Estaba la televisión prendida en
el momento en que el meteorólogo de un canal local, anunciaba la continuidad de
una ola de calor que venía sosteniéndose en el tiempo desde hacía casi una
semana: "…incluso en algunos sectores del
este patagónico, precisamente en la zona de Viedma y Carmen de Patagones, las
temperaturas podrían superar los cuarenta grados…", anunciaba el
pronosticador.
En aquella época, disponía de
tiempo y dinero suficientes para realizar un viaje, viaje que por otra parte,
venía postergando debido a ese efecto de acostumbramiento que ejercen los lugares conocidos, obligándonos a
permanecer por largos períodos dentro de los límites de una ciudad. Pero esta
vez, quizás simplemente por reacción espontánea a mi prolongada quietud, decidí
apagar el televisor y caminar bajo un sol implacable las veintidós cuadras que
me separaban de la terminal de la ciudad. "Veinticinco
de marzo, veinticinco de marzo y este calor…", pensaba mientras caminaba
bajo la sombra de unos tilos que exhibían sus desfallecientes hojas a casi
nadie. Conseguí pasajes para esa misma noche. Me esperaban por lo tanto unas
nueve horas y media de viaje hacia Viedma.
Llegué demasiado temprano a la
terminal de ómnibus. El aire de los playones donde maniobran y estacionan los
buses para que arriben los pasajeros, se había vuelto irrespirable. Daba la
sensación de encontrarse encapsulado en una burbuja preñada de un horrible
vapor con olor a gasoil, a lo que se agregaba la incomodidad de sentir el polvo
que levantaban esos monstruos que entraban y salían, adhiriéndose a mi frente
humedecida por el sudor. Entré por fin al coche y ocupé mi lugar que se situaba
en el piso de abajo, junto a la ventanilla, del lado derecho. Cuando sentí que
nos movíamos, me alegró el hecho de que el asiento contiguo al mío, no hubiese
sido ocupado. Aquello me permitió distribuir las pocas cosas de que no me
desprendí en el depósito de valijas, de una manera más cómoda y manejable.
Nunca puedo dormirme en aviones o
en colectivos, tan solo consigo, en raras oportunidades, dormitar
superficialmente, jamás pierdo totalmente el registro de lo que pasa a mi
alrededor. El auxiliar de a bordo, un joven rechoncho y morocho, de unos
veinte, a lo sumo veintitrés años, empezó a servir la cena a una hora de haber
partido el micro de Mar del Plata. Cené rápidamente, repitiendo esa
inexplicable costumbre de apurarme, cuando tiempo y una ausencia total de
estímulos que representen una urgencia, son lo que me sobra. Había llevado para
releer en el viaje La arboleda perdida, de Rafael Alberti, pero al cabo de
leer unas pocas páginas, me propuse, con una sorprendente convicción, dormirme
al menos un tramo importante del viaje. Para dicha empresa, disponía de una
gran cantidad pastillas. Tomé el doble de la dosis que habitualmente logra
sacarme de la vigilia, y el resultado no pudo ser mejor; cuando desperté nos
encontrábamos en la terminal de Bahía Blanca. Decidí bajar del bus, ya que se
nos informó que permaneceríamos en ese lugar por espacio de veinte minutos. El
calor a esa hora de la madrugada ya era demasiado, haciendo prever el
advenimiento de un día ardiente. Pensé que en unas tres o cuatro horas
estaríamos en Viedma, preguntándome si esas condiciones meteorológicas
llegarían hasta esa latitud más austral aun. Seguimos viaje y retomé mi
lectura, leí hasta que al mirar por la ventanilla comprobé que estaba
amaneciendo y que estaba acercándome a mi destino. El suelo en esa zona es
prácticamente desértico, hecho éste que se percibía agravado por el verano que
no quería irse, y seguramente por la ausencia de lluvias. Unos pocos arbustos
muy bajos y dispersas matitas de un pasto amarillo, me daban la pauta de estar
ya transitando un camino patagónico. También pueden verse en la región, esos
característicos levantes o pequeñas mesetas, formados por una especie de tosca
muy dura y por algunas piedras. El sol se elevaba cada vez más, inundando de
una todavía tenue luz los levantes y proyectando pequeñas sombras que se me
representaron como los últimos desperdigados intentos del suelo, por recobrar
las fuerzas necesarias de un ser amigable que parecía advertirnos en un grito
silencioso, lo tórrido del día que se consolidaba.
Llegamos a Viedma con un sol que
iba consiguiendo deshacer las últimas oscuridades de la madrugada. Cuando
cruzamos uno de los dos puentes que atraviesan el río Negro, uniendo a esta
ciudad con su vecina Carmen de Patagones, pude ver una de las lanchas
colectivas que hacen su viaje muelle a muelle, uniendo no solo las dos
ciudades, sino también a la provincia de Buenos Aires con la de Río Negro. En
la ciudad se observaba ya a esa hora bastante movimiento de vehículos
particulares y transporte público. Llegamos por fin a la terminal. El auxiliar
de a bordo no podía disimular, aunque se notaba que se esforzaba por hacerlo,
las huellas de varias horas de sueño; entregaba el equipaje a los pasajeros
ansiosos por recuperar sus valijas y llegar a tomar uno de los pocos taxis que
del otro lado de la estación esperaban. Pude llegar a tomar un taxi, y mientras
acomodaba mi valija al lado mío, en el asiento, le indiqué al chofer la
dirección del hotel que desde Mar del Plata, telefónicamente, había reservado.
