Había esperado mucho tiempo la oportunidad de
convertirse en alguien, y desoyendo el consejo de su esposa, aceptó finalmente el
empleo que su hermano le propuso en la sucursal de la empresa donde el
ofertante, había sido nombrado gerente regional hacía tres años. Eran épocas
duras, e intuía que la proposición de su único hermano de ocupar ese cargo en
particular, conllevaría tener que cumplir con la misión enojosa de despedir a
un número importante de operarios y empleados administrativos. Se había abierto
indiscriminadamente la importación tras el desembarco de la nueva
administración política del país, sin embargo, se le había garantizado que un
nuevo y más reducido muestrario de artículos fabricados por la planta ―radicada
en la ciudad desde hacía nueve años― podría seguir siendo colocado, pero en
una franja del mercado vernáculo bastante más pequeña. Así y todo, aceptó el
desafío, encaró la purga, y en el breve plazo de cuatro meses y tres semanas, esa
filial de la firma, pasó de tener noventa y tres trabajadores a contar con tan
solo sesenta y seis.
Mientras en la empresa se aplaudían los
desahucios que iban siendo decididos y comunicados por él, vino la esperable
separación de Carolina, dadas las insalvables diferencias, no solo fundadas en
el nuevo arraigo, ya que en rigor de verdad, los contrastes venían acrecentándose
desde hacía ya un par de años, necesitando de un detonante incluso menor que la
aceptación del controvertido empleo, para provocar el anunciado desenlace. Y en
bastante buenos términos, tras nueve años de matrimonio y valiéndose del
allanamiento diligencial que representaba la ausencia de descendientes, iniciaron
los trámites de divorcio y se desearon suerte el uno al otro en sus nuevas
vidas.
La nueva coyuntura de él, conllevó el
imperativo de asumir los usos del ámbito al que siempre había aspirado y al que
ahora la fortuna le hacía el obsequio de pertenecer, y si a alguien le cupiese
alguna duda, el afianzamiento y la repetición de algunas ceremonias cotidianas,
sumados a la adquisición de bienes de consideración imprescindible para el
desenvolvimiento en su nuevo círculo de relaciones, obrarían como factor
apuntalador: renovación casi completa de vestuario, auto nuevo, cambio de
gimnasio, cambio de prepaga y médico de cabecera, una novia de veintinueve años
―es decir, doce menor que él, además de linda, y hasta entonces, poseedora de
una discreta elegancia y una solapada proclividad por toda postura
interpeladora―, alquiler de departamento de soltero en el edificio más
vanguardista de la ciudad, reuniones eventuales en algún after office y comparecencia
cien por ciento a los almuerzos de trabajo celebrados dos o tres veces por
semana, casi siempre en el mismo restaurante del embotellado centro. Pero el
tránsito no era problema para Jaime, el maestro del volante que seguía enrolado
en la hueste de la empresa como único chofer de plena disponibilidad.
―¡Qué calor! Vamos a “Victoria’s” Jaime. ¿Soy
el único que llevás hoy?
―El resto iba en el coche de su hermano
señor, creo que ya están allá… Está más delgado usted.
―Y…, la nueva vida, te habrás enterado, esa
mina es un verdadero infierno.
―Y sí, ahora que somos menos, las cosas
circulan más rápido que antes. La chica de administración. Rocío ¿no?
―Rocío, Rocío que me está retrotrayendo a una
década atrás. Si no fuera por el pelo, que últimamente se está cayendo con más
ahínco que nunca, me sentiría un pendejo. Pero a no desesperar, voy a ir a
consultar al centro ese que está en Nueva Alianza al 3400, me lo recomendó uno
de los pibes de depósito cuando le saqué el tema, antes de que lo despidiésemos,
jaja, por ahí sospechando que se le venía la noche. Manotazo de ahogado. Pero
le va a ir bien, en estos días se le acreditaba la indemnización a la tanda
suya, la última; me contaron que se mudan a Córdoba con la señora.
―Ojalá les vaya bien, está bravo ahora.
Respecto de lo del pelo señor, conozco el lugar que me dice. Mi hermano se
atendió ahí y recuperó bastante cabello. Después le implantaron otro tanto.
Anda bien. Igual nunca queda como si las langostas no hubiesen pasado, por ponerlo
de alguna manera. Además, hay que seguir un tratamiento médico, y en eso son
bastante estrictos ahí, o la venden así para hacer su negocio, Dios sabe.
―Por lo visto vos no heredaste los mismos
genes que tu hermano, pasaste ya los sesenta y ni entradas tenés Jaime.
―¿Y quién le dijo eso? Lo que pasa es que yo
recurrí a otra cosa, pero para eso hace falta creer.
