miércoles, 10 de julio de 2019

Recuerdo, por un joven llamado Marcel


Recuerdo es un cuento que forma parte de los primeros doce textos de Proust que contaron con la reválida simbólica de pasar por la imprenta. Fue publicado por Le Mensuel, una revista que se editó en París entre octubre de 1890 y septiembre de 1891.

Escribió Jérôme Prieur en el estudio introductorio de Marcel antes de Proust: “Cada nuevo lector, es cierto, inventa a Proust, pero hace falta decir que a través de los años, las épocas, las generaciones, las circunstancias, e incluso los países, las culturas, los años luz, es él el que nos inventa a nosotros, el que nos observa. Después de un siglo, nos hemos ubicado bajo su mirada.” Semejante dictamen, sumado a lo que Proust y Henri Bergson nos enseñaron acerca de ese tiempo irrelevante simbolizado bajo una mera cifra, deberían ser razones suficientes para dejar de lado las cronologías y no esperar los aniversarios exactos para aportar un grano de arena más respecto de la obra de alguien cuya vigencia (se comparte la opinión de Prieur) sigue siendo tan categórica. Pero por alguna razón, seguimos aguardando fechas conmemorativas como la de hoy, aniversario de su nacimiento en Auteuil el 10 de julio de 1871, para hablar o escribir sobre el autor de En busca del tiempo perdido, creyendo que de ese modo nos volvemos más oportunos.

Le Mensuel fue una revista modesta en su formato, pero con grandes pretensiones en lo relativo a su redacción. Tenía entre 10 y 16 páginas y carecía de ilustraciones. Su pretensión de retratar y describir la realidad, la actualidad, no solo las de Francia, sino también los acontecimientos geopolíticos, se valió ―tal vez por una cuestión de ahorro de espacio y dinero, quizás a instancias de simplificar el proceso de edición― de lo meramente textual. Su editor jefe, Otto Bouwens Van der Boijin (1872-1922), era un joven generacional de Proust, quien al igual que él, cursó sus estudios en el Liceo Condorcet de París. Otto Bouwens, posteriormente hombre bastante influyente, además de dramaturgo y compositor de música para piano, era hijo de un conocido arquitecto parisino de origen holandés. La relación que tuvo con el joven Proust fue muy fugaz, no conociéndose más allá del período de publicación de Le Mensuel algún otro tipo de contacto, razón por la cual se conjetura como algo muy probable que debe haber habido alguna clase de discordia entre ambos. Escribió Jean-Yves Tadié: Otto Bouwens “atraviesa como un meteorito invisible la biografía de Proust hasta el día de hoy… ¡Extraña desaparición la de este personaje con el que Marcel seguramente habrá tenido alguna desavenencia y al que dejó de frecuentar!” (Jean-Yves Tadié, Marcel Proust, París, Gallimard, 1996)

¿Venganza literaria? Al leer las biografías de Proust, uno se entera de que se cobró unas cuantas facturas pendientes en su literatura, y algunas de sus revanchas no fueron precisamente sutiles. En La Prisionera, quinto tomo de En busca del tiempo perdido, aparece una sola vez un personaje llamado Otto, fotógrafo con quien Odette se había hecho hacer unas fotografías que a su esposo Swann no le agradaban tanto como una pequeña foto de álbum tomada en la juventud de su mujer en Niza. Es cierto también que Marcel Proust trató en París a un fotógrafo mundano llamado Otto Wegener a finales del siglo XIX. Hay, cuando menos, dos retratos hechos por él en torno a 1895 y una foto en grupo en la que el escritor aparece junto a sus amigos Robert de Flers y Lucien Daudet. Teniendo en cuenta la precisión milimétrica, obsesiva, con la que Proust planificó, escribió y corrigió semejante novela, resulta improbable que la aparición de ese nombre en un personaje que se gana el descrédito de Charles Swann haya sido casual. ¿A cuál de los dos Ottos aludirá? Sea cual fuere la respuesta, nunca se sabrá, a menos que en el futuro aparezca alguna correspondencia inédita en la que el factible vengador escriba a algún destinatario sobre el asunto y revele algún detalle esclarecedor.  