Llegué por fin al lugar, era una construcción bastante moderna, un edificio de
pocos pisos y de un aspecto monótono y uniforme en su fachada. Por dentro, el
ambiente en donde se encontraba la recepción era mucho más acogedor y decorado
con muy buen tino. Me recibió un conserje que no disimuló estar a la espera de
mi llegada, evidentemente no era una época de gran arribo de turistas a la
ciudad. Me registré, contestando por unos segundos a algunos comentarios que el
conserje me hizo en relación con el viaje, al horario del servicio de desayuno,
y por fin me dirigí a mi habitación que se encontraba en el tercer piso. Cuando
me alojo en un hotel, tengo la peculiar facultad de familiarizarme con la
habitación de inmediato. Siento siempre una sensación de apropiación inmediata
del lugar, reconfortándome en el olor de las sábanas limpias, de las toallas
limpias; construyo de manera casi instantánea un mapa visual del lugar, el cual
me genera una sensación de silenciosa bienvenida que parecieran darme todos los
elementos que constituyen esa extraña población estable, testigo del ir y venir
de innumerables personas en un corto período de tiempo. La habitación tenía la
ventana un tanto levantada y el vidrio totalmente abierto, pero ni siquiera el
aire de la madrugada había podido desalojar el calor que había quedado
encerrado desde el día anterior. Decidí cerrar todo herméticamente, prender un
velador que se encontraba en la mesita de luz, entre las dos camas, y por fin
encendí el aire acondicionado y el televisor. Me acosté en una de las camas
semivestido y me quedé dormido casi instantáneamente, lo que creo, representa
una irrefutable prueba de mi extraña capacidad de aquerenciamiento con ciertos
lugares desconocidos.
Me desperté a las doce y media
del mediodía, en el televisor, un canal de noticias de Buenos Aires, daba cuenta
de la persistencia de la ola de calor en casi todo el país, se informaba de la
ausencia estadística de precedentes con los cuales compararla. El cuarto estaba
helado, de hecho, creo que casi inconscientemente, a media mañana, había echado
mano de una frazada que antes de acostarme, saqué de mi cama y puse en la cama
de al lado. Abrí la ventana, que me permitía ver gran parte de un pulmón del
hotel y una reducida porción de la calle. El sol era implacable, se veían, a
pesar de encontrarse el hotel en una zona bastante céntrica de la ciudad, muy
pocos caminantes por las veredas, lentos, desfallecientes; inclusive pude
decodificar desde esa mediana lejanía, el agobio fatalmente adherido al rostro
de una anciana que cargaba una bolsa enorme, librando una encendida batalla
dentro de una tormenta de fuego. El viento la detenía, hacía que cada uno de
sus pasos pareciera el último, pero la mujer resistió y se perdió tras la pared
trasera que disminuía mi campo visual. "Voy
a salir de todos modos", me dije, "no
voy a
quedarme muchos días y tengo que recorrer dos ciudades, cruzar el río, conocer
el océano a estas latitudes…no debe ser tan lejos." Me vestí rápidamente y
bajé. El conserje que me había recibido por la mañana ya no se encontraba en el
mostrador de la entrada, en su lugar, había una mujer de unos cuarenta y cinco
años, que muy amablemente, tomó las llaves de mi habitación. “Hoy batimos todos
los récords, cuarenta y tres grados hacen.” “Bueno, tendremos que animarnos y
salir de todas maneras, hasta luego.” “Hasta luego.” Desde una de las calles
laterales que surcaban la manzana de mi hotel, se veía un enorme edificio de
ladrillos a la vista. Casi no cabían dudas de que se trataba de una iglesia
céntrica. Decidí caminar en esa dirección, la calle seguía mostrando el mismo
panorama que vi desde mi cuarto, solo unos pocos valientes, casi suicidas,
entre los cuales me encontraba, transitábamos las veredas incendiadas por el
sol. No había vereda de sombra, pues habían pasado unos pocos instantes del
mediodía y el sol distribuía de forma casi equivalente sus haces de fuego.
Llegué a la plaza principal de Viedma. Unos cuantos taxistas fuera de sus
vehículos, sentados a la sombra de los árboles, y un grupo de tres ancianos
reunidos en torno a un banco, conformaban el esmirriado panorama humano del
lugar. Pregunté a uno de los taxistas en qué dirección se encontraba el río;
“vas hasta la esquina y agarrás esa calle a la derecha, te lleva derecho.”