―¿Creer? No me vas a venir ahora con la
iglesia esa a la que me dijiste que estás yendo. Perdoná si te ofendo.
―No señor, no me ofende para nada, pero no es
la Iglesia. Esto fue a los treinta y cinco, cuando en lo espiritual iba por muy
mal camino, pero el cabello me lo salvó Romilda, a ella se lo debo.
Hasta ese momento, no había sido propenso a
ese tipo de tentativas, pero el fragor de esos días, y el hacer lugar a la
posibilidad de obtener una solución sin bemoles ni peros respecto de lo que se
había transformado en una real obsesión, lo llevó a aceptar el número que le
ofreció el solícito chofer, e hizo al día siguiente el llamado. La voz que
contestó del otro lado, le recordó a la de una vecina del barrio donde vivía
cuando niño, una voz de mujer que encajaba casi perfectamente en la
caracterización de lo que para su fallecida abuela era una “señorona”: mayor de
sesenta años, complexión física robusta, pero a la vez enérgica, imperturbable,
segura de sí, hincapié en las eses de su arenga, y una forma de responder a las
preguntas que daba la impresión de encontrarse ante alguien con muchas más
certezas que dudas. Sin embargo, el canon de su voz, era roto en ciertos
pasajes en los que la mujer intentaba darle énfasis a algunas palabras que se
leían como capitales dentro de su alocución, abandonando después, gradualmente,
ese tono y ese timbre de su pronunciación, ciertamente turbadores, para
recuperar la más tranquilizadora tesitura predominante. Se acordó la dirección,
la hora y una suma que representaba el quince por ciento del sueldo que
percibía el interesado, y que debía ser entregada en efectivo. Poco se habló
del procedimiento, que según Romilda, no había revelado en las décadas que ella
llevaba aplicándolo, un solo yerro ni efectos indeseados.
Ya debe ser primavera. A esta altura, me es
familiar todo lo que sucede en torno a mí en esta parte del camino. La escucha
ya no es mi fuerte. Parece ser que el proceso se ha servido de eso, entre otras
cosas, para fortalecer los nuevos prodigios que ha dado mi cuerpo. Pero veo.
Eso sí que puedo hacerlo. Observo cada día los detalles de todo lo que se
suscita alrededor de la peregrinación que comienza en su casa. ¿La nuestra,
podría decirse actualmente? El gordo Fabio ahora ha tenido que adecuarse a las
circunstancias y vestirse con un grado menos evidente de incuria. No puede
pedírsele mucho, por lo que pude escuchar, cuando podía hacerlo, cuando los
preparativos de esta empresa de resonancia mundial se iban gestando en la casa
de mi artífice. Como todo principio fue oscuro, parece ser una regla general,
no lo sé, pienso en el Big Bang y no lo imagino sino encandilador; pero he
escuchado por ahí que en el principio todo fue oscuridad, o algo por el estilo.
Los días pasaban y yo en un colchón ruinoso en ese lugar oscuro, oscuro, cuyo
olor, cuyos humos, me eran ya familiares. Ella no se dejaba ver, pero yo la
escuchaba cantar todo el día. Recuerden que yo escuchaba. Eso sí, en meses todo
se está haciendo silencio. La voz la perdí de inmediato, se la llevó la piña
que recibí a traición, o vaya uno a saber qué se la puede haber llevado en ese
entonces. Pero la nueva cualidad de mi cuerpo, y en relación a la cual toda
esta romería se sostiene, ¡vaya si puedo sentirla!, es como la vibración de algo
mecánico que hubiese sido incrustado entre mi estómago y mi pecho y que la hace
brotar permanentemente, puedo verlo, nunca para de brotar, como un manantial milagroso
del cual todos los convocados toman su parte. Me creí secuestrado hasta que mamá
y papá vinieron a verme. Ella los convenció con su sagaz elocuencia. Luego
vinieron los otros, mis otros, me miraron con ternura y después partieron. Y yo
sin poder gritarles, las manos pegadas a las rodillas, la cara como un bollo de
masilla que ella esculpía a la distancia. Sigue haciéndolo, salvo cuando solo
Fabio es testigo de mi presencia y yo no trato de gritarle al mundo mi verdad.
Se ríen de mí, de esta creciente incapacidad de la cual se alimenta su
maravilla; me obligan a tomar algo que me sabe a leche condensada. Creo que si
no lo tomara, todo el negocio se iría al demonio. Pero ¿cómo negarme si es lo
que recibo como único alimento, lo que calma mi hambre y mi sed? Si algo
desearía en este instante es volver a tomar un vaso de agua. Veo pasar a los
vendedores ambulantes con bebidas para la feligresía ávida del milagro que
emana de mí. Odio toda la mugre que afea el paisaje, cuando mi humanidad, si
así puede seguir llamándosele, comienza su camino de regreso al encierro desde
el cual ellos, planean en secreto los detalles de mi próxima salida a escena.
