrio donde vivía cuando niño, una voz de mujer que encajaba casi perfectamente en la caracterización de lo que para su fallecida abuela era una “señorona”: mayor de sesenta años, complexión física robusta, pero a la vez enérgica, imperturbable, segura de sí, hincapié en las eses de su arenga, y una forma de responder a las preguntas que daba la impresión de encontrarse ante alguien con muchas más certezas que dudas. Sin embargo, el canon de su voz, era roto en ciertos pasajes en los que la mujer intentaba darle énfasis a algunas palabras que se leían como capitales dentro de su alocución, abandonando después, gradualmente, ese tono y ese timbre de su pronunciación, ciertamente turbadores, para recuperar la más tranquilizadora tesitura predominante. Se acordó la dirección, la hora y una suma que representaba el quince por ciento del sueldo que percibía el interesado, y que debía ser entregada en efectivo. Poco se habló del procedimiento, que según Romilda, no había revelado en las décadas que ella llevaba aplicándolo, un solo yerro ni efectos indeseados.

Ya debe ser primavera. A esta altura, me es familiar todo lo que sucede en torno a mí en esta parte del camino. La escucha ya no es mi fuerte. Parece ser que el proceso se ha servido de eso, entre otras cosas, para fortalecer los nuevos prodigios que ha dado mi cuerpo. Pero veo. Eso sí que puedo hacerlo. Observo cada día los detalles de todo lo que se suscita alrededor de la peregrinación que comienza en su casa. ¿La nuestra, podría decirse actualmente? El gordo Fabio ahora ha tenido que adecuarse a las circunstancias y vestirse con un grado menos evidente de incuria. No puede pedírsele mucho, por lo que pude escuchar, cuando podía hacerlo, cuando los preparativos de esta empresa de resonancia mundial se iban gestando en la casa de mi artífice. Como todo principio fue oscuro, parece ser una regla general, no lo sé, pienso en el Big Bang y no lo imagino sino encandilador; pero he escuchado por ahí que en el principio todo fue oscuridad, o algo por el estilo. Los días pasaban y yo en un colchón ruinoso en ese lugar oscuro, oscuro, cuyo olor, cuyos humos, me eran ya familiares. Ella no se dejaba ver, pero yo la escuchaba cantar todo el día. Recuerden que yo escuchaba. Eso sí, en meses todo se está haciendo silencio. La voz la perdí de inmediato, se la llevó la piña que recibí a traición, o vaya uno a saber qué se la puede haber llevado en ese entonces. Pero la nueva cualidad de mi cuerpo, y en relación a la cual toda esta romería se sostiene, ¡vaya si puedo sentirla!, es como la vibración de algo mecánico que hubiese sido incrustado entre mi estómago y mi pecho y que la hace brotar permanentemente, puedo verlo, nunca para de brotar, como un manantial milagroso del cual todos los convocados toman su parte. Me creí secuestrado hasta que mamá y papá vinieron a verme. Ella los convenció con su sagaz elocuencia. Luego vinieron los otros, mis otros, me miraron con ternura y después partieron. Y yo sin poder gritarles, las manos pegadas a las rodillas, la cara como un bollo de masilla que ella esculpía a la distancia. Sigue haciéndolo, salvo cuando solo Fabio es testigo de mi presencia y yo no trato de gritarle al mundo mi verdad. Se ríen de mí, de esta creciente incapacidad de la cual se alimenta su maravilla; me obligan a tomar algo que me sabe a leche condensada. Creo que si no lo tomara, todo el negocio se iría al demonio. Pero ¿cómo negarme si es lo que recibo como único alimento, lo que calma mi hambre y mi sed? Si algo desearía en este instante es volver a tomar un vaso de agua. Veo pasar a los vendedores ambulantes con bebidas para la feligresía ávida del milagro que emana de mí. Odio toda la mugre que afea el paisaje, cuando mi humanidad, si así puede seguir llamándosele, comienza su camino de regreso al encierro desde el cual ellos, planean en secreto los detalles de mi próxima salida a escena.     