Seguí las simples indicaciones y comencé a recorrer la calle; desde esa misma
esquina se podía advertir que me separaban del río unas pocas cuadras, ya que
se observaban lo que parecían ser las zonas arboladas que por la mañana vi con
mayor claridad cuando cruzábamos el puente. El barrio se iba embelleciendo a
medida que me acercaba al río. El silencio era casi absoluto, lo interrumpían el
paso de algún auto o el sonido de algunos aparatos de aire acondicionado que
daban a las veredas. Por fin tuve ante mí al río Negro. Crucé la calle y ahí
estaba, detrás de una línea de árboles. Las aguas del río Negro son de un verde
esmeralda, bastante transparentes. Ese día, a pesar del viento que soplaba
fuerte desde el norte, podía verse al agua deslizándose plácidamente sobre la
superficie. Caminé en dirección a un muelle desde el cual se veía partir una
lancha colectiva de madera. Carmen de Patagones, como inmersa en el centro de
un escenario mediterráneo, estallaba de agobio bajo ese sol, que desde la
mañana se había transformado en amo y señor de todo acontecimiento que se
desarrollase al aire libre. Llegué por fin al muelle y caminé toda su extensión
hasta que las barandas me impidieron seguir internándome en ese apetecible
señoreo de un agua que daba la impresión de encontrarse a una temperatura
bastante fría. Una rampa de hierro y madera, servía de plataforma de descenso a
los pasajeros que ascendían a las lanchas que cruzaban a la ciudad y a la
provincia vecinas. A pesar del tremendo calor, permanecí por unos minutos
observando el ascenso de pasajeros a una de las lanchas, pero al cabo de unos
pocos minutos, mi cuerpo comenzó a darme señales de estar cediendo ante los
constantes embistes de esas ráfagas que parecían surgir desde un contiguo
infierno. Era imposible permanecer en la calle. Evidentemente la poca gente que
se veía, no podía evitar por razones de trabajo o alguna otra causa ineludible,
el penoso peregrinar bajo esos estoicos árboles de la costanera. Decidí volver
al hotel en un taxi que se encontraba en el extremo del muelle.
Mi habitación había sido
acondicionada por esos benditos ángeles que son las mucamas de hotel. Habían
devuelto a ese lugar que por la mañana hice mío en tan pocos instantes, su
aspecto virginal de olores dulzones, de acogedora hospitalidad. Encendí
nuevamente el aire acondicionado, el televisor, y volví a acostarme con mucha
hambre y cansancio. "Cuarenta y tres
grados afuera, cuarenta y tres grados y yo acá, en esta maravillosa y
artificial penumbra vespertina, sintiendo la suavidad de las sábanas, el aire
fresco de la refrigeración, las voces lejanas del televisor como un coloquio
ininteligible, el sueño, el sueño… me late fuerte la cabeza… empiezo a
asustarme… ¿me levanto y pido
ayuda?... me duermo, me duermo y que sea lo que dios quiera… me duermo, me
duermo…"
Me desperté a las cinco y media
de la tarde. Salí nuevamente del hotel. El calor seguía invadiendo cada rincón
en la calle, pero debido a la hora, el sol ya no tenía la fuerza del mediodía.
Me dirigí por la calle del hotel hacia el río. Mi sentido de la orientación ya
me permitía trasladarme con más seguridad por el centro de la ciudad. Por fin
llegué al muelle del cual el ardiente mediodía me había desalojado con tanta
furia. Me senté en uno de los bancos de madera: “Calor ¿eh?, a cuarenta y tres
llegamos hoy.” “Sí, bravo ¿no?”, respondí al hombre que desde el banco de al
lado me había hablado. Viejo, calculé que cercano a los ochenta años. Vestía
una camisa de tela muy liviana, un pantalón largo que había levantado, dejando
sus pantorrillas al descubierto, y unos tiradores de un color anaranjado muy
graciosos. “Acá es bravo en verano, yo soy nacido y criado en Viedma y siempre
hizo calor acá. La gente que viene de Buenos Aires pregunta siempre, cree que
en la Patagonia
no hace calor. Yo soy nacido acá, acá siempre hizo calor.” “Y en invierno, ¿es
bravo el frío?” “No, para nada, se aguanta bien, el año pasado casi no tuvimos
invierno, cuatro o cinco heladas grandes, antes sí hacía frío, se juntaban una
helada con otra, yo soy nacido y criado acá.” “Y, ha cambiado el clima en todos
lados, hace unos años un hombre en Esquel me dijo que si seguía así iban a
tener que pensar en plantar palmeras en la montaña.” “¿Quiere un mate?”