Previamente a su paso por Le Mensuel, las publicaciones del adolescente Marcel se dieron en las revistas editadas con sus compañeros de liceo, copiadas a mano y reproducidas con papel carbón: “Una publicación que no es ni naturalista, ni idealista, ni decadente, ni incoherente, ni progresista, ni delicuescente, puede parecer extraordinaria. Pero más extraordinario es que haya una publicación naturalista, idealista, decadente, incoherente, progresista y delicuescente. La revista de arte y de literatura, no obstante, es tanto lo uno como lo otro. Sin tomar partido ni hacer distinciones de género, aceptamos todo lo que nos parezca digno de leerse.”, se anunciaba en la presentación del primer número de una serie de revistas conformada por Le Lundi, La Revue verte y La Revue lilas.

Hay tres textos personales de Proust en Le Mensuel: Poesía, poema firmado por M. P., Cosas Normandas (único escrito certificado con el verdadero nombre del autor y que habla sobre Trouville, Normandía, a comienzos del otoño), y el cuento Recuerdo que se comparte al final de esta entrada, publicado bajo el seudónimo Pierre de Touche. El resto de sus colaboraciones para Le Mensuel consiste en artículos que cubren mayormente las secciones de moda, music hall y pintura, adoptando los alias Estrella Fugaz, De Brabant, M. P., Y, Carbonilla y Bob. El uso de seudónimos era por lo visto una suerte de patrón editorial en la revista. Otto Bouwens por su parte firmaba sus publicaciones con sus iniciales o las de Le Mensuel. Indicar el nombre del autor, como lo hace Proust en Cosas Normandas, era en consecuencia la excepción a la norma. Incluso el apodo Y, utilizado por Proust en Miscelánea, una crítica bastante cáustica a un poemario de Gabriel Traireux titulado Confiteor, es empleado por otro autor para firmar un artículo sobre la difusión de la censura. Esto se infiere de la enorme incompatibilidad de estilos entre ambos textos.   

Hasta 2012, año en que se publicaron en Francia, recobrados y prologados por el bibliófilo Jérôme Prieur bajo el nombre Marcel antes de Proust. Textos recobrados de Le Mensuel, los trabajos de Marcel Proust editados por la revista dirigida por Otto Bouwens, formaron parte de una pequeña e incipiente franja de su obra sobre la cual la crítica y los biógrafos no habían puesto prácticamente su atención. Acaso el motivo sea que se conocen solamente dos colecciones completas con sus doce números, que van desde el correspondiente a octubre de 1890 al de septiembre de 1891. En el año 2016, se publicó la primera traducción del libro al español realizada por Matías Battistón (Buenos Aires, Ediciones Godot, 2016).  

Es imposible dejar de observar en el cuento Recuerdo, texto divulgado en el último número de la revista, la impronta decadentista, elegíaca y romántica de un joven visiblemente influenciado por la literatura de Edgar Allan Poe. Pero también se exponen, en la forma en que podía hacerlo un escritor ―con un enorme potencial― pero amateur, un escritor de veinte años, los temas de un amor inviable, así como el del paso del tiempo cronológico y sus consecuencias físicas y psicológicas, materias trabajadas posterior y magistralmente, de manera mucho más exhaustiva, en En busca del tiempo perdido. Aparece asimismo un personaje llamado Odette, nombre de una de las heroínas centrales de  À la recherche.
Recuerdo
Un criado de librea marrón con botones de oro me vino a abrir y me hizo pasar casi de inmediato a una sala tapizada en cretona, con paneles de madera de pino y vista al mar. Cuando entré, un muchacho, un joven bastante apuesto, se puso de pie, me saludó con frialdad y luego siguió leyendo su periódico, sin dejar ni por un momento de fumar su pipa. Me quedé de pie, algo incómodo, diría incluso algo preocupado por el recibimiento que se me daría aquí. ¿No me habría equivocado, después de tantos años, en venir a esta casa, donde quizá me hubieran olvidado desde hacía mucho? ¿Esta casa antaño tan hospitalaria, donde había vivido horas profundamente dulces, las más felices de mi vida?

El jardín que rodeaba la vivienda y que formaba una terraza en una de sus extremidades; la casa misma, con sus dos torres de ladrillo rojo e incrustaciones de mayólica de diversos colores; el largo vestíbulo rectangular, donde pasábamos los días de lluvia; y hasta los muebles de la sala a la que acababan de hacerme pasar: nada había cambiado.