La tarde de la cita fue calurosísima, un calor anormal para la época, para esa zona del país y que venía sosteniéndose desde hacía más de una semana. Llegó con cinco minutos de retraso a la casa del alejado suburbio, calle de tierra, sobrepasando unas quince cuadras la avenida de circunvalación, explanada que de manera implícita, representaba el límite geográfico entre dos universos urbanos regidos por realidades, aspiraciones y códigos de pertenencia muy diferentes. Tras la zanja de la vereda de enfrente, un grupo de adolescentes tomaban cerveza al lado de un kiosco de ventana y observaban minuciosamente su desembarco en esa región para él ignota de la ciudad. Uno de ellos, le ofreció cuidar el lujoso coche y él, con la sonrisa de un extranjero que intenta arribar con el pie derecho a un país desconocido y potencialmente hostil, le entregó cien pesos por adelantado y cruzó a la dirección indicada para llamar anunciando su llegada. “Entre por el portón amigo, está abierto”, gritó desde enfrente el contratado para vigilar el rumboso vehículo. Mientras él transitaba medroso la trotadora cubierta por una parra, Romilda abrió la puerta que daba al lugar: “habíamos quedado a las cinco si no me equivoco.” “Disculpe señora, el turismo, fin de temporada y el tránsito no disminuye.” La mujer resultó cuadrar en gran medida con la imagen con que había especulado, basándose en la impresión telefónica: alrededor de setenta años, unos centímetros más baja que él, aproximadamente ciento veinte kilos de peso, ojos escudriñadores, pelo negro azabache con permanente y un batón verde con rayas blancas ceñido al gigantesco cuerpo. Ya en el interior de la vivienda, hablaron someramente sobre el calor, él entregó el dinero, Romilda lo llevó hasta un dormitorio que daba al pequeño living, regresó en un lapso de tiempo en el que hubiese sido imposible verificar una suma tal, y le indicó que de ahí en más, no debía pronunciar una sola palabra; “solo siga todas mis indicaciones”, ordenó, asegurándole (inflexión grave y rasgada de la voz mediante, la mirada fija en su ansioso “paciente”) que todo saldría bien. Atravesaron una amplia cocina que lindaba con el recinto donde se había mantenido la breve conversación, salieron de la casa, cruzaron un pequeño patio de baldosas ardientes y entraron a una construcción con techo de chapa en la cual el calor era agobiante. “Siéntese acá”, dijo Romilda, indicando una silla ubicada en el centro del lugar, junto a una pequeña mesa de madera con su barniz descascarado. La mujer se dirigió a una estantería, enfrentada a él, y tomó un gran frasco rotulado con la palabra “Paraguay” en una etiqueta blanca con letras negras. El envase contenía pequeños trozos de lo que parecía la corteza de alguna especie de árbol.
Le pareció que la percepción del paso de los minutos, había empezado a modificarse. Lo atribuyó al insoportable calor del lugar. Mientras tanto, las letanías pronunciadas por el palmario modelo de señorona, sobre una gran bandeja de loza en la que había sido dispuesto la mitad del contenido del frasco, recreaban el tono inquietante que él había escuchado por primera vez el día anterior por teléfono. Romilda no emitió una sola palabra inteligible durante la seguidilla de sonidos eructados con su voz macabra. El paciente, observaba la escena desde menos de un metro de distancia, ya que la bandeja descansaba sobre la mesa a la que se le había ordenado sentarse. Él perdió la noción de cuánto tiempo llevaba sentado en ese sitio. No pudo evitar cerrar los ojos. Cuando los abrió, ella regresaba del patio con una bolsa de tela cuyo contenido se movía. Sacó el primer gorrión, tomándolo de manera que no pudiese mover las alas. Lo miró fijamente, acción tras la cual el ave quedó inmóvil, abriendo y cerrando los ojos como única señal de vida. Lo envolvió en un retal de seda azul que sacó de un bolsillo lateral de su batón, lo depositó sobre la corteza volcada anteriormente en la bandeja, e hizo lo propio con los otros cinco pájaros que fue extrayendo de la bolsa. La señorona siguió salmodiando con los ojos entrecerrados a su público inmutable. Él nunca había escuchado una polifonía articulada por una sola persona, eso lo despabiló. Una orden implícita en el tétrico y disonante cántico, lo obligó a levantarse y traer una botella del estante desde el cual había sido retirado el frasco. La depositó sobre la mesa, Romilda la levantó, verificó el contenido, bebió un sorbo y luego, con la boca, esparció una buena parte de la especie sobre los gorriones arropados, inmóviles. Retiró una brizna embebida, la prendió fuego con un encendedor que extrajo de su corpiño, la devolvió a su lugar y retomó su canto. Cuando el forzado auditorio acabó de arder, la tenebrosa sacerdotisa fue haciendo silencio paulatinamente, fue hasta un piletón, embebió un paño blanco de algodón en agua, lo escurrió parcialmente y volvió para tapar con él la bandeja humeante. “Venga mañana a la misma hora”, ordenó de manera concluyente en lo que para él, fue una invitación a retirarse, sin más.