“Bueno…, gracias.” “No, diga que acá tenemos el río que nos salva, se junta
gente en verano, ahora casi no hay nadie bañándose porque ya empezaron las
clases y la gente está en otra, pero se junta mucha gente en verano, y del lado
de Carmen también, ¿no vio como está del otro lado, las bajadas que le han
hecho al río?” “No, llegué esta mañana y la verdad es que el calor recién me
dejó salir ahora.” “¿Y le gusta Viedma?” “No la recorrí mucho todavía, pero
esta zona cerca del río me parece muy pintoresca.” “Yo me crié cinco kilómetros
río arriba, allá es más limpia el agua, cuando éramos chicos, nos bañábamos
horas seguidas, todas las tardes, y cuando salíamos, mi abuela, yo soy criado
por mis abuelos…” Hizo una pausa, tal vez esperando un comentario mío. Yo no
agregué nada, prefería no irme muy por las ramas en la conversación. “Cuando
salíamos del agua, mi abuela que en paz descanse nos lavaba la cabeza con jabón
de ese que se usaba antes, el de lavar la ropa, no había otra cosa. Con la
misma agua del río nos lavaba la cabeza, allá río arriba el agua es más
cristalina.” “Esa lancha cruza a Carmen, ¿no?” “Sí, la toma acá abajo, el
pasaje lo paga cuando llega allá, enseguida cruza, el pasaje lo paga allá, por
ésa rampa tiene que bajar y sube a la lancha, uno con veinticinco le sale el
pasaje.” El conductor de la lancha amarraba una cuerda a una plataforma de
madera. Cuando terminó, bajó e invitó a la gente a descender. Se habían
agrupado entorno mío y del viejo, cuatro o cinco pasajeros que seguramente
esperaban para cruzar a la ciudad de enfrente. “¿Va a cruzar?”, preguntó el
hombre, con un dejo de resignación ante la posibilidad de perder a su
interlocutor. “Tómese otro mate.” “Uh, gracias, bueno, me voy a conocer
Carmen.” “Vaya para aquel lado por la costanera, es muy bonito, uno con
veinticinco le sale el pasaje.” “Gracias, gracias por los mates.” Me despidió
con la mano levantada a la altura de la cabeza, sin demostrar demasiada
efusividad, pero se notaba que hubiese preferido que me quedase a hablar con
él. Subí a la lancha con unas siete u ocho personas, y en unos pocos minutos
estábamos en Carmen de Patagones. Siguiendo el consejo del viejo, caminé río
abajo por la costanera. En ese lugar, los alrededores del río se encuentran más
arbolados, circunstancia que acrecentaba la sensación de estar ya en un
atardecer que de a poco se iba imponiendo. En la orilla del río habían colocado
de manera muy prolija, una especie de enormes bolsones de arena, construidos
con una tela gruesísima que tenía la
textura y la apariencia visual de una alfombra. Resistí la tentación de meterme
en el río, ya que no llevaba ropa adicional para cambiarme, pero bajé esa
especie de escalinata que conformaban los bolsones superpuestos gradualmente y
toqué el agua tibia que seguía desplazándose lentamente en su tránsito hacia el
océano. Muy de a poco la luz se iba retirando, pero este replegarse, no se
condecía con la calurosa temperatura ambiente, que parecía empecinarse en
establecerse en la región, provocando otra noche tremenda. El viento, quizá en
un secreto acuerdo con los demás elementos que conformaban ese cuadro
fatalmente caliente, también cedía a medida que el sol se retiraba. Decidí
volver hacia la zona desde la cual había comenzado mi caminata. Carmen de
Patagones se encuentra sobre uno de esos levantes amesetados, desde la costa se
ve como la ciudad se eleva, exhibiendo calles que ascienden entre tapiales por
los que asoman enredaderas regadas artificialmente. En una escalinata cercana
al lugar de desembarco se ve la ciudad en tres planos, el de la costa, el de
las escaleras interminables surcadas por antiguas construcciones, y como centinelas
blancos las torres de la iglesia. Este maravilloso cuadro en tres dimensiones
superpuestas, recibía a esa hora el exhausto tinte naranja del sol que seguía
cayendo. Sentí, no por primera vez, esa sensación que pareciera transmitirnos
que algunos lugares, conscientes de nuestra presencia y de su esplendor,
componen voluntariamente esas deslumbrantes semblanzas de sí mismos.
Ya era de noche cuando llegué de
regreso al hotel. En la conserjería se encontraba el empleado que por la mañana
me había recibido: “Puede cenar acá en el comedor del hotel.” “Ah, que bueno,
la verdad es que estuve caminando mucho en Carmen y no tengo ganas de volver a
salir. Además hace una noche insoportable.” “Y para mañana anuncian otro día de
más de cuarenta.” “Bueno, ¿a qué hora puedo bajar a cenar?” “Desde las veinte
treinta ya está funcionando el comedor, y tiene tiempo hasta las veintitrés.”
“Gracias.” “No, por favor.” Bajé a cenar a las diez de la noche. Había dos
mesas ocupadas además de la mía. Desde el gran ventanal del comedor, se veía el
tránsito de gente por la vereda. Muchos dejaban entrever involuntaria y
silenciosamente, en un gesto de tortuoso fastidio, las secuelas del día
tremendamente caluroso; tal vez muchos habían escuchado el pronóstico, razón
que seguramente consolidaba con mayor énfasis la expresión del hastío. Resolví
acostarme temprano, para aprovechar el día desde la mañana. Volví a despertarme
en un ambiente helado a causa del aire acondicionado. Bajé y desayuné
rápidamente.
