Las presas de la madre de Tobías
no cantaban en vano,
algo las llevaba a arrastrarse
en torno a esa mujer obesa
celando a su hijo.
En un sitio donde las casas caían
al paso de un viento fuerte,
ganarse el guiño de esos despojos
embutidos en telas de fibras chillonas,
ganarse el valor preciado
de una soledad
en la cual matar inocencias,
valía el precio de una vida perdida:
esos siglos de tiempo vacío de savia.
Hacía falta un sitio en el cual guarecerse
y amar furtivamente,
amar a un ido del tiempo,
a un paseante fugaz
rozando una vieja y cansada mano.