A pesar de la inevitable y tardía siesta, logró despertarse a tiempo para bañarse, vestirse, pasar a buscar a Rocío y llevarla a cenar a la hora en que habían convenido.
―¡Qué calor que hace acá! ¿No prenden el aire con lo que uno les deja en una cena?
―Ahora les digo; igual no te preocupes que la cena la pago yo.
―Me cae como el culo lo que me decís. Si querés me llevás a un lugar más baratito, para gente de mi palo.
―Disculpame, no quería referirte lo que interpretaste, pero no estoy para justificaciones hoy…
―Tu hermano estaba más cabrón que lo habitual esta tarde, ¿será porque no fuiste a laburar?
―Tal vez. Igual avisé hace tres días que hoy me tomaba la tarde.
―Prerrogativas de cúpula.
―Uh, ¿venimos otra vez de zurda?
―Simple y franca observación. ¿Te atendió a horario el odontólogo?
―Se retrasó un poco, pero la buena noticia es que en una visita más terminamos por este año.
―Esto está crudo.
―Es la idea, igual, técnicamente no, el ácido de la lima lo cuece, a su manera por supuesto. Dejá de dar vueltas que son casi las mejores vieiras que comí en mi vida, exceptuando las de Chiclayo.
―¿Luna de miel con Carolina? Me voy a poner celosa.
―Es casi una constante en las minas, escenas de celo hasta respecto del pasado del que no fueron parte. Debería probar relacionarme con un tipo. Hasta tenés la ventaja de que el placard se multiplique por dos si tenés el mismo talle que él, como dice Seinfeld.
―Odio el humor de ese tipo, nunca me gustó.
―No me extraña para nada.
―Falta que me digas que el único motivo por el cual te relacionás conmigo es para cojer.
―Bueno, fuera de eso no la hemos pasado muy bien hasta ahora ¿no? Te llevo doce años e igual advierto que en algunas cuestiones, demasiadas para mi gusto, concebís la vida con la lógica de una tía romántica. ¿En qué mundo te creés que estamos? ¿No viste lo que pasó en la empresa? Pragmatismo a full nena. Son los aires de los tiempos que corren. Y si no te va como soy, te levantás y te vas a casita. Quedate tranquila que de la purga ya zafaste; no necesitás caretear conmigo.
―…
―Ah, y obviamente el viaje lo pago yo, …, para variar.
―¡No hace falta pelotudo! Algo de plata me queda a esta altura del mes. Febrero es cortito. Ah, y el lunes a más tardar, renuncio a ese laburo de mierda, por si te preocupa lo del careteo. Me tienen harta vos y el nazi de tu hermano, atormentando a todo el mundo, generando disputas internas, exprimiéndole la moral a los empleados y empecinándose en motorizar una fábrica de amoblamiento premium para cocinas en un país drenado de guita. Y ya que me hablaste de celos, no la conozco a tu ex, pero la verdad es que si trató de impedir que te volvieras esto, como me contaste la primera vez que salimos, no debe ser mala mina.
―¿Qué bicho te picó? ¿Estuviste hablando de nuevo con el delegadito ese? ¿Te estuvo llenando la cabeza? ¿No sabías quién era yo cuando salimos por primera vez?
―Es que te supiste vender como otra cosa al principio, y te creí, como una boluda. Y por otro lado sí, tengo mis contradicciones, como toda persona. Por eso no te mandé antes al carajo. Pero también tengo mis límites, …, así que deshago ahora mismo mi pacto con el diablo, me cueste lo que me cueste.
―Uh, qué justicialista suena lo de las contradicciones. Ahora hablame de redistribución y de justicia social y llenamos cartón.
―Andá a la puta madre que te parió.