La plaza a media mañana mostraba
el mismo aspecto solitario del día anterior, todo parecía una réplica, no
cabían dudas de que la razón era el clima. De todos modos contaba con el
atenuante de un cielo bastante nublado, pero que no evitaba la sensación de
estar derritiéndose. Tomé un colectivo de línea, que hacía el recorrido entre
Viedma y El Cóndor, el pueblo más cercano con playas en la costa atlántica de
Río Negro. El panorama desértico y las pequeñas mesetas conformaban una
constante. Llegamos al pueblo tras unos cuarenta minutos. Caminé hasta la
costa. El viento continental casi impedía caminar. Tuve que meditar si recorrer
los doscientos o trescientos metros de playa, ya que como el viento soplaba
desde la tierra, el regreso se haría difícil. "No puedo estar acá y no tocar el agua, no ver esas olas enormes de
cerca… Vamos. Qué arena horrible, cuántas piedras, cómo pinchan los brazos los
granos de arena, qué viento de mierda… No llego más, qué calor por dios, menos
mal que está nublado. Ya llego, ya llegamos. Es marrón el agua, acá es
imposible bañarse. ¿Será el día o será siempre así? Uh, es fría. Ya la toqué,
me vuelvo. Qué viento de mierda, tengo que cerrar los ojos, cómo pincha esta
arena gruesa y oscura. Ya llego, vamos ya llegás. Tengo arena en los zapatos,…
también, a qué idiota se le ocurre venir
a la playa con zapatos. Me dijeron que eran cómodos como zapatillas. En las
zapatillas se mete igual esta arena de mierda. Llego, ya llego. Ya estoy en la
vereda, creí que no llegaba. Se está nublando mucho pero el calor no cede. No
puedo seguir caminando, me vuelvo a la terminal y espero bajo el tinglado
leyendo 'La arboleda'."
“Sí, la verdad es que tenía
razón, es muy linda la costa del lado de Carmen.” “¿Vio la bajada, los bolsones
de arena?” “Sí, me dieron ganas de meterme al río, hacía tanto calor, bah!,
igual que hoy. Y hoy a la mañana estuve en El Cóndor.” “Ah, ¿fue para la boca?”
“¿Cómo la boca?” “Acá le decimos la boca a esa zona porque ahí nomás desemboca
el río en el mar.” “Ah…, igual me vine en el primer colectivo porque había
mucho viento y con tanto calor…” “Y, hoy llegaremos a cuarenta, diga que está
nublado.” “La verdad nunca pensé que iba a pasar días de tanto calor
precisamente en la
Patagonia.” El viejo tenía los mismos tiradores anaranjados
del día anterior. De la conversación y de la expresión amigable se infería que
tenía intenciones de dialogar conmigo. Yo por mi parte no tenía ánimo de seguir
moviéndome, por eso había ido de nuevo a ese muelle desde el cual volvía a
partir una lancha cruzando gente a la otra orilla. “Acá siempre hizo calor, yo
viví toda mi vida acá en la zona. Diga que tenemos el río acá en verano, que
sino… Cuando yo era pibe lo disfrutábamos tanto. Nos íbamos por ahí en
bicicleta y nos bañábamos casi todos los días en el río. ¿Quiere un mate?...
Una vez nos llevamos un julepe de la puta madre, nos encontramos un muerto.”
“¿Un muerto, qué, en la calle?” “No, yo lo conocía porque mi abuelo le compraba
pollos, a veces algún lechón para alguna ocasión especial, criaba animales para
vender, vivía de eso. Y era un hombre muy bueno con todo el mundo. Nosotros de
pibes pasábamos siempre a pedirle agua en verano, cuando salíamos en bicicleta,
y él charlaba, no lo dejaba ir a uno, se conoce que pasaba solo mucho tiempo. Mi
abuelo también, cuando iba se quejaba de que no lo largaba. -Dos horas para
comprar un par de pollos- decía mi abuelo, pero le daba lástima, por eso iba
igual a comprarle.” “Y, a veces la gente se siente sola y necesita hablar con
alguien.” “¿Cómo se llamaba el hombre?, no me acuerdo, pucha, ¿cómo se
llamaba?, bueno no importa, sí, y lo encontramos muerto una vez, en la casa
estaba, nos pegamos un julepe. Sentado en la mesa estaba, y ya había bastante
olor a cristiano, no, el olor del cristiano muerto es insoportable, debía hacer
uno o dos días que se había muerto, calor como hoy hacía, igual que hoy.” “¿Y qué
hicieron?, salieron corriendo seguro.” “No, nos quedamos mirando, se conoce que
se había preparado el mate, porque tenía el mate armado, con la yerba seca y la
pava llena de agua en la mesa. Tengo el dibujo en casa. Yo dibujo en los ratos
libres, tengo muchos dibujos de acá de la zona. Siempre dibujé, desde chico
dibujé. Hoy justo no traje el cuaderno. Yo ando casi siempre con un cuaderno en
que hago el boceto y después si me gusta lo paso al papel más grande, en
carbón.” “Y ¿conserva el dibujo del muerto?, uh, me gustaría verlo.” “Sí, tengo
casi todo guardado lo que he dibujado. Ése tardé mucho en pasarlo al carbón.