La tarde de la cita fue calurosísima, un
calor anormal para la época, para esa zona del país y que venía sosteniéndose
desde hacía más de una semana. Llegó con cinco minutos de retraso a la casa del
alejado suburbio, calle de tierra, sobrepasando unas quince cuadras la avenida
de circunvalación, explanada que de manera implícita, representaba el límite
geográfico entre dos universos urbanos regidos por realidades, aspiraciones y
códigos de pertenencia muy diferentes. Tras la zanja de la vereda de enfrente,
un grupo de adolescentes tomaban cerveza al lado de un kiosco de ventana y
observaban minuciosamente su desembarco en esa región para él ignota de la
ciudad. Uno de ellos, le ofreció cuidar el lujoso coche y él, con la sonrisa de
un extranjero que intenta arribar con el pie derecho a un país desconocido y potencialmente
hostil, le entregó cien pesos por adelantado y cruzó a la dirección indicada para
llamar anunciando su llegada. “Entre por el portón amigo, está abierto”, gritó
desde enfrente el contratado para vigilar el rumboso vehículo. Mientras él
transitaba medroso la trotadora cubierta por una parra, Romilda abrió la puerta
que daba al lugar: “habíamos quedado a las cinco si no me equivoco.” “Disculpe
señora, el turismo, fin de temporada y el tránsito no disminuye.” La mujer resultó
cuadrar en gran medida con la imagen con que había especulado, basándose en la
impresión telefónica: alrededor de setenta años, unos centímetros más baja que
él, aproximadamente ciento veinte kilos de peso, ojos escudriñadores, pelo
negro azabache con permanente y un batón verde con rayas blancas ceñido al
gigantesco cuerpo. Ya en el interior de la vivienda, hablaron someramente sobre
el calor, él entregó el dinero, Romilda lo llevó hasta un dormitorio que daba
al pequeño living, regresó en un lapso de tiempo en el que hubiese sido
imposible verificar una suma tal, y le indicó que de ahí en más, no debía
pronunciar una sola palabra; “solo siga todas mis indicaciones”, ordenó, asegurándole
(inflexión grave y rasgada de la voz mediante, la mirada fija en su ansioso
“paciente”) que todo saldría bien. Atravesaron una amplia cocina que lindaba
con el recinto donde se había mantenido la breve conversación, salieron de la
casa, cruzaron un pequeño patio de baldosas ardientes y entraron a una
construcción con techo de chapa en la cual el calor era agobiante. “Siéntese
acá”, dijo Romilda, indicando una silla ubicada en el centro del lugar, junto a
una pequeña mesa de madera con su barniz descascarado. La mujer se dirigió a una
estantería, enfrentada a él, y tomó un gran frasco rotulado con la palabra
“Paraguay” en una etiqueta blanca con letras negras. El envase contenía
pequeños trozos de lo que parecía la corteza de alguna especie de árbol.
Le pareció que la percepción del paso de los
minutos, había empezado a modificarse. Lo atribuyó al insoportable calor del
lugar. Mientras tanto, las letanías pronunciadas por el palmario modelo de
señorona, sobre una gran bandeja de loza en la que había sido dispuesto la
mitad del contenido del frasco, recreaban el tono inquietante que él había
escuchado por primera vez el día anterior por teléfono. Romilda no emitió una
sola palabra inteligible durante la seguidilla de sonidos eructados con su voz
macabra. El paciente, observaba la escena desde menos de un metro de distancia,
ya que la bandeja descansaba sobre la mesa a la que se le había ordenado
sentarse. Él perdió la noción de cuánto tiempo llevaba sentado en ese sitio. No
pudo evitar cerrar los ojos. Cuando los abrió, ella regresaba del patio con una
bolsa de tela cuyo contenido se movía. Sacó el primer gorrión, tomándolo de
manera que no pudiese mover las alas. Lo miró fijamente, acción tras la cual el
ave quedó inmóvil, abriendo y cerrando los ojos como única señal de vida. Lo envolvió
en un retal de seda azul que sacó de un bolsillo lateral de su batón, lo depositó
sobre la corteza volcada anteriormente en la bandeja, e hizo lo propio con los otros
cinco pájaros que fue extrayendo de la bolsa. La señorona siguió salmodiando con
los ojos entrecerrados a su público inmutable. Él nunca había escuchado una
polifonía articulada por una sola persona, eso lo despabiló. Una orden
implícita en el tétrico y disonante cántico, lo obligó a levantarse y traer una
botella del estante desde el cual había sido retirado el frasco. La depositó
sobre la mesa, Romilda la levantó, verificó el contenido, bebió un sorbo y luego,
con la boca, esparció una buena parte de la especie sobre los gorriones
arropados, inmóviles. Retiró una brizna embebida, la prendió fuego con un
encendedor que extrajo de su corpiño, la devolvió a su lugar y retomó su canto.
