domingo, 18 de diciembre de 2016

Una nueva vida

Las anchas praderas juveniles se proyectaban,
en la ilusión óptica de la perspectiva,
como si se angostaran hasta acabar en un punto
a partir del cual el potro de la sangre
detendría para siempre su galope.

JUAN JOSÉ MANAUTA, en Charito,
“Cuentos para la dueña dolorida”

Siempre habían bastado esos días cristalinos de principio de otoño, para que algo parecido a la alegría algodonara el paso de sus horas. Ese año el mar, como casi siempre a mediados de abril, conservaba algo indefinible de su identidad veraniega, no obstante, una especie de corriente invisible que llega al lugar en esa época, de manera bastante regular, se iba alojando en la atmósfera del hasta hacía días estrepitoso pueblo, e instauraba el albor de una comparecencia que incluso podía olfatearse, junto al olor de la resina que desprendían los primeros fuegos, propagándose, durante algunas noches, ya frías.

A ella al fin le sobraba tiempo para leer. Su pequeño hotel de doce habitaciones, al fondo del cual se situaba su ahora modesta casa, permanecía cerrado desde la reciente Semana Santa, y no se reabriría hasta el fin de semana largo de octubre. Las cuentas estaban hechas y el dinero corriente prorrateado; incluso la temporada había posibilitado quedarse con una suma extra para las eventualidades que hubiese que afrontar durante el largo invierno. Todo esto volvía a formar parte de sus cavilaciones, una y otra vez, aunque deseaba ya no volver al repaso del buen balance que habían dejado esos meses, procurando abstraerse en la lectura.

Había comenzado el segundo movimiento de la sinfonía cuando consiguió enfocar su atención sobre la página de la novela, sin embargo, no logró más que fondear en la frase “–¡Eh! A ver esas empanadillas, que tengo un hambre canina.” Y lo que hasta ese instante no había sido motivo de alarma, sino más bien una mera y bastante frecuente comprobación, pasó ahora a serlo. Dante todavía no volvió, pensó, mientras veía sobre el piso del patio interno cómo los débiles rayos de luz de la tarde iban dando lugar a una sombra creciente; y sombra, tarde, noche, nociones que en otras circunstancias le proveían los ornamentos de una quimera a la que nunca había renunciado, en un tris se volvieron una amenaza.

Una mano trepidante hizo descender, totalmente, el volumen del andantino de la cuarta sinfonía de Tchaikovsky. Llamó a Ricardo y le preguntó si había visto al perro en algún momento del día: “No señora, hoy no lo vi. Anda medio vago el Dante últimamente. ¿Andará enamorado? No es época me parece. No se preocupe, debe andar dando vueltas por la playa, cazando gaviotas con sus amigotes. ¿Quiere que salga a buscarlo?” Ricardo era su única compañía durante ese largo período, desde que ella juzgó mal negocio reabrir el pequeño hotel en vacaciones de invierno. Si se evaluaba la cuestión sin parcialidades, veinte años de fidelidad a su empleo no eran poco. Habían llegado al acuerdo de que se le garantizaba el puesto de maestranza para la próxima temporada, en tanto Ricardo aceptase el albergue y las cuatro comidas del día como único pago por la ganga de esa época sin pasajeros: mantener ventiladas las habitaciones, barrer, reparar lo que en ese intervalo muy raramente se estropeaba. “Ricardo ya tiene sesenta y dos años mamá, tanto no puede pedírsele a alguien de su edad”, había sentenciado Marcelo hacía unos días, para terminar de súbito una conversación que, según su entender, se le había planteado ya demasiadas veces.    