Durante la noche, el clima había cambiado radicalmente, y esa mañana de sábado, de la ola de calor no quedaba más rastro que el de la lluvia y los estragos del viento, que habían empujado el bochorno hacia regiones más septentrionales. La ansiedad por que llegue la hora de repetir la visita a casa de Romilda, hizo discurrir la mañana en su despacho con una lentitud exasperante. Le llegó por boca de su hermano la noticia de la renuncia de Rocío. Se alegró al escuchar la novedad. Había sido genuina su falta de interés por retener a la chica la noche anterior. Desde que había dejado aflorar su en otras épocas reprimida inclinación por tal grado de utilitarismo, no reparaba en lo despiadado de sus formas para con los demás, y disfrutaba incluso de los efectos que suelen suscitarse cuando en las relaciones humanas, se aplica determinado tipo de proceder sin contemplación alguna. Incluso en relación con sus asuntos personales, consideraba cada meta alcanzada como el resultado de la autoimposición de tácticas salvajes, y hasta el punto en que se encontraba, no podía ver todo aquello de otro modo que como la única vía para volverse el hombre de éxito que en cierto grado sentía ser. Por su parte, el ámbito cerrado y circular dentro del cual se desarrollaban sus días (exceptuando la intrusión de elementos indeseados pero fáciles de desplazar, como Rocío), no hacía otra cosa que reforzar las ideas que había puesto en práctica con un impulso y una crudeza descarnados.
La segunda visita al extraño lugar de los suburbios que había conocido el día anterior, fue mucho más rápida de lo que esperaba. Un hombre obeso, de unos cincuenta años, en camiseta sin mangas, luciendo una malla manchada con restos de comida, abrió la misma puerta por la que en la calurosa tarde anterior había hecho su aparición Romilda y le entregó un frasco con gotero, lleno de un líquido cuya densidad y color no lograban advertirse, dada la oscuridad del vidrio: “acá le dejó anotado cómo tiene que tomarlo.” Y cerró bruscamente la puerta sin darle tiempo a preguntar nada.
Tomar cuatro gotas con el desayuno, cinco con el almuerzo, seis con la merienda y siete con la cena.
Romilda,
leyó en el papel arrugado escrito con letra manuscrita, pueril; se encontraba en el interior del auto, estacionado en el mismo sitio que la tarde anterior.    
Pocas veces había sentido tal sensación de abandono. Por unos instantes, especuló con llamar a Carolina, después, con ir a casa de sus padres, a los que no veía desde hacía más de un mes; pensó que estaba a tiempo de recuperar su controvertido vínculo con Rocío. Una vez descartada esa nómina de relaciones, pensó en las personas a las que no lo vinculaba otra cosa que los asuntos de trabajo. Y en última instancia, recordó que tenía un hermano, su presente benefactor, respecto de quien, una parte de él, nunca había dejado de desear volverse su ersatz (a pesar de ser el emulado dos años menor), detestándolo ahora más que nunca con la parte restante, aferrándose a un enredo de motivaciones imposibles de individualizar, obrando en la forma en que habían inflexionado casi toda su vida: enlazadas, cohesionadas, como una sinérgica usina de rabia en su instancia más substancial e indecodificable.

Parece que este que viene acá tiene con qué. Cómo se llena de rápido la canasta. De todos modos, ella debe habérselas ingeniado para recibir la guita grande de manera más decorosa. El gordo Fabio hace subir al tipo con esos visajes de adulación que ahora detesto. Reconozco que en algunas oportunidades debo haber compuesto una cara semejante, cuando mis rasgos eran tan otros. Sé que cambiaron tanto, lo sé porque cuando me arropan, me ponen frente a un espejo para acicalarme y peinar el milagro que crece, no para de crecer. Me refería a este que está subiendo a llevarse su parte. Fabio siempre le corta un pedazo más grande. La de la silla de ruedas, allá, allá abajo, debe ser su hija. Me mira desde esa cárcel en que ha quedado atrapada su pobre almita, con ese anhelo que retienen los jóvenes a quienes la vida les viene siendo esquiva, y en este caso, vaya a saber uno desde hace cuántos años. Debo ser su última esperanza. El sol de la mañana, otro protagonista casi excluyente, debe tener que ver con el proceso. El acoplado que hace las veces de altar es estacionado al costado de la ruta y a mí me ubican siempre mirando al este, bien temprano, a la mañana. De ahí en más comienza todo. Todos vienen a por lo mismo, a tomar lo que yo puedo darles. Ahí llega el Trío Polenta, les puse así por la pinta de miserables, muertos de hambre con cara de esforzarse por hacer la diferencia con el montón: papá setentón, desvencijado, barba de pobre, calva salpicada de rugosidades marrones, negras, en forma de huevo; mamá, matriarca despótica, un par de años menor, pelo