Cuando el forzado auditorio acabó de arder, la tenebrosa sacerdotisa fue
haciendo silencio paulatinamente, fue hasta un piletón, embebió un paño blanco
de algodón en agua, lo escurrió parcialmente y volvió para tapar con él la
bandeja humeante. “Venga mañana a la misma hora”, ordenó de manera concluyente
en lo que para él, fue una invitación a retirarse, sin más.
A pesar de la inevitable y tardía siesta, logró
despertarse a tiempo para bañarse, vestirse, pasar a buscar a Rocío y llevarla
a cenar a la hora en que habían convenido.
―¡Qué calor que hace acá! ¿No prenden el aire
con lo que uno les deja en una cena?
―Ahora les digo; igual no te preocupes que la
cena la pago yo.
―Me cae como el culo lo que me decís. Si
querés me llevás a un lugar más baratito, para gente de mi palo.
―Disculpame, no quería referirte lo que
interpretaste, pero no estoy para justificaciones hoy…
―Tu hermano estaba más cabrón que lo habitual
esta tarde, ¿será porque no fuiste a laburar?
―Tal vez. Igual avisé hace tres días que hoy
me tomaba la tarde.
―Prerrogativas de cúpula.
―Uh, ¿venimos otra vez de zurda?
―Simple y franca observación. ¿Te atendió a
horario el odontólogo?
―Se retrasó un poco, pero la buena noticia es
que en una visita más terminamos por este año.
―Esto está crudo.
―Es la idea, igual, técnicamente no, el ácido
de la lima lo cuece, a su manera por supuesto. Dejá de dar vueltas que son casi
las mejores vieiras que comí en mi vida, exceptuando las de Chiclayo.
―¿Luna de miel con Carolina? Me voy a poner
celosa.
―Es casi una constante en las minas, escenas
de celo hasta respecto del pasado del que no fueron parte. Debería probar
relacionarme con un tipo. Hasta tenés la ventaja de que el placard se
multiplique por dos si tenés el mismo talle que él, como dice Seinfeld.
―Odio el humor de ese tipo, nunca me gustó.
―No me extraña para nada.
―Falta que me digas que el único motivo por el
cual te relacionás conmigo es para cojer.
―Bueno, fuera de eso no la hemos pasado muy
bien hasta ahora ¿no? Te llevo doce años e igual advierto que en algunas
cuestiones, demasiadas para mi gusto, concebís la vida con la lógica de una tía
romántica. ¿En qué mundo te creés que estamos? ¿No viste lo que pasó en la
empresa? Pragmatismo a full nena. Son los aires de los tiempos que corren. Y si
no te va como soy, te levantás y te vas a casita. Quedate tranquila que de la
purga ya zafaste; no necesitás caretear conmigo.
―…
―Ah, y obviamente el viaje lo pago yo, …,
para variar.
―¡No hace falta pelotudo! Algo de plata me
queda a esta altura del mes. Febrero es cortito. Ah, y el lunes a más tardar, renuncio
a ese laburo de mierda, por si te preocupa lo del careteo. Me tienen harta vos
y el nazi de tu hermano, atormentando a todo el mundo, generando disputas
internas, exprimiéndole la moral a los empleados y empecinándose en motorizar una
fábrica de amoblamiento premium para cocinas en un país drenado de guita. Y ya
que me hablaste de celos, no la conozco a tu ex, pero la verdad es que si trató
de impedir que te volvieras esto, como me contaste la primera vez que salimos,
no debe ser mala mina.
―¿Qué bicho te picó? ¿Estuviste hablando de
nuevo con el delegadito ese? ¿Te estuvo llenando la cabeza? ¿No sabías quién
era yo cuando salimos por primera vez?
―Es que te supiste vender como otra cosa al
principio, y te creí, como una boluda. Y por otro lado sí, tengo mis
contradicciones, como toda persona. Por eso no te mandé antes al carajo. Pero
también tengo mis límites, …, así que deshago ahora mismo mi pacto con el
diablo, me cueste lo que me cueste.
―Uh, qué justicialista suena lo de las
contradicciones. Ahora hablame de redistribución y de justicia social y
llenamos cartón.
―Andá a la puta madre que te parió.