Decidió salir ella misma a buscar a Dante. El polirrubro de don Sanguinetti (ubicado sobre la misma vereda y a tiro de piedra del hotel) era prácticamente el único abasto decente de mercadería que permanecía en el pueblo abierto todo el año. Todas las mañanas, Dante frotaba con su pata derecha la puerta de vidrio cerrada, a través de cuya pequeña ventana, Sanguinetti le entregaba el consabido alfajor de chocolate, ya desprovisto de su envoltura, manjar que pasaba sin intermediación de la mano del viejo comerciante a la boca del perro, quien proseguía festivo con su expedición matinal hacia los médanos y la playa. “Pasó esta mañana, como siempre señora, a eso de las nueve, a más tardar. Se comió el alfajor y se fue para el lado de la costa… No tiene dos años todavía, me decía Ricardo el otro día; no se preocupe, son cosas propias del perro cachorrón, después se vuelven más caseros. Si lo veo por acá se lo acerco.”

El sol todavía calentaba la parte oeste de los médanos. Pensó en sus setenta y tres años, en su fidelidad inapelable para con ese sitio que la había visto nacer en tiempos en que entre la estancia donde trabajaban sus padres y ese mar no mediaba pueblo alguno, pensó en lo fácil que aún le era sortear esa mole de arena en su camino hacia la playa. La brisa, que se encontraba ahora de lleno con su cara, mientras ella se encaramaba en la cima, era suave, y conservaba una tibieza que habría de perderse en las próximas semanas, conforme las pocas horas de un sol cada vez más débil permitiesen el enfriamiento del agua. Había sido en esa playa, casi cinco décadas atrás, donde Osvaldo la invitó por primera vez a navegar en el velero de un amigo de Buenos Aires que llegaba entonces por mar a ese pueblo en cierne, varias veces al año. Ella había manifestado en su primera conversación su sueño (obsesión secreta y de connotaciones que nunca llegó a decodificar) de experimentar la transición desde el gran río al océano en una pequeña embarcación. Y en el curso de sus años compartidos, repitieron tres veces ese ritual, en naves diferentes, peripecia de corte tan rutinario para los navegantes de esa zona de la Costa Atlántica, pero que para ellos extractaba una de las pocas ideas de sentido que los unieron por cuarenta y dos años, hasta la muerte de Osvaldo, de la cual se cumplirían siete el próximo invierno.

El muelle estaba despoblado. ¿Dónde estaría Marcelo? En ese tiempo, solía pasar las tardes en un pequeño despacho turístico (ocioso fuera del verano) que habían construido sobre esa gran estructura, orgullo de la región. El arquitecto Marcelo M., su único hijo, bendecido con la canonjía de vigilar las condiciones de ese portento y las de unos pocos edificios y espacios públicos de la ciudad cabecera y de los pueblos que se encontraban bajo su égida, no más que eso como única responsabilidad ante el municipio que lo empleaba. ¿A quién preguntarle ahora por Dante? ¿Existirían las fuerzas necesarias para volver a sortear, sin mediar descanso, la cúspide del médano e ir a esperar a casa? Juzgaba que sí, no era la ausencia de fuerzas el motivo actual de su mortificación. Pero ¿y si Dante estuviese ya con Ricardo? “Ese capricho de dejar el celular en casa mamá”, le había reprochado tantas veces Marcelo. Se sentó en un banco del muelle, mirando hacia el oeste. Los rayos, tibios, otoñales, todavía rebasaban la elevación de arena y llegaban a ella. Volvió a percatarse, otra vez, de que esas manos habían cambiado tanto en la última década; abrió sus palmas al sol mientras miraba el ir y venir del tenue oleaje por las hendijas de la baranda, la arena en las zapatillas, una arena todavía seca, si tenía Dante que ver con esa arena, el color de sus enormes patas que la disimulaba, hasta que los granos comenzaban a verse diseminados por toda la casa. Tan grande Dante para ese reducto en el que ella se había confinado, tras no resistir el vacío del enorme caserón que se había vendido a un precio risible, seis otoños atrás. “El Golden necesita espacio señora”, había aconsejado tiempo después el veterinario, “tiene que sacarlo o dejarlo salir cuando quiera, si no, se pone muy obeso, con las complicaciones que vienen aparejadas.”

Al fin apareció alguien en la playa, viniendo desde el sur hacia ella, seguido por dos perros negros, afanosos de un festín de carne, huesecitos crujientes, plumas y sangre caliente. Era Ian, el excéntrico neozelandés cuya hija se había ahogado hacía ya más de seis años al sur del muelle y cuya gargantilla no se encontró en el cuerpo cuando los rescatistas lograron sacarlo del mar. Los avezados en la dinámica de esas aguas, le habían explicado que solo un milagro, tras tanto tiempo, haría que el mar devolviese la alhaja de su hija, pero Ian había incluso deshecho su antigua vida en su país, abandonando a su mujer y sus dos hijas restantes, para comprar una vivienda enorme a un precio ridículo y consagrar su vida a caminar horas y horas por esa costa, esperando recobrar lo que consideraba que el mar, tarde o temprano, habría de devolverle. Ella pensó que sería insoportable sumar a ese momento de zozobra, la presencia y la redundante conversación de quien se acercaba junto a esos dos perros, negros, irritantemente desconocidos. ¿No era posible acaso que Dante volviese sin más, tras un día de vagar por quién sabe dónde? No, definitivamente ella no se contaminaría con penas ajenas, no se sumaría antes de tiempo, innecesariamente, a las filas de los que esperan ver reaparecer en el cielo extemporáneas estrellas. Se levantó y comenzó a caminar hacia el médano. Después de todo, a la tarde no le quedaba más de una hora, a lo sumo, hasta empezar a confundirse con la noche, barruntó. Saludó con su mano derecha a Ian, lento, lejano aún, y sobreactuó su prisa para evitar tener que comparecer ante su solicitud.

Ahora observaba desde unos treinta metros a Ricardo, barriendo la empecinada arena de la vereda, mientras volvía a preguntar a Sanguinetti por Dante: “No lo he visto todavía señora, ¿quiere que le diga a Rita que saque el auto y la lleve a dar una recorrida a ver si tienen suerte?” Nunca había sido tan descortés. Hizo un gesto disuasorio a su vecino, sin hablarle. Rita Negroni de Sanguinetti y ella, mantenían aún chispeante la lumbre de un antagonismo de décadas, desde que el joven e impulsivo Osvaldo M. renunció a la mística declinante de Caballito y llegó a la zona en busca de una utopía de aguas infinitas, bosques arcanos y brisa del este; Sanguinetti y casi todos en el pueblo lo sabían. Volvió a mirar, inanimada, a su empleando barriendo, en lo que ella había comenzado a juzgar desde hacía un tiempo la más evidente y poco sutil argucia de Ricardo para justificar su estadía en un lugar que evidentemente no requería de su presencia, más de dos, tres horas a la semana. Siempre arreglándoselas para enfilar por lo llano. Tres años más hasta cumplir la edad de jubilarse, pensó. Lo hacía varias veces al día. Se miraron, desde esos treinta metros, y de dicho acto ella conjeturó la mala noticia de que Dante no estaba en casa. ¿Cómo soportar ahora, si Dante no volviese, los comentarios de Ricardo, tan proclive él a evocar a muertos y desaparecidos en sus estúpidas remembranzas? Lo hacía permanentemente con la hija de Ian, de hecho, era el principal admirador y escucha del neozelandés en el pueblo; lo hacía de manera enfadosa con el recuerdo de Osvaldo, echando mano a un libreto que podía replicarse mentalmente al unísono, de tan remanido, como los diálogos de esas películas que ella amaba rever.

Volvió a caminar por la calle de arena, hacia el médano que había sorteado hacía unos minutos. Especuló con que entre Ian y ella, seguramente existía ya una prudente distancia. La noche, sin moratoria, le iba ganando la pulseada a la luz, y mientras pensaba que le quedaban pocos instantes de claridad para planificar una nueva vida, vio al gringo, errante junto a tres perros, apareciendo en la cima del médano, caminando hacia donde el cielo retenía la porción más resistente de la tarde.