domingo, 2 de junio de 2019

Rocketman (o los puentes hacia el pequeño Reggie Dwight)


En la cuarta entrega como director de Dexter Fletcher, Taron Egerton despliega una interpretación consagratoria. Extravagancia, quimera pop e imperdible retrato íntimo sobre los ascensos y caídas de Elton John.

Era imposible no esperar que Rocketman no aprovechara el coletazo de la estela dejada por Bohemian Rhapsody el año pasado. Fue una película que -más allá de tener algunos baches argumentales, ya que omite casi absolutamente la infancia del pequeño Farrokh Bulsara-, contó de manera bastante efectiva su interpretación de una franja de la vida de Freddie Mercury, con un éxito que la tuvo, al menos en Argentina, varios meses en cartel, cosa que rara vez ocurre en estos tiempos con un film. Pero este biopic sobre -nuevamente- una etapa de la vida de Elton John, no intenta en ningún momento imitar al trabajo de Bryan Singer. Aquí, Dexter Fletcher sí abreva en la infancia del precoz Reggie Dwight, período de la vida del personaje sin el cual sería imposible entender los motivos por los cuales Elton John atravesó sus vertiginosos ascensos y caídas.

Desde el vamos, el tono y la puesta en escena emulan la extravagancia que caracterizó a ese tímido músico que para ocultar su retraimiento a mostrarse en público, se lookeaba de la forma estrafalaria en que se lo vio por esos años. Vemos a un Elton John (impecable y consagratoria interpretación de Taron Egerton) entrando a una reunión de Alcohólicos Anónimos en las afueras de Nueva York, disfrazado de diablo con un ceñido traje anaranjado, con unas enormes alas en la espalda. Y sentándose sin demasiados prolegómenos, comenzando a contar la historia de su vida desde los primeros años. La desafección de Stanley (Steven Mackintosh), un padre tremendamente rígido, moldeado en esa Inglaterra de posguerra, casi invisible. La desidia de Sheila (Bryce Dallas Howard), una madre no menos ausente de la realidad del pequeño Reggie (Matthew Illesley) y una abuela (interpretada por Gemma Jones) que a mitad de camino en cuanto a lo afectivo, advierte el talento del niño y lo lleva a una audición en la Royal Academy of Music.

Todo el tiempo este biopic con guion de Lee Hall trabaja sobre ese punto, un constante tendido de puentes entre el niño y sus sueños, y la imposibilidad del protagonista de lidiar con la fama desatada como un caballo desbocado en esa noche iniciática en el Trobadour de Los Ángeles, noche que terminó con una fiesta en la casa de Mama Cass. El dinero que llueve a raudales, un  impiadoso John Reid (el manager es interpretado por Richard Madden), su sexualidad, las múltiples adicciones y el lastre de una sensación de desamor; y esos puentes construidos por la música que lo llevan a retomar lo que parece haber estado prefijado desde la infancia, puentes en que la participación de las canciones, las coreografías y las puestas en escena juegan un rol devocional hacia ese paraíso perdido que intenta recobrar el personaje. No hay que olvidar que el propio Elton John es uno de los productores ejecutivos de Rocketman.

Hay que detenerse a hablar obligadamente de la actuación de Taron Egerton, quien se canta, se baila y se actúa todo en la cuarta película dirigida por Dexter Fletcher. Es imposible escribir sobre Rocketman sin destacar lo efectivo de su interpretación. El actor de las dos entregas de Kingsman, logra construir un Elton John que no desemboca nunca en una caricatura pedestre, empresa difícil, ya que por momentos los altibajos emocionales y las excentricidades darían pie a eso. No obstante, el manejo del capital actoral que consigue Egerton es honestamente admirable, logrando poner de manifiesto desde un contexto que es puro glamour y artificio, la vulnerabilidad de un ser humano excedido por las circunstancias.  

Estamos asimismo ante un claro homenaje a Bernie Taupin, representado por un ya crecidito Jamie Bell, quien en el 2000 protagonizó Billy Elliot (Quiero bailar), dirigida por Stephen Daldry e igualmente con guion de Lee Hall. Bernie Taupin, letrista que desde finales de los años sesenta trabajó en una sociedad artística con Elton John. Se lo muestra como un verdadero hermano de la vida, alguien que en los peores momentos siempre estuvo. Taupin por un lado y el niño Reggie que espera por su parte, aparecen como los únicos anclajes afectivos para capear una realidad que al personaje se le vuelve inmanejable. En ese punto y en ciertos guiños del final, podría decirse que la película pierde un poco el eje y huele por momentos a una suerte de terapia pública de autoayuda con altas dosis de egolatría, pero hay que entender que algunas megaestrellas son también eso, exhibición de lo público y lo privado en cuotas a veces equivalentes, y que un poco (o mucho) de eso es lo que pide una parte no menor del público. Claramente Rocketman es un crowdpleaser que, ya que se ha hablado de puentes aquí, también busca tender puentes de congratulación con ese público fiel a la carrera del artista, y por qué no, sumar nuevos seguidores a un músico que ya cuenta con más de setenta años de vida, y que garantiza -amén de admitir seguir siendo un comprador compulsivo-, haber mantenido a raya sus adicciones por mucho tiempo.