Durante la noche, el clima había cambiado
radicalmente, y esa mañana de sábado, de la ola de calor no quedaba más rastro
que el de la lluvia y los estragos del viento, que habían empujado el bochorno
hacia regiones más septentrionales. La ansiedad por que llegue la hora de
repetir la visita a casa de Romilda, hizo discurrir la mañana en su despacho con
una lentitud exasperante. Le llegó por boca de su hermano la noticia de la
renuncia de Rocío. Se alegró al escuchar la novedad. Había sido genuina su
falta de interés por retener a la chica la noche anterior. Desde que había
dejado aflorar su en otras épocas reprimida inclinación por tal grado de
utilitarismo, no reparaba en lo despiadado de sus formas para con los demás, y disfrutaba
incluso de los efectos que suelen suscitarse cuando en las relaciones humanas, se
aplica determinado tipo de proceder sin contemplación alguna. Incluso en
relación con sus asuntos personales, consideraba cada meta alcanzada como el
resultado de la autoimposición de tácticas salvajes, y hasta el punto en que se
encontraba, no podía ver todo aquello de otro modo que como la única vía para
volverse el hombre de éxito que en cierto grado sentía ser. Por su parte, el
ámbito cerrado y circular dentro del cual se desarrollaban sus días
(exceptuando la intrusión de elementos indeseados pero fáciles de desplazar,
como Rocío), no hacía otra cosa que reforzar las ideas que había puesto en
práctica con un impulso y una crudeza descarnados.
La segunda visita al extraño lugar de los
suburbios que había conocido el día anterior, fue mucho más rápida de lo que
esperaba. Un hombre obeso, de unos cincuenta años, en camiseta sin mangas,
luciendo una malla manchada con restos de comida, abrió la misma puerta por la
que en la calurosa tarde anterior había hecho su aparición Romilda y le entregó
un frasco con gotero, lleno de un líquido cuya densidad y color no lograban
advertirse, dada la oscuridad del vidrio: “acá le dejó anotado cómo tiene que
tomarlo.” Y cerró bruscamente la puerta sin darle tiempo a preguntar nada.
Tomar cuatro gotas
con el desayuno, cinco con el almuerzo, seis con la merienda y siete con la cena.
Romilda,
leyó en el papel arrugado escrito con letra
manuscrita, pueril; se encontraba en el interior del auto, estacionado en el
mismo sitio que la tarde anterior.
Pocas veces había sentido tal sensación de
abandono. Por unos instantes, especuló con llamar a Carolina, después, con ir a
casa de sus padres, a los que no veía desde hacía más de un mes; pensó que
estaba a tiempo de recuperar su controvertido vínculo con Rocío. Una vez
descartada esa nómina de relaciones, pensó en las personas a las que no lo
vinculaba otra cosa que los asuntos de trabajo. Y en última instancia, recordó que
tenía un hermano, su presente benefactor, respecto de quien, una parte de él,
nunca había dejado de desear volverse su ersatz (a pesar de ser el emulado dos
años menor), detestándolo ahora más que nunca con la parte restante,
aferrándose a un enredo de motivaciones imposibles de individualizar, obrando
en la forma en que habían inflexionado casi toda su vida: enlazadas,
cohesionadas, como una sinérgica usina de rabia en su instancia más substancial
e indecodificable.
Parece que este que viene acá tiene con qué. Cómo
se llena de rápido la canasta. De todos modos, ella debe habérselas ingeniado
para recibir la guita grande de manera más decorosa. El gordo Fabio hace subir al
tipo con esos visajes de adulación que ahora detesto. Reconozco que en algunas
oportunidades debo haber compuesto una cara semejante, cuando mis rasgos eran
tan otros. Sé que cambiaron tanto, lo sé porque cuando me arropan, me ponen
frente a un espejo para acicalarme y peinar el milagro que crece, no para de
crecer. Me refería a este que está subiendo a llevarse su parte. Fabio siempre
le corta un pedazo más grande. La de la silla de ruedas, allá, allá abajo, debe
ser su hija. Me mira desde esa cárcel en que ha quedado atrapada su pobre
almita, con ese anhelo que retienen los jóvenes a quienes la vida les viene
siendo esquiva, y en este caso, vaya a saber uno desde hace cuántos años. Debo
ser su última esperanza. El sol de la mañana, otro protagonista casi
excluyente, debe tener que ver con el proceso. El acoplado que hace las veces
de altar es estacionado al costado de la
ruta y a mí me ubican siempre mirando al este, bien temprano, a la mañana. De
ahí en más comienza todo. Todos vienen a por lo mismo, a tomar lo que yo puedo
darles. Ahí llega el Trío Polenta, les puse así por la pinta de miserables,
muertos de hambre con cara de esforzarse por hacer la diferencia con el montón:
papá setentón, desvencijado, barba de pobre, calva salpicada de rugosidades marrones,
negras, en forma de huevo; mamá, matriarca despótica, un par de años menor, pelo
