sábado, 17 de noviembre de 2018

Roi Soleil, de Albert Serra, en el marco del 33º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata


El último film del catalán Albert Serra tiene su precursora. La Mort de Louis XIV (2016), protagonizada por el icónico Jean-Pierre Léaud, narró el lento proceso de agonía del monarca, rodeado de sus acólitos, en el marco de una habitación en donde lo que imperaba era un tenebrismo caravaggiano de candelabros, sombras y rostros atónitos ante la muerte de alguien considerado un semidiós. Ahora, el entorno es otro: un ámbito de dos niveles unidos por una escalera, un rectángulo de leds en el techo, un piso agrietado, tres almohadones, una torre de masas de repostería, un pequeño espejo, un par de adminículos de asistencia personal para un enfermo y una luz roja de la que nada escapa. El actor que ahora personifica al Rey Sol, es Luís Serrat, quien participó en buena parte de la filmografía de Serra, interpretando desde Sancho Panza en Honor de Cavallería (2006), hasta a Pompeu, el asistente de Casanova en Història de la meva mort (2013). Ahora, el rey está solo, de pie, gimiendo un "Ay" cada vez más intenso, deambulando por el lugar hasta que solo le queda arrastrarse y tratar de asistirse con los pocos objetos de los que puede echar mano. Y el foco interpela más que al personaje, al fenómeno de la agonía agudizándose. Primeros planos que casi al final del proceso, se expanden y dejan ver cómo los estertores tienen sus testigos en un público que va entrando al recinto, un público muy siglo veintiuno, con ropa actual y celulares. De todos modos, el principal testigo es el monarca, un espectador de la evanescencia de una condición que se diluye, el poder desvaneciéndose y quien lo pierde interpelando en el espejo a ese rostro que no puede devolver otra cosa que desconcierto ante el perentorio e inminente final. La película es el resultado del rodaje realizado por Serra de una performance que le fue encargada por la galeria Graça Brandão de Lisboa, a raíz de que La Mort de Louis XIV, iba a ser una puesta montada en el museo Pompidou de París. Según el crítico Jean-Pierre Rehm, Roi Soleil puede explicarse y entenderse con estas palabras: "Si la galería de arte enmarca la ‘acción’, lo que encontramos aquí es cálculo, corte, montaje; en resumen: una película, sin malos entendidos. Y una película cuyas sendas familiares son transitadas de nuevo por Serra: la aristocracia en toda su grandeza, en su estupidez y agonía, la representación del poder, las fuerzas del arte. Entre lo sublime y lo grotesco, entre Buñuel y Dalí, una figura real se aboca a la búsqueda de su propia máscara de muerte."

jueves, 15 de noviembre de 2018

Wildlife, ópera prima como director de Paul Dano, en el marco del 33º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata


Protagonizada por Jake Gyllenhaal, Carey Mulligan y Ed Oxenbould, Wildlife es por momentos una experiencia más teatral que cinematográfica, contando con el marco de fondo de la excelente fotografía de Diego García.

El primer trabajo detrás de cámaras del actor de Little Miss SunshineThere Will Be Blood y Being Flynn, es la adaptación cinematográfica de la novela homónima (1990) del escritor norteamericano Richard Ford. Ambientada en un pequeño pueblo de Montana, en el comienzo de la década de los '60, narra el proceso de disolución de un matrimonio de mediana edad conformado por Jeanette y Jerry (Carey Mulligan y Jake Gyllenhaal), visto desde la óptica de Joe (Ed Oxenbould), su único hijo de catorce años.

Todo parece deslizarse por los carriles deseables para la familia de Joe. Se han mudado a un pueblo de las hermosas planicies de Montana hace poco tiempo. Jerry, su padre, trabaja como empleado en un exclusivo club del lugar. Jeanette, su madre, ha decido no trabajar este año. Es el principio del otoño y los incendios en la montaña siguen haciendo estragos con los bosques. Parece que más allá de los esfuerzos de las escuadras que intentan combatirlos, solo las primeras nevadas le asestarán el golpe definitivo a las llamas. Sin embargo, en el pueblo, la realidad de las montañas es vista como algo bastante lejano, no perturbando en absoluto el funcionamiento normal de las cosas. Pero un mal día, de buenas a primeras, el padre de Joe es despedido de su empleo, y es ahí donde el proceso de derrumbe que narra el film comienza a desencadenarse. Jerry se niega a aceptar cualquier tipo de puesto para ganarse la vida, traicionando las expectativas de su esposa, quien comienza a dar clases de natación para aportar su parte a la complicada economía familiar. Por su parte, Joe consigue trabajo en una casa de fotografía, y al fin, luego de un extraño proceso de deliberación que ni su esposa ni su hijo logran comprender, el hombre de la casa decide ir a trabajar como bombero a la montaña por un dólar la hora, alejándose de la familia hasta que las primeras nevadas -si es que antes las escuadras de que formará parte no lo consiguiesen- terminen con el fuego y lo traigan de regreso a casa. 

Con guion del propio Dano y de Zoe Kazan, el relato toca, como lo ha hecho tantas veces el cine desde diferentes lugares y con diversos matices, no solo la temática de la disolución de un matrimonio, sino también, el derrumbe de los pilares de una realidad que hasta un determinado punto, apareció como incuestionable e inamovible. Les quatre cents coups (1959), de François Truffaut, The Last Picture Show (1971), de Peter Bogdanovich, The Tree of Life (2011), de Terrence Malick, por casos, formarían parