jueves, 30 de agosto de 2018

Enrique Wernicke: a cincuenta años del fallecimiento del autor de La Ribera...


En la entrada del 2 de julio del año pasado, se publicó en este espacio un repaso de la vida y la obra del multifacético Enrique Wernicke (1915-1968). Clickear aquí para leer la reseña completa publicada en La Frontera. A cincuenta años de su relativamente prematura muerte, ocurrida el 30 de agosto de 1968, se comparte Juan Trapero, uno de los cuentos de Hans Grillo (1940).  


Juan Trapero

  
     Allí está, en la sierra. Flaco, viejo, miserable y rabón. En sus andanzas perdió la cola. ¡Pobre zorro! ¡Tiene mocho el destino! ¡Le han caído todas las pestes sobre el cuerpo! Así pasa siempre. La desgracia nunca viene sola. Ya lo sabe Trapero.
    Era en la Piedra Grande de la sierra. Una noche de octubre. No se veía una sola estrella. Negrura y soledad. En los cañadones corría el viento llamando al frío de las piedras. Jamás conoció noche más perra.
    Pero no siempre la vida fue tan cruel. Alguna vez fue joven y gordo. Alguna vez tuvo un hogar y siete cachorros bayos.
      Ahora, el frío y el hambre. ¡Y la vejez tan hundida en las costillas!
   Juan Trapero desciende entre las peñas buscando en algún valle un poco de comida. Camina arrastrando las patas. Y el viento, entre risas, le tira burlonamente del hocico.
    Pronto está en lo llano. Olfatea el aire. Nada. No encuentra nada. Sigue marchando, ya desorientado. La tristeza de su vejez lo envenena y el frío se le prende de las carnes. Se detiene, vuelve sobre sus pasos y sube entre las pencas y los espinos. Cada vez más triste y más lloroso.
     El cielo se desata. Se abre un nubarrón en relámpagos y truenos, y un chicotazo de lluvia aplasta los pajonales.
    Trapero llega hasta un recodo al pie de la quebrada. Agachado, lamentando sus rengueras, se esconde bajo una piedra. Contra la tierra revuelve su desesperación y su rabia:
     ―¡Maldita vida! ¡Maldito el egoísmo de la gente! ¡Maldita la miseria!
     Siguen la lluvia y el viento. El hambre y el frío le bailan delante.
     Y Trapero se asoma a la quebrada. Desde su altura mira el llano de los campos cerrado por la noche. La lluvia que ha cubierto los montes.
   Y vuelve a mirarse el alma desgraciada. Y grita, para que caigan sus palabras por las piedras, para que se estrellen contra la tierra de abajo. (Los ruegos de los pobres no muerden a ninguno.)
    ―¡Señor! ¡Señor! ¿A qué me tienes aquí? Estoy viejo y pobre. ¡Ayúdame! ¡Ayúdame, que no puedo ver!
     El viento, de pasada, recoge su desdicha y lleva su ruego más allá de la quebrada. Mucho más allá. Hasta un montecito lejano de álamos y sauces, que tiene un arroyo pequeño oculto entre los pastos, con flores, perfumes y paz.
    La lluvia no ha llegado hasta aquel monte. Allí, el viento de la tormenta es apenas una brisa. Y la luna, tan perdida en las sierras, está sobre los sauces y los senderos.
     Es el cielo de los animales.
    Las almas dormitan calladas y felices. Pero el viento trae de la montaña el llanto del zorro trapero. Tan triste y desesperado.
   Despiertan los animales sobresaltados y asoman de sus refugios buscándose. Un gato pregunta:
     ―¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿De quién son esos gritos?
     Contesta un hornero:
     ―¡Un alma que llora!
     Y agrega una urraca: 
     ―¡Un alma que pide!
     ¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos?
     Y un halcón, desde su rama, apacigua el alboroto:
     ―¿No griten! ¡No se asusten! Es el alma de Juan Trapero que nos llama.
     ―¿Quién es Juan Trapero?
     ―Un zorro desgraciado.
     ―¡Pues que venga! ¡Que venga con nosotros!
     Terminaron a gritos. Llamaron a la Muerte y le pidieron que marchara en busca de Trapero. Y la Muerte partió.
     Allá en la sierra, entre el viento y la lluvia, quedaba el zorro. La Muerte llegó oculta por la tormenta. Y guareciéndose en la oscuridad, se acercó sigilosa hasta su alma. Entonces, el cuerpo del viejo zorro cayó rodando entre las piedras. Rebotando, rebotando.
     Siguió la lluvia castigando la sierra. Siguió el viento.
     Pero el alma de Trapero, vestida de plata, entró galopando en aquel monte.


Los Talas, 1936.