largo blanco, recogido seguramente con movimientos de autómata, cara de vieja
fanática religiosa; y una hija de unos cuarenta años con claras señales de no
haber sido agraciada por fluido masculino o femenino alguno en su vida. Estoy
seguro de que se llevan su pedazo a la espera del milagroso hallazgo de un
novio para la célibe forzada, contrariada por el descuido de Dios. Simulan
llegar con su orgullo incólume, cada uno en su bicicleta, fingiendo no ser
parte de la grey de caníbales que me devora casi a diario. Madre e hija suben
al atrio y depositan sus migajas de ratas hambrientas, conservando la esperanza
en que Dios o algo con sentido exista y se acuerde de ellas. Mamá le entrega a
la desahuciada hija, pecosa, rasgos de niña diabólica, con ese detestable pelo
rizado recogido, especuladores, maliciosos ojos celestes; le entrega la
gavillita que recorta el gordo para ella, y ella se va soñando con que su
príncipe azul llegue a ponerle fin a una soledad que le debe estar incendiando
las vísceras, mientras en casita, escucha lejana la insidiosa y calculadora voz
de mami, planificando un día más de desagradable y pueblerina domesticidad. Me
repugna la simpleza cuando es fingida: ¡losers yéndola de seres monásticos
para ocultar su impericia en su lucha por ganarse un espacio en el mundo! Pero
pasando a algo más elegante, entre mis habituales confiscadores, el que más
simpático me resulta es un tipo sesentón y solitario con pinta de viajante de
comercio, o algo así. El pobre debe estar desocupado. Si merecerá las mercedes
de alguien que ha militado a pata y sable en mi antigua nata. Le deseo lo
mejor. Al resto, un ejército de dragones que los rodee y haga arder la leña de
su alelada esperanza.
Decidió empezar con el tratamiento en el
desayuno del domingo. Fuera de un ínfimo dejo dulzón, las gotas eran insípidas.
No salió de su departamento de soltero en todo el día en el que, por lo que se
veía desde la ventana de su habitación, el otoño parecía seguir empecinado en
adelantarse, con un cielo en el que las nubes, frías, grises, pesadas, avanzaban
hacia el norte, descargando de tanto en tanto una brevísima llovizna que
parecía no llegar siquiera a mojar mínimamente la vereda. El amable sonido de los
modernos ascensores casi no se escuchaba. Como casi todos los domingos, parecía
que todo el mundo se había fugado del edificio. Él, ansioso en parte por la expectativa,
pero sobre todo, debido a la sensación de orfandad ante el desatino de Romilda
de dejar en manos de ese ramplón intermediario la entrega del líquido
milagroso, deambulaba dentro de los límites de esos cincuenta y siete metros
cuadrados, haciendo crujir el piso flotante, inventándose razones para ir de
acá para allá que no ameritaban mover un párpado, reprochándose a cada instante
el haber sido menos estratega con Rocío. Venía pensando desde hacía un tiempo,
que la palabra estrategia la había emulado inconscientemente de las arengas de
su hermano, hecho que aborrecía, pero ningún término equivalente de los que
aparecían en el diccionario de sinónimos, antónimos y parónimos que abrió al atardecer
(único libro que había consultado en meses) cuadraba tanto con la sensación de
realización que experimentaba cuando evaluaba en su presente, los logros que atribuía
a esa escrupulosa planificación con que obraba desde antes de su divorcio de
Carolina.
En el departamento había suficiente acopio de
alimentos para la cena. Mientras una pizza de muzarella prehecha se calentaba en
el horno, empezó a tomar la segunda botella de cerveza de la noche, mirando el comienzo
del clásico Racing-Independiente. Comió dos porciones generosas de pizza y se
reservó una cuota de hambre para una porción de lemon pie que llevaba dos días
en la heladera. Roció el postre con un pote entero de crema de leche y se lo
comió en el entretiempo. El partido terminó, el sueño no venía y decidió
emborracharse con un pisco peruano que le había regalado Rocío hacía unas
semanas. Al recordarla, no pudo evitar reprocharse nuevamente haberse deshecho
de quien en ese momento, hubiese podido estar acompañándolo y haciendo que la
noche no fuese el fiasco que le parecía ser. A pesar de su beodez, no había
olvidado tomar antes del postre las siete gotas del brebaje prescripto por
Romilda. “Cuatro, cinco, seis, siete”, se repetía riéndose estruendosamente en
la silenciosa soledad de la noche de domingo, intentando expresar en el carácter
de la carcajada, la sensación de absurdo ante todo lo que había pasado en esos
días extraños. Fue hasta el baño, se miró las entradas en el espejo, se rascó
la barbilla y la mejilla derecha sin dejar de observarse (le picaban mucho) y
se fue a dormir semivestido, como había pasado todo el día, con el televisor
del dormitorio encendido, sintonizando un canal de noticias de cable.