largo blanco, recogido seguramente con movimientos de autómata, cara de vieja fanática religiosa; y una hija de unos cuarenta años con claras señales de no haber sido agraciada por fluido masculino o femenino alguno en su vida. Estoy seguro de que se llevan su pedazo a la espera del milagroso hallazgo de un novio para la célibe forzada, contrariada por el descuido de Dios. Simulan llegar con su orgullo incólume, cada uno en su bicicleta, fingiendo no ser parte de la grey de caníbales que me devora casi a diario. Madre e hija suben al atrio y depositan sus migajas de ratas hambrientas, conservando la esperanza en que Dios o algo con sentido exista y se acuerde de ellas. Mamá le entrega a la desahuciada hija, pecosa, rasgos de niña diabólica, con ese detestable pelo rizado recogido, especuladores, maliciosos ojos celestes; le entrega la gavillita que recorta el gordo para ella, y ella se va soñando con que su príncipe azul llegue a ponerle fin a una soledad que le debe estar incendiando las vísceras, mientras en casita, escucha lejana la insidiosa y calculadora voz de mami, planificando un día más de desagradable y pueblerina domesticidad. Me repugna la simpleza cuando es fingida: ¡losers yéndola de seres monásticos para ocultar su impericia en su lucha por ganarse un espacio en el mundo! Pero pasando a algo más elegante, entre mis habituales confiscadores, el que más simpático me resulta es un tipo sesentón y solitario con pinta de viajante de comercio, o algo así. El pobre debe estar desocupado. Si merecerá las mercedes de alguien que ha militado a pata y sable en mi antigua nata. Le deseo lo mejor. Al resto, un ejército de dragones que los rodee y haga arder la leña de su alelada esperanza.          

Decidió empezar con el tratamiento en el desayuno del domingo. Fuera de un ínfimo dejo dulzón, las gotas eran insípidas. No salió de su departamento de soltero en todo el día en el que, por lo que se veía desde la ventana de su habitación, el otoño parecía seguir empecinado en adelantarse, con un cielo en el que las nubes, frías, grises, pesadas, avanzaban hacia el norte, descargando de tanto en tanto una brevísima llovizna que parecía no llegar siquiera a mojar mínimamente la vereda. El amable sonido de los modernos ascensores casi no se escuchaba. Como casi todos los domingos, parecía que todo el mundo se había fugado del edificio. Él, ansioso en parte por la expectativa, pero sobre todo, debido a la sensación de orfandad ante el desatino de Romilda de dejar en manos de ese ramplón intermediario la entrega del líquido milagroso, deambulaba dentro de los límites de esos cincuenta y siete metros cuadrados, haciendo crujir el piso flotante, inventándose razones para ir de acá para allá que no ameritaban mover un párpado, reprochándose a cada instante el haber sido menos estratega con Rocío. Venía pensando desde hacía un tiempo, que la palabra estrategia la había emulado inconscientemente de las arengas de su hermano, hecho que aborrecía, pero ningún término equivalente de los que aparecían en el diccionario de sinónimos, antónimos y parónimos que abrió al atardecer (único libro que había consultado en meses) cuadraba tanto con la sensación de realización que experimentaba cuando evaluaba en su presente, los logros que atribuía a esa escrupulosa planificación con que obraba desde antes de su divorcio de Carolina.
En el departamento había suficiente acopio de alimentos para la cena. Mientras una pizza de muzarella prehecha se calentaba en el horno, empezó a tomar la segunda botella de cerveza de la noche, mirando el comienzo del clásico Racing-Independiente. Comió dos porciones generosas de pizza y se reservó una cuota de hambre para una porción de lemon pie que llevaba dos días en la heladera. Roció el postre con un pote entero de crema de leche y se lo comió en el entretiempo. El partido terminó, el sueño no venía y decidió emborracharse con un pisco peruano que le había regalado Rocío hacía unas semanas. Al recordarla, no pudo evitar reprocharse nuevamente haberse deshecho de quien en ese momento, hubiese podido estar acompañándolo y haciendo que la noche no fuese el fiasco que le parecía ser. A pesar de su beodez, no había olvidado tomar antes del postre las siete gotas del brebaje prescripto por Romilda. “Cuatro, cinco, seis, siete”, se repetía riéndose estruendosamente en la silenciosa soledad de la noche de domingo, intentando expresar en el carácter de la carcajada, la sensación de absurdo ante todo lo que había pasado en esos días extraños. Fue hasta el baño, se miró las entradas en el espejo, se rascó la barbilla y la mejilla derecha sin dejar de observarse (le picaban mucho) y se fue a dormir semivestido, como había pasado todo el día, con el televisor del dormitorio encendido, sintonizando un canal de noticias de cable.