Los otros pibes que estaban conmigo me decían que estaba loco cuando me quedé
observando al muerto, ¿cómo se llamaba?, me quedé mirándolo un rato y después
saqué el cuaderno que llevaba en una carterita que me había hecho mi abuela,
…yo fui criado por mis abuelos, mi abuela me había hecho una carterita con unos
recortes de género, la tengo todavía, el dibujo también. Saqué el cuaderno y el
lápiz y me puse a dibujarlo. Los pibes me decían que estaba loco, que no se
aguantaba el olor ahí adentro, pero yo me quedé a dibujar. Ellos se quedaron afuera,
yo los escuchaba jugar, hablar del muerto, que yo estaba loco decían, estuve
como media hora dibujando. Después ya nos volvimos para las casas. Yo les pedí
que no contaran que había dibujado al muerto, pero se ve que alguno les contó a
los padres, porque al otro día, cuando mis abuelos vinieron del velorio, se
conoce que algún padre de los pibes les contó porque mi abuelo por poco no me
da la paliza de mi vida. Yo les dije que lo había tirado. Yo había sacado la
hoja del cuaderno por las dudas, por eso le mostré el cuaderno a mi abuelo y me
creyó y me salvé de la biaba.” Yo por mi parte pensaba en el dibujo, en el
dibujo del muerto sin nombre. Mientras el viejo me hablaba, mis pensamientos se
encolumnaban detrás de un solo objetivo: demostrarle interés por sus dibujos al
carbón para que me los mostrara, y entre ellos, poder tener la oportunidad de
observar el del cadáver. “¿Por qué no se viene al hotel?, mire, acá le anoto la
dirección. Se viene a la noche y lo invito a cenar, así me muestra todos sus dibujos.”
“No, no se va a poner en gastos. Si quiere véngase para mi casa ahora y se los
muestro.” “Véngase para el hotel, en serio, así como acompañado y me cuenta más
cosas de Viedma; además así veo los dibujos. Dígame su nombre, que ya charlamos
un montón y no le pregunté.” “Juan.” “Bueno Juan, ¿se viene esta noche a las
nueve más o menos?, yo estoy en la habitación 304, acá le anoto, avisa abajo en
conserjería y yo bajo y comemos algo, yo lo invito, ¿qué le parece?” “Bueno,
está bien, hoy voy entonces.” “Lo espero, no me falle eh.”
"¿Vendrá el viejo?, qué calentita que está el agua. Siempre haciendo
todo temprano, con tanto tiempo de sobra. Si hoy me muestra los dibujos, …el
dibujo, mañana me vuelvo a casa. Un dibujo de un muerto, capaz que no se lo
mostró a mucha gente, es como si se me retaceara el viejo. Por ahí no viene a
cenar, y yo que reservé y pedí de antemano hasta el vino. No me queda mucha
guita… No saldría nunca de la ducha, que hermosa que está el agua. ¿Se habrá
largado a llover afuera o seguirá el calor?, me dijo el conserje que no llueve
casi nada en Viedma. Un dibujo de un muerto hecho hace tanto tiempo, bah, me
dijo que tardó bastante en pasarlo, lo escondió, sino le daban la biaba de su
vida. ¿Será soltero el viejo o viudo?, los hombres casi siempre nos morimos
antes que las mujeres. Qué cerca que está siempre la hija de puta, en cualquier
momento te agarra y puf!, al otro lado, ¿qué lado?. La verdad es que si hay
algún lado me merecería un premio por haberme aguantado este calor de mierda.
Después hablan del infierno…, si esto no es el infierno, … son tan cortos los
inviernos ahora. Por ahí viene. Me voy a terminar el agua del hotel si sigo en
la ducha.
¿A ver cómo está?, uh, parece que en cualquier momento se viene abajo
el cielo, carajo, si llueve el viejo me planta y me quedo con la leche. Que no
llueva, que llueva a la madrugada, total abajo también prenden el aire. Que no
se les ocurra apagarlo justo hoy, … la gente mide el clima de acuerdo con el
almanaque a veces. Cómo cambió el clima, este año va a ser muy caluroso seguro.
¿A ver en la tele si dicen algo?, algún pronóstico por ahí engancho de acá de
la zona. Que no me falle… Uy!, son las nueve y cinco, no viene, me plantó el
viejo, para qué carajo me comprometo con un desconocido, podría estar en otro
lado y ahora estoy acá como un rehén por pelotudo. A las nueve y media si no
viene bajo a comer solo, y que se cague, después si viene poca bola le voy a
dar. Las nueve y cuarto. Tendría que haber ido a la casa hoy a la tarde, pero
andá a saber por dónde vive el viejo, por ahí se amilanó por la tormenta ésta
latente que no estalla nunca. Qué muerta que está la calle, no pasa casi nadie,
por ahí en el centro hay un poco más de gente…"
A las nueve y veinte sonó el
teléfono de mi habitación y me avisaron que Juan me esperaba abajo. Les pedí
que por favor lo acomodaran en la mesa –la misma en que había cenado la noche
anterior-. Elegí esa mesa porque se encontraba bastante alejada del resto,
cerca de la ventana, pensando en que mi invitado, tal vez demasiado reservado
con respecto a que los demás comensales escucharan, se guardara cosas
interesantes en la conversación y no se animara a sacar los dibujos… "¿Y si no me trajo nada, si me miente y me
dice que se los olvidó?, no, se muestra bastante orgulloso cuando habla de sus
dibujos. Este ascensor de mierda, ¿habrán dejado la puerta abierta abajo?,
abajo está, no, ahí viene."