A media mañana de ese lunes, cuando entró su
secretaria a entregarle el informe de una consultora recién impreso, se
encontraba pensando que la pasada noche había sido incómodamente singular. Se
había levantado varias veces a orinar, cosa infrecuente en él, recordaba
haberse rascado la cara semidormido, había tenido reflujo y estaba seguro de
haber soñado con Romilda sin recordar las escenas del sueño. De todos modos,
cada vez que había en esas horas recordado a la señorona, había sentido un
rechazo visceral por todo lo vivido en esos días, y sobre todo por haber
seguido el consejo de Jaime de optar por un tratamiento tan peregrino para su
no tan incipiente calvicie.
―Dejámelos ahí nomás Carina. Los voy a leer a
la tarde.
―Cómo no señor. Mmm… Disculpe que lo
interrumpa.
―Decime. Sentate.
―Gracias… Anda circulando el rumor de que se
viene otra tanda de despidos. ¿Es verdad eso?
―Por ahora, que yo sepa no. De todas maneras,
sabés que yo no tomo esas decisiones. Simplemente se me da la orden y ejecuto.
Sabés que lo mío es acomodar la nómina de personal que me piden en base a la
implementación de la ecuación i v p.
―Imprescindibles versus prescindibles.
―Estás aprendiendo, jejej. Tenés chances de
llegar lejos con el coaching que te está haciendo gratarola tu jefe.
―Gracias señor; lo que pasa es que nos
preocupa porque con mi marido estamos al cerrar un crédito en el Banco
Hipotecario, para construir, pero con su sueldo solo, nos sería prácticamente imposible
afrontar la cuota.
―Te soy sincero Cari, rajo a cualquiera de
acá, pero sin secretaria no me quedo ni en pedo. Así que concrétenlo nomás, que
además, respecto tuyo no tengo nada que objetar.
―No sabe la alegría que me da señor.
―Andá nomás, ah, buscá a alguien de
maestranza que tiré el café a la mierda y no me puedo concentrar con el piso en
estas condiciones. Hoy en mi departamento se me cayó un frasco de perfume al
piso y la notebook al rato de la primera cagada, con el café ya es la tercera
del día.
―No se preocupe señor. Pasan esas cosas. Nos
estamos dejando la barba parece. Le queda bien.
―¿La barba? ―se tocó la mejilla derecha y
comprobó que tenía la barba de un largo de por lo menos tres días―. Uh, …, andá
nomás…
Podía llegar a pagarse muy cara la deserción
de almorzar en “Victoria´s”, pero la confusión pudo más que el sentido de
pertenencia (o su fingimiento) a la camarilla gerencial. Desde que había
corroborado la observación que le hiciera Carina, había tratado en un principio
de reconstruir su primera mañana en el departamento, pero los únicos hechos que
lograba recordar con claridad, eran la rotura del frasco de perfume y la caída
de la notebook. Si había desayunado y tomado las gotas, si se había duchado, si
se había afeitado o no, eran verdaderos misterios, al menos desde lo que
lograba desandar en ese momento de turbación. Por otro lado, las náuseas de la
mal dormida noche, habían vuelto y acabaron con un vómito en el baño del
despacho, seguido de su comunicación a Carina de que se retiraba a su domicilio.