A media mañana de ese lunes, cuando entró su secretaria a entregarle el informe de una consultora recién impreso, se encontraba pensando que la pasada noche había sido incómodamente singular. Se había levantado varias veces a orinar, cosa infrecuente en él, recordaba haberse rascado la cara semidormido, había tenido reflujo y estaba seguro de haber soñado con Romilda sin recordar las escenas del sueño. De todos modos, cada vez que había en esas horas recordado a la señorona, había sentido un rechazo visceral por todo lo vivido en esos días, y sobre todo por haber seguido el consejo de Jaime de optar por un tratamiento tan peregrino para su no tan incipiente calvicie. 
―Dejámelos ahí nomás Carina. Los voy a leer a la tarde.
―Cómo no señor. Mmm… Disculpe que lo interrumpa.
―Decime. Sentate.
―Gracias… Anda circulando el rumor de que se viene otra tanda de despidos. ¿Es verdad eso?
―Por ahora, que yo sepa no. De todas maneras, sabés que yo no tomo esas decisiones. Simplemente se me da la orden y ejecuto. Sabés que lo mío es acomodar la nómina de personal que me piden en base a la implementación de la ecuación i v p.
―Imprescindibles versus prescindibles.
―Estás aprendiendo, jejej. Tenés chances de llegar lejos con el coaching que te está haciendo gratarola tu jefe.
―Gracias señor; lo que pasa es que nos preocupa porque con mi marido estamos al cerrar un crédito en el Banco Hipotecario, para construir, pero con su sueldo solo, nos sería prácticamente imposible afrontar la cuota.
―Te soy sincero Cari, rajo a cualquiera de acá, pero sin secretaria no me quedo ni en pedo. Así que concrétenlo nomás, que además, respecto tuyo no tengo nada que objetar.
―No sabe la alegría que me da señor.
―Andá nomás, ah, buscá a alguien de maestranza que tiré el café a la mierda y no me puedo concentrar con el piso en estas condiciones. Hoy en mi departamento se me cayó un frasco de perfume al piso y la notebook al rato de la primera cagada, con el café ya es la tercera del día.  
―No se preocupe señor. Pasan esas cosas. Nos estamos dejando la barba parece. Le queda bien.
―¿La barba? ―se tocó la mejilla derecha y comprobó que tenía la barba de un largo de por lo menos tres días―. Uh, …, andá nomás…
Podía llegar a pagarse muy cara la deserción de almorzar en “Victoria´s”, pero la confusión pudo más que el sentido de pertenencia (o su fingimiento) a la camarilla gerencial. Desde que había corroborado la observación que le hiciera Carina, había tratado en un principio de reconstruir su primera mañana en el departamento, pero los únicos hechos que lograba recordar con claridad, eran la rotura del frasco de perfume y la caída de la notebook. Si había desayunado y tomado las gotas, si se había duchado, si se había afeitado o no, eran verdaderos misterios, al menos desde lo que lograba desandar en ese momento de turbación. Por otro lado, las náuseas de la mal dormida noche, habían vuelto y acabaron con un vómito en el baño del despacho, seguido de su comunicación a Carina de que se retiraba a su domicilio. Cuando llegó al edificio, volvió a vomitar, en el ascensor, y cuando llegó hasta el baño del departamento para limpiarse, vio que su barba tenía el largo de la de un náufrago de un par de semanas sin ser rescatado. Intentó comunicarse con Romilda, pero nadie contestó. Trató de ponerse en contacto con Jaime, y al no ser atendido, especuló con que podía tratarse de que el grupo, como había ocurrido antes, de sobremesa en el almuerzo, había invitado al chofer a bajar del coche y tomarse un café, y que dado el alboroto del lugar a esa hora pico, el llamado del celular no había sido escuchado por nadie. Eso había pasado ya un par de veces, trataba de repetírselo, repasaba las escenas, para mitigar la taquicardia que le provocaba la sensación de abandono. Pensó en Rocío, pero su orgullo pudo más que su necesidad de compañía. Miró hacia su pecho y la terminación de la barba ya podía observarse sin necesidad de un espejo. “Las gotas de mierda, las gotas del orto de esa gorda yegua” pensó. Las pulsaciones aumentaron. Sentía que el corazón golpeaba de forma muy violenta, y al reparar en eso, retroalimentaba su sentimiento de desesperación y desamparo, con el consiguiente recrudecimiento de la taquicardia. Pensó en llamar al personal