“¿Qué quiere comer Juan?, pida lo
que quiera, ayer comí mariscos, la verdad es que los preparan bárbaro acá, pero
pida lo que quiera.” “Lo que coma usted, a mí me gusta cualquier cosa.” “¿Le
parece unos pulpitos a la provenzal para empezar?” “Lo que usted pida, yo como
de todo.”
“Uh, trajo los dibujos en el
bolsito, ¿los puedo ver?” Sacó del bolso un montón de dibujos enrollados. “Este
es de allá río arriba, tiene unos cuantos años.” “Qué lindo lugar, esto lo hace
en carbón ¿no?” “Sí, probé con otras técnicas pero ésta es la que mejor manejo.
Este es del camino a la boca, lo hice el invierno pasado.” Fue relatándome una
a una las historias y las características de los lugares que había dibujado. No
soy un entendido en artes plásticas, pero me temo que no erraría si me arriesgo
a testimoniar que los dibujos estaban muy bien logrados. Realmente, con una
técnica que yo juzgaba muy limitada, dado que sólo se cuenta con los matices
que el carbón permite darle al papel, -es una cuestión de presión-, manifestó
Juan cuando le planteé mi inquietud al respecto, el viejo lograba con sus dibujos
insertarlo a uno en esas escenas que retrataba, logrando generar una sensación
de multiplicidad y perspectiva asombrosas. De todas maneras, verdaderamente
sorprendido por los logros pictóricos de Juan, la idea de llegar al dibujo del
muerto no perdía fuerza en absoluto en el morboso coloquio que sostenía en mi
mente, paralelamente a la conversación que mantenía con el viejo, respecto de
sus trabajos… “Este es el de Gauna, me acordé el nombre justo cuando terminamos
de hablar hoy en el muelle.” El mozo llegaba justo en ese momento, trayéndonos
el plato principal y ocupando por desgracia casi toda la mesa con fuentes y
platos. Se hacía imposible desplegar los dibujos en esa situación, por lo que
le sugerí a Juan que los guardara para después del postre, intentando avivar el
interés de mi invitado, describiendo las cualidades de un vino del Alto Valle que le prometía,
degustaríamos más cómodamente en los sillones del hall, lugar que por otra
parte consideraba más propicio para desenrollar la tan esperada epifanía.
"Qué lento que es para comer. Pero no, no puedo apurarlo o hacer algo
para acelerar la cena, a ver si se da cuenta y se va sin mostrarme el dibujo de
Gauna. Se acordó el nombre…Que no llueva, a ver si el viejo se asusta por la
lluvia y se me escapa… Le digo que le pago un taxi y listo, se lo ve cómodo,
capaz que nunca come estas cosas, …voy a ir pidiendo que me preparen el vino
que le prometí para tomar en el hall mientras vemos el resto de los dibujos, …y
el de Gauna, de paso cuando lo pido me doy cuenta si tiene ganas de quedarse o
no." “Sí, dentro de unos veinte minutos, vamos a tomarlo en el hall con el
señor.” El mozo nos dejó nuevamente solos y Juan seguía relatándome un
desgraciado episodio que había hecho que uno de sus hijos se distanciara de él
desde hacía unos cuantos años. “¿Y vive solo usted Juan?” “Sí, mi señora
falleció hace tres años, cáncer pobre, aguantó un año pero no se pudo hacer
nada. Mi hijo siempre me reprocha que no buscamos otro profesional, por qué no
la llevamos a Buenos Aires a ver si allá se podía hacer algo. No sé, a uno le
queda esa sensación de no haber hecho todo lo posible. Mejor es irse como
Gauna, tomando mate. Vaya a saber uno si sufrió ese hombre. Parece que no.” “Y,
uno siempre piensa que en el momento de irse es mejor que la cosa sea así,
rápida, igual no creo que sea tan bueno que la muerte lo agarre así a uno, tan
desprevenido, tampoco me parece muy tranquilizador. Bueno, ¿qué le parece si
nos vamos al hall a tomar ese vinito y me muestra los dibujos?” “Mire, no se
ofenda pero mejor lo dejamos para mañana, parece que se está por largar a
llover y no sé cómo me vuelvo si se larga.” “Hombre, por favor, yo le pago el
taxi, se largue o no se largue, además consulté el pronóstico en internet y
dicen que hasta mañana a la tarde no llueve. Quédese hombre, mire que yo mañana
me voy y me pierdo los dibujos.” No tuve que insistir más que eso,
evidentemente, habiéndose asegurado su viaje de vuelta, el viejo volvió a
recuperar ese divismo artístico que en la cena empecé a percibir, debo decir
que de manera un tanto grosera y excesiva, ostentaba su orgullo con respecto a
sus dibujos, orgullo este que traía aparejado un cierto celo fingido a la hora de mostrarlos.
