domingo, 29 de noviembre de 2020

Catedrales

Ahí va un hombre como tantos,
colmado de dudas,
va a por esa progresión de imágenes.
Va a por ese recinto. Inspiración secular. 
Sus lejanos artífices que no han muerto, que no morirán 
hasta que su obra sucumba al olvido, 
la destrucción, 
el inevitable triunfo del tiempo.

Ahí va el hombre a su escogido destino,
camina por calles inflamadas de sol, 
enero:
la sagrada quietud de las ciudades 
cuando el verano envuelve 
y a la vez acuna, salvajemente,
a quienes se atreven a enfrentarlo.

Ahí va ese niño, aún, cegado de música,
en busca de ese camino que se trazó involuntario, 
hace décadas. 
La inspiración de uno de sus tantos y fundamentales héroes. 
Y busca, busca en el silencio de las catedrales. 
Buscaba ya, antes de Proust, antes de Combray, antes de Ruskin, 
antes de los senderos de espinos blancos, 
previo a que todo lo que escribe sonara a plagio.
Pero no obstante se arriesga,
lealtad a esas primeras imágenes, 
a esos fulgores que no admiten el ejercicio de la glosa. 

Nos lo enseñó Marechal: la certidumbre de lo bello,
lo verdadero y lo bueno, 
hacía lagrimear tus ojos, 
y despertaba en tu lengua la dolorosa comezón 
de responder con el mismo lenguaje
Trampa insalvable para quien cambia el sonido por la palabra,
acaso a consecuencia de un destino marcado a fuego,
pero a la vez, honroso ejercicio de observancia 
para con esos primeros oestes de la infancia. 

Preciosa, lejana niñez, cuando esa música descendía, 
simplemente se volcaba generosa y podía escucharse 
sin necesidad de ceremonia, de catedral alguna; 
no era entonces el sonido condición necesaria 
para cantar la más atinada y precisa frase.  

Entrar con un coloquio secreto, 
sortear el barrunto de quienes creen conocerlo:
no cuentan las propias voces, niño, 
cuando los dioses se han vuelto hombres, 
cuando esos hombres han trocado en esclavos con visos de rey. 
Pero no obstante se arriesga, 
lealtad a esos primeros caminos,
a ese río, esos oscuros canales,
navegar...
Tu instintiva memoria no ha dejado morir la esperanza. 

Ser un huésped portando un profuso secreto.
Corresponder. Pero no olvidar al tiempo 
la propia letanía:
se han relegado los mares, mas se han recobrado 
las cegadoras planicies, 
las ciudades perdidas que aguardan en el ocaso 
el arribo de un cansado transeúnte.

Vivir con la esperanza de acabar, al fin, 
transitando esas rutas solitarias.
Y es por eso que no obstante, se arriesga, se arriesga, 
lealtad a esas primeras canciones, 
a un mundo aleatorio, rapsódico, que brotaba repentino 
y que a veces vuelve. Catedrales. Catedrales. 

A fin de cuentas, cada uno regresa a su sitio, 
propio, invisible, 
ocultando su propia bandera, 
blandiendo en clave 
su irrepetible e inconfesable prosa. 
Cada uno se arriesga a otros brazos cuando el aire se acaba. 
Y es probable que el lugar de esa entrega 
sea el punto de partida de un próximo e inesperado viaje
a un nuevo orbe, con nuevos gigantes, 
nuevos templos, catedrales. 
Catedrales en las que descansar en secreto. 
Y deber inexorablemente darse a la fuga,
para salvarnos, para librarnos, para vaciarnos. Nuevamente.