Se comparten un repaso de la vida y la obra (por cierto casi indivisibles) de Enrique Wernicke, y Don Lino, uno de sus cuentos de la selección Cuentos, de 1968
Si
bien es cierto que todo listado o enumeración, aunque sean deliberados con el
tiempo suficiente, conllevan una manifiesta arbitrariedad, un riesgo evidente,
no es menos verdadero que quienes conozcan la obra de Enrique Wernicke
(1915-1968), coincidirán en resaltar el hecho de que debería incluírselo en la
larga lista de aquellos escritores a los que no se les ha brindado su merecida
divulgación. En su relativamente corta vida, Wernicke ―además de ejercer
múltiples oficios y vivir un tiempo en la bohemia de París― trabajó
prácticamente todos los géneros literarios. También dejó un diario de mil
cuatrocientas carillas que abarca desde marzo de 1936 a marzo de 1968, diario
que consideraba su obra definitiva y al que tituló Melpómene. Jorge Asís en 1975 hizo una selección de veinte carillas
del diario, que publicó la revista Crisis
(Nº 29). Asimismo homenajeó el autor de Diario
de la Argentina a Wernicke en esa suerte de pieza genial del hibridismo
genérico vernáculo que es Cuaderno del
acostado, nombrándolo como a un escritor a quien le hubiese gustado conocer
personalmente. Guillermo Saccomanno, Gabriel Montergous y Osvaldo Gallone entre
otros, coincidieron también en difundir y homenajear su obra.
Militante
del Partido Comunista o del “partido”, como se le llamaba a ese espacio en esos
tiempos, solitario empedernido, hombre de pocos pero fundamentales amigos, obsesivo
de todo lo tocante con la muerte (esa muerte a veces deseada por sus personajes
y por él mismo), aborrecedor atávico de toda clase de comedimiento, de
convenciones sociales, inventor de personajes que atraviesan un presente en
donde algún tipo de ausencia es acaso el haber más contundente de su realidad
personal, todos estos rasgos suyos pueden rastrearse con mayor claridad a
partir de los cuentos en que es abandonada la impronta fabulesca de los inicios
(Función y muerte en el cine ABC y Hans Grillo, ambos publicados en 1940).
Ya en los cuentos de El señor cisne
(1947) van cobrando mayor relevancia sobre todo los temas del trabajo, de las
economías precarias, del hombre llano, anónimo; y por su parte aparece también de
un modo más persuasivo la naturaleza en contraposición a la escala humana, el
agua de la inundación, como también la pequeñez del hombre ante la eventual
virulencia del destino, precursores de sus dos novelas fundamentales: La ribera (1955) y El agua (1968).
Acaso
en La ribera pueda rastrearse al
Wernicke más puro y autobiográfico, en la vida de ese alter ego del autor,
periodista de mediana edad, con tendencia al alcoholismo, reacio a vincularse
con los círculos culturales de su tiempo, que opta por alejarse de casi todo (incluso
de su esposa e hijo) para instalarse en una precaria casa a orillas del Río de
la Plata, en el Gran Buenos Aires, y dedicarse a fabricar figuras de plomo,
redescubriendo en esa nueva experiencia de vida el amor en el personaje de una
empleada adolescente que trabaja en su taller. En esa novela y en El agua (genial retrato conjetural de la
vejez que Wernicke no vivió, dado que murió a los 53 años) el río aparece como
amenaza, como brazo fundamental del desastre e incluso la muerte, pero también
como oxígeno existencial, como elemento redentor para algunos y aniquilador
para otros, y es ahí donde el veredicto político se hace menos explícito y por
ende más efectivo (la vida de los chicos de familias acomodadas de un colegio
privado ―que no dista mucho de la casa en que vive el personaje principal de La ribera―, cotejada con la dura
realidad de los pobladores ribereños).
Elvio
Gandolfo, en su prólogo a los Cuentos
completos (Ediciones Colihue,
2001) de Wernicke, declara que la fortaleza de su literatura, radica
paradójicamente en los accesos de confianza, seguidos de una desesperante falta
de fe en los que solía caer con frecuencia: “Imposible
describir el entripado que me han provocado los cuentos. Estoy harto, aburrido,
indignado de mis cuentos. Me parecen todos idiotas, afeminados y tontos. Sueño
con hacer una literatura robusta.”, escribía Wernicke. Y escribe Gandolfo al respecto: “Una solidez conseguida paradójicamente a través de ese vaivén, esa
vacilación que va desde la seguridad aplastante a la duda corrosiva sobre su
propio valor, característica de tantos grandes escritores.”
Se
editaron cinco selecciones de cuentos de Enrique Wernicke: Función y muerte en el cine ABC (1940), Hans Grillo (1940), El señor
cisne (1947), Los que se van
(1957) y Cuentos (1968, recopilación realizada
por el propio autor y que incluye algunos trabajos inéditos hasta ese año). Pueden
rastrearse en la actualidad (no sin cierta dificultad) agrupadas en la edición
de Colihue Cuentos completos, como se dijo, prologada por Elvio E. Gandolfo. Si
se observan de manera cronológica, sus cuentos tienden a volverse ―en su
mayoría― cada vez más concisos, pero no menos efectivos, todo lo contrario, da
la impresión de estar ante un narrador que trata de dar más consistencia
argumental a medida que va omitiendo y dejando espacio, en ejercicio de una
suerte de orientalismo rioplatense en el cual se opta por observar desde el
margen, desde la “orilla”, acontecimientos a los cuales se les da su propio
espacio de expresión, confiriéndoles una mínima estructura de significación.
También se advierte un desplazamiento de los escenarios rurales a contextos
urbanos, como el del cuento que se comparte, que pertenece a esa selección
hecha por el escritor poco antes de fallecer.
Don Lino
Llevaba cuarenta años en la empresa. Era el
contador de confianza. Le decían Don Lino, y nadie recordaba que se llamaba
Seferino Picapoti. Don Lino para aquí.
Don Lino para allí.
Murió su mujer, murió su único hijo en un accidente.
Y Don Lino quedó solo, sirviendo a la empresa.
¿Qué pensaba? ¡No importa un carajo! ¿Qué
sentía? ¡No importa otro carajo! ¿Qué vivía? ¡No importa mil carajos! La vida
del país…
Un día ―andando tanto las cosas― le
entregaron un cuaderno negro y le pidieron que lo pusiera “al día”.
Lo abrió en su casa, respetuoso, después de
haber comido en el restaurante, lo estudió, lo estudió bien…
Y en un ataque de locura, rompió el
cuaderno, puteó a los dioses, lloró como un chico, y nunca más volvió a la
empresa. Se emborrachó, lo agarró el cáncer, perdió sus ahorros en las
carreras, fue a la ruleta, se dedicó a las putas…
Camaradas: el detalle no tiene importancia.
Don Lino vive en mi casa. Morirá conmigo.