No obstante, no tuve que insistir demasiado para llevarlo al hall en donde
desplegó nuevamente sus obras, de las cuales, una, despertaba en mí ese morbo
inusitado, realmente a medida que veíamos los dibujos, tenía que sostener una
actuación tendiente a disimular mi verdadero interés. “Acá tiene el de Gauna, vea
nomás.” Y ahí lo tenía, frente a mí, el dibujo del muerto que tantas horas de
ansiosa obsesión me había provocado. Lo tomé para verlo más de cerca. El viejo
acompañó su “obra” hasta que no le dio más el largo del brazo. No se había
detenido demasiado en el fondo de la epifanía. Este tan solo conformaba el
contraste, el sustento de la escena, la última escena de Gauna. Una mesa, sobre
ella el mate y la pava, y sentado en la única silla Gauna, descalzo, llevaba
puesto un pantalón mal hilvanado, una camisa desprendida que dejaba escapar un
vientre bastante abultado, ese típico vientre redondo de hombre viejo y
delgado, como si se hubiese tragado una pelota de fútbol. En la cara no habían
quedado huellas de la supuesta crisis que se supone debe representar la muerte
para alguien que es sorprendido mateando en una calurosa tarde de verano. Los
ojos estaban semiabiertos, nublados, parecía como si Gauna hubiese sentido
sueño y hubiesen quedado frizados en un desinteresado e involuntario paneo del
suelo. El pelo, bastante largo en las sienes, caía levemente sobre el hombro
izquierdo, debido a que la cabeza tenía una tenue inclinación hacia ese lado.
“No me va a creer pero le juro que nunca se lo mostré a nadie, es violar un
poco la intimidad de alguien, pero en ese momento no pude contenerme y parar de
dibujar, por eso tardé tanto en pasarlo acá, como usted lo ve.” “No, le
entiendo Juan, pero mirándolo pareciera como si Gauna estuviese orgulloso de
mostrarnos su última escena. Va a creer que estoy loco, pero siento como si el
dibujo lo trajera a este momento y él estuviera acá con nosotros, diciéndonos
que no le importa, que en realidad quiere compartir esto con nosotros. O por
ahí es la misma muerte que nos habla, trascendiendo las limitaciones del
tiempo, revelándonos que a veces no se ensaña tanto con los mortales, ¿no le
parece?” “No me va a creer, pero yo pensé lo mismo que usted está diciendo
ahora, creo que es por eso que me atreví a pasarlo y conservarlo. ¿Quiere
quedárselo?” Yo sentí que debía, por una razón de fingida condescendencia,
rechazar en un primer ofrecimiento el dibujo. “No, por favor, es algo suyo, ¿no
lo quiere conservar?” “No, prefiero que usted, ya que hizo la misma
interpretación que yo del hecho, se quede con el dibujo. Podría usted hacer lo
mismo en un tiempo, endosarle el mensaje de Gauna a alguien que usted crea que
se lo merece.” “Bueno, la verdad es que siento que debo aceptarlo. Gracias
Juan, es muy amable; valoro mucho lo que me está dando, créame, se lo digo
sinceramente.” “Por eso se lo doy. ¿Cuándo se va de Viedma?” “Mañana creo, si
consigo pasajes; me parece que voy a tener que viajar con un diluvio.” “No
crea, si ya no llovió, el mar se traga la tormenta y mañana tenemos un día
igual a hoy. Me tengo que ir.” “Le llamo un taxi Juan.”
Pasé el día siguiente en el
hotel, había reservado un pasaje para salir a la noche. Cumpliendo con el
empírico vaticinio de Juan, el mar se había “tragado” la tormenta y el calor
abrasador había reproducido por un día más el incendio. Como el primer día,
observaba a la gente desde el limitado campo visual de mi habitación,
arrastrándose lentamente por la vereda. Al volver a observar el dibujo, y
recordando la charla con Juan, pensé en el día de la muerte de Gauna. ¿Era mi
recuerdo el que lo traía hasta el presente? Es evidente que nos es imposible
constatar la exacta reproducción de un día pasado. Viedma había cambiado, no
cabían dudas, desde el día en que Gauna murió; muchos se fueron después que él,
se habían construido muchos edificios y casas, por lo tanto el escenario era
otro; otros hombres, otras casas, otros edificios, otras historias; pero sin
embargo había un protagonista de aquel evento que sentí, había conservado
intacta su substancialidad, el calor. Fue el calor por otra parte lo que disparó
mi conversación con Juan en el muelle, como colándose sutilmente, se instaló en
nuestra charla y nos fue llevando al
dibujo.
Desplegué ya en el bus nuevamente
la epifanía. La noche no daba indicios de cambios climáticos; cambiaba el
escenario, pero en mi memoria y en mis manos, un personaje permanecía
inamovible, el calor, ese calor, ese único calor que en Viedma, a veces vuelve.
Es sólo cuestión de Tiempo.