Unos instantes después, entró un viejo de barba blanca; era muy petiso y muy encorvado. Su mirada vacilante tenía su expresión de una gran indiferencia. Reconocí de inmediato a Monsieur de N. Pero él no me reconoció a mí. Me presenté varias veces: mi nombre no evocaba en él recuerdo alguno. Nos miramos a los ojos, sin saber muy bien qué decir. Me esforcé en darle pistas, pero fue en vano: me había olvidado por completo. Yo era un extranjero para él. Íbamos a despedirnos, cuando la puerta se abrió bruscamente: “Mi hermana Odette ―me dijo, con una vocecita aflautada, una bonita niña de unos diez a doce años― acaba de enterarse de su llegada. ¿Quisiera venir a verla? ¡Se pondría muy contenta!”. La seguí, y bajamos al jardín. Allí, en efecto, encontré a Odette, acostada en una chaise longue, envuelta en un enorme manto escocés. No la habría reconocido, por así decirlo, de tan cambiada que estaba. Sus rasgos se habían alargado, y sus ojos, rodeados de círculos oscuros, parecían perforar su lívido rostro. De su belleza, que tan deslumbrante había sido, ya no quedaban ni rastros. Con un gesto un poco forzado, me pidió que me sentara cerca. Estábamos solos. “Seguramente estará muy sorprendido de encontrarme en este estado”, me dijo después de unos instantes. “Lo que sucede es que, desde mi terrible enfermedad, quedé condenada a guardar reposo acostada, sin moverme. Vivo de sentimientos y de dolores. Sumerjo la mirada en este mar azul, cuyo tamaño, en apariencia infinito, tanto adoro. Las olas, que vienen a romper contra la costa, son pensamientos tristes que acuden a mi mente, así como esperanzas que debo abandonar. Leo, leo mucho, incluso. La música de los versos evoca en mí los más dulces recuerdos y hace vibrar todo mi ser. ¡Qué amable de su parte no haberme olvidado después de tantos años, y haber venido a verme! Es algo que me hace bien. Ya estoy mucho mejor. Puedo decírselo, ¿no  es así? Ya que hemos sido tan buenos amigos. ¿Recuerda los partidos de tenis que jugábamos aquí, en este mismo lugar? Yo era muy vivaz en aquel entonces, muy alegre. Hoy en día, ya no me queda vivacidad, ya no me queda alegría. Cuando veo cómo el mar se retira a lo lejos, muy a lo lejos, pienso a menudo en nuestros paseos solitarios al bajar la marea. Guardo de ellos un recuerdo encantador, que podría bastar para ser feliz, si yo no fuera tan egoísta, tan mezquina. Pero, como verá, me cuesta resignarme, y de tanto en tanto no puedo evitar rebelarme contra mi suerte. Paso el tiempo así, aburriéndome sola, porque estoy sola desde la muerte de mamá. Y papá está demasiado enfermo y viejo como para ocuparse de mí. Mi hermano sufrió mucho por una mujer que lo engañó de un modo espantoso. Desde entonces, vive ensimismado; nada puede consolarlo o siquiera distraerlo. Mi hermanita, por su parte, es muy joven, y, además, hay que dejarla vivir feliz, mientras le sea posible”.

Mientras me hablaba, su mirada se iba animando; el color cadavérico de su tez había desaparecido. Había recuperado su expresión dulce de antaño. Era linda de nuevo. ¡Dios mío, qué hermosa era! La habría querido estrechar entre mis brazos, habría querido decirle que la amaba… Nos quedamos así, juntos, durante otro buen rato. Luego la llevaron adentro, porque la tarde refrescó. Después tuve que despedirme de ella. Las lágrimas me sofocaban. Recorrí ese largo vestíbulo, ese jardín delicioso, con alamedas cuya grava, lamentablemente, nunca volvería a crujir bajo mis pies. Bajé a la playa; estaba desierta. Comencé a caminar, meditativo, pensando en Odette a orillas del mar, que se retiraba con calma e indiferencia. El Sol había desaparecido detrás del horizonte, pero sus rayos purpúreos coloreaban todavía el cielo.
Pierre de Touche