Cuando llegó al edificio, volvió a vomitar, en el ascensor, y cuando llegó
hasta el baño del departamento para limpiarse, vio que su barba tenía el largo
de la de un náufrago de un par de semanas sin ser rescatado. Intentó
comunicarse con Romilda, pero nadie contestó. Trató de ponerse en contacto con
Jaime, y al no ser atendido, especuló con que podía tratarse de que el grupo,
como había ocurrido antes, de sobremesa en el almuerzo, había invitado al
chofer a bajar del coche y tomarse un café, y que dado el alboroto del lugar a
esa hora pico, el llamado del celular no había sido escuchado por nadie. Eso
había pasado ya un par de veces, trataba de repetírselo, repasaba las escenas,
para mitigar la taquicardia que le provocaba la sensación de abandono. Pensó en
Rocío, pero su orgullo pudo más que su necesidad de compañía. Miró hacia su
pecho y la terminación de la barba ya podía observarse sin necesidad de un
espejo. “Las gotas de mierda, las gotas del orto de esa gorda yegua” pensó. Las
pulsaciones aumentaron. Sentía que el corazón golpeaba de forma muy violenta, y
al reparar en eso, retroalimentaba su sentimiento de desesperación y desamparo,
con el consiguiente recrudecimiento de la taquicardia. Pensó en llamar al
personal de seguridad del edificio para que pidiesen una ambulancia, pero recordó
que la única vez que eso había ocurrido en el lugar, el destinatario había
fallecido debido a la tardanza. Logró calmarse, o convencerse de que estaba en
tren de lograrlo, al menos en cierta medida. Los ascensores no respondían a su
llamado. Bajó los cinco pisos por las escaleras, entró a la cochera y salió a
toda marcha hacia la casa de la señorona. No le quedaban dudas de que las
malditas gotas eran las responsables de toda esa calamidad. Iba dispuesto a
sonsacar la fórmula de la forma que fuese, necesitaba tal información para que
lo atendieran en la guardia de la clínica en base a algo que le diese un viso
de lógica a la barrabasada de la que se seguía sintiendo corresponsable por
escuchar el consejo de Jaime, tan propenso él a supercherías de toda índole, y
por haberse prestado a la absurda ceremonia en que lo embarcó Romilda en aquel
lugar siniestro. No podía dejar de pensar en los pájaros, en esos cuerpitos
inmóviles, envueltos en aquellos retales de seda azul, en sus ojos, atónitos, expresando
el terror ante la inminencia de lo que indudablemente percibían que era su
fatal y próximo destino. Estacionó el auto en el mismo sitio que las dos veces
anteriores. Una voz cuyo timbre y tono agudo reconoció, le volvió a ofrecer los
servicios de vigilancia del vehículo, oferta a la cual no respondió. Entró por
el portón, lo cerró con la intención de que su enojo se hiciera evidente.
Gritaba con furia el nombre de la curandera, pateaba la puerta, nadie salía de
la casa. Desde el lugar en que se encontraba podía verse la parte delantera de
su auto, con dos adolescentes sentados sobre el capó, tomando cerveza y
riéndose del espectáculo que él estaba dando. Corría por la trotadora para
reprender a los zumbones usurpadores, arrepentido de no haber obrado conforme
su atávico rechazo y de haberse comportado amigablemente en su primer
desembarco al barrio, cuando por detrás, alguien descalzo, vistiendo malla y
camiseta sin mangas, lo golpeó en la nuca, haciéndolo caer desvanecido al húmedo
y agrietado piso de portland con olor a lavandina.
Ahí están mamá y papá. Los trajo ese otro
engendro portador de su sangre, mi antiguo y benigno cáncer. Seguramente, se
encuentran agradeciéndole una vez más a la pertinaz Romilda el haberme
rescatado del abismo en que me habrán creído perdido. Creo que nunca van a
enterarse de que yo soy el opus magnum en su epítome de nigromante. Ahora, se
acuerdan de mí más asiduamente de lo que lo hacían cuando yo era el hombre que
ya no soy. Deben enorgullecerse de haber portado las semillas de esta
celebridad que hoy se encuentra brindando a los desesperados sus mejores
flores. ¿Qué habrá sido de Carolina? El gordo Fabio está recuperando su pésimo
desaliño. Huelo su falta de aseo a diario. Me remite al momento en que me
entregó el gotero con las instrucciones anotadas por su madre; recuerdo también
su golpe a traición, hecho que marcó el comienzo de mi martirio. El disoluto
vástago de Romilda acaba de cortar un manojito de mi barba milagrosa y se lo
está entregando a un paisano con aspecto de niño viejo, pánico cerval en los
ojos; ahí se va, esperanzado, amuleto en mano, acaso con la ilusión de que
aparezca una compañera para mitigar su perentoria soledad. Han venido no pocos
a indagar sobre el milagro, pero la titiritera, de la misma manera que moldea
mis acogedores rasgos de santidad, ha obrado a la distancia para que mis súplicas
se transformen en muecas de repulsa. Evidentemente el negocio ya no depende de
las formas, debido a que el fondo, o sea yo, mejor dicho esta maldita barba que
no para de crecer y de la cual todos toman su parte en pos del milagro por
venir, alcanza para congregar el gentío que se aglutina cada vez que mis restos
son izados acá, al acoplado del camión que maneja Jaime, mi Judas. El sol de
esta supuesta primavera me da en la espalda. Los días en que como hoy, la brisa
marina refresca mi cara, mi permanencia en este itinerante atrio se hace menos
tortuosa. He perdido mi capacidad de calcular el tiempo, sobre todo, a partir
del mediodía; desde ese punto, el sol se hace invisible para mí y ataca por la
retaguardia en estas jornadas que se van prolongando progresivamente.
Mucho tiempo esperé convertirme en alguien, y
de algún modo, ahora lo soy.