de seguridad del edificio para que pidiesen una ambulancia, pero recordó que la única vez que eso había ocurrido en el lugar, el destinatario había fallecido debido a la tardanza. Logró calmarse, o convencerse de que estaba en tren de lograrlo, al menos en cierta medida. Los ascensores no respondían a su llamado. Bajó los cinco pisos por las escaleras, entró a la cochera y salió a toda marcha hacia la casa de la señorona. No le quedaban dudas de que las malditas gotas eran las responsables de toda esa calamidad. Iba dispuesto a sonsacar la fórmula de la forma que fuese, necesitaba tal información para que lo atendieran en la guardia de la clínica en base a algo que le diese un viso de lógica a la barrabasada de la que se seguía sintiendo corresponsable por escuchar el consejo de Jaime, tan propenso él a supercherías de toda índole, y por haberse prestado a la absurda ceremonia en que lo embarcó Romilda en aquel lugar siniestro. No podía dejar de pensar en los pájaros, en esos cuerpitos inmóviles, envueltos en aquellos retales de seda azul, en sus ojos, atónitos, expresando el terror ante la inminencia de lo que indudablemente percibían que era su fatal y próximo destino. Estacionó el auto en el mismo sitio que las dos veces anteriores. Una voz cuyo timbre y tono agudo reconoció, le volvió a ofrecer los servicios de vigilancia del vehículo, oferta a la cual no respondió. Entró por el portón, lo cerró con la intención de que su enojo se hiciera evidente. Gritaba con furia el nombre de la curandera, pateaba la puerta, nadie salía de la casa. Desde el lugar en que se encontraba podía verse la parte delantera de su auto, con dos adolescentes sentados sobre el capó, tomando cerveza y riéndose del espectáculo que él estaba dando. Corría por la trotadora para reprender a los zumbones usurpadores, arrepentido de no haber obrado conforme su atávico rechazo y de haberse comportado amigablemente en su primer desembarco al barrio, cuando por detrás, alguien descalzo, vistiendo malla y camiseta sin mangas, lo golpeó en la nuca, haciéndolo caer desvanecido al húmedo y agrietado piso de portland con olor a lavandina.         

Ahí están mamá y papá. Los trajo ese otro engendro portador de su sangre, mi antiguo y benigno cáncer. Seguramente, se encuentran agradeciéndole una vez más a la pertinaz Romilda el haberme rescatado del abismo en que me habrán creído perdido. Creo que nunca van a enterarse de que yo soy el opus magnum en su epítome de nigromante. Ahora, se acuerdan de mí más asiduamente de lo que lo hacían cuando yo era el hombre que ya no soy. Deben enorgullecerse de haber portado las semillas de esta celebridad que hoy se encuentra brindando a los desesperados sus mejores flores. ¿Qué habrá sido de Carolina? El gordo Fabio está recuperando su pésimo desaliño. Huelo su falta de aseo a diario. Me remite al momento en que me entregó el gotero con las instrucciones anotadas por su madre; recuerdo también su golpe a traición, hecho que marcó el comienzo de mi martirio. El disoluto vástago de Romilda acaba de cortar un manojito de mi barba milagrosa y se lo está entregando a un paisano con aspecto de niño viejo, pánico cerval en los ojos; ahí se va, esperanzado, amuleto en mano, acaso con la ilusión de que aparezca una compañera para mitigar su perentoria soledad. Han venido no pocos a indagar sobre el milagro, pero la titiritera, de la misma manera que moldea mis acogedores rasgos de santidad, ha obrado a la distancia para que mis súplicas se transformen en muecas de repulsa. Evidentemente el negocio ya no depende de las formas, debido a que el fondo, o sea yo, mejor dicho esta maldita barba que no para de crecer y de la cual todos toman su parte en pos del milagro por venir, alcanza para congregar el gentío que se aglutina cada vez que mis restos son izados acá, al acoplado del camión que maneja Jaime, mi Judas. El sol de esta supuesta primavera me da en la espalda. Los días en que como hoy, la brisa marina refresca mi cara, mi permanencia en este itinerante atrio se hace menos tortuosa. He perdido mi capacidad de calcular el tiempo, sobre todo, a partir del mediodía; desde ese punto, el sol se hace invisible para mí y ataca por la retaguardia en estas jornadas que se van prolongando progresivamente.
Mucho tiempo esperé convertirme en alguien, y de  algún modo, ahora lo soy. 


domingo, 17 de julio de 2016

El buen amigo gigante, de Steven Spielberg



La última entrega de Spielberg, es una apelación a lo clásico en muchos sentidos. Adaptación del libro de Roald Dahl por Melissa Mathison, la recientemente fallecida guionista de E. T., El buen amigo gigante es un homenaje a los anhelos no abandonados y a la ficción como artífice y promotora de sueños.   

Son pocos los cineastas que pueden ejercer un clasicismo en relación con su propia obra. Steven Spielberg, como esos no tantos artistas creadores de un universo propio, ha construido su orbe en base a esas obsesiones narrativas que cifran una filmografía de más de cuatro décadas. Uno de los claros tópicos spielbergeanos, es el del personaje desamparado, solo y en tránsito desde la incomprensión de los demás a la fase redentora de establecer una comunicación con algún tipo de aliado. No solo el Elliott de E. T. (1982) experimenta una soledad que encuentra la compañía y complicidad de su amigo extraterrestre, también el personaje interpretado por Richard Dreyfuss en Close encounters of the third kind (1977) padece un aislamiento respecto de un entorno humano que no lo comprende, y ni hablar del policía encarnado por Roy Scheider en Tiburón (1975); la lista podría extenderse en ejemplos hasta llegar a la Sophie (Ruby Barnhill) de El buen amigo gigante. La literatura de Roald Dahl (Los gremlins, Charlie y la fábrica de chocolate, Matilda) por su parte, es portadora de sus propios exiliados: Sophie es una niña solitaria e impopular que vive en un lúgubre orfanato londinense, entorno victoriano, que es un claro guiño de arranque (si de clasicismos hablamos) a la literatura de Dickens, de hecho, una de las primeras escenas, muestra a la niña con una linterna (si de Spielberg hablamos) en su cama, leyendo Nicholas Nickleby, libro que será llevado en el viaje que piloteará el bueno de BFG (Mark Rylance) -cuya habilidad es la de inducir sueños para torcer la realidad- hacia una tierra de gigantes, en donde también él es un ser solitario y acicateado por un contexto hostil. Podría decirse que puede ser un golpe bajo la apelación al sueño de alguien que no logra dar con lo suyo, sostenido hasta el punto de su materialización. ¿Quién en algún punto no se siente o se ha sentido alguna vez un niño agobiado por las circunstancias en busca de un gigante que luche por la concreción de sus anhelos? Pero en esta historia, y sin ánimos de revelar cuestiones centrales de la trama, la relación héroe-protegido, maestro-discípulo, no se presenta de la forma en que uno lo puede prever, punto para nada menor y genialmente contado en el film. No obstante, más allá de quién guíe a quién en su búsqueda por encontrar o recobrar lo propio, aquí la apelación a la fe y la no renuncia al ideal fijado es una constante, tema que puede ser interpretado como cursi si la supuesta valentía que conllevase el escepticismo no estuviese sujeta a consideraciones críticas. Si bien Spielberg trabajó sobre tantos temas y arquetipos cinematográficos, acaso le quedaba explorar el de la fantasía animada que Disney convirtió en uno de los logros más grandiosos de la industria, rescatando la narrativa tradicional europea y llevándola al terreno del celuloide; y mucho homenaje y recreación de eso hay en El buen amigo gigante, más allá de no tratarse de una cinta de animación, sino de un mix entre escenarios reales y personajes de carne y hueso, conviviendo con ámbitos y personajes de diseño digital. John Williams vuelve a trabajar con Spielberg, en una musicalización que quizás exhiba ciertos baches en los que la narración pareciera requerir de un soporte musical más contundente para sustentarse y por momentos no decaer. La película está dedicada a su guionista, la recientemente fallecida Melissa Mathison, también guionista de E. T, y tiene su precursora de animación del año 1989 dirigida por Brian Cosgrove y adaptada por John Hambley. Si el cine es, entre otras cosas, la posibilidad de dejarse inducir a un sueño, a veces macabro, otras veces esperanzador, el último trabajo de Spielberg, es un homenaje a ese singular pase mágico al que nos consagramos cada vez que nos sentamos ante a una pantalla, experimento que muchas veces nos ayuda a reparar o reinventar los caminos pendientes de transitar o a encontrar aquellos que probablemente se vayan abriendo en la película de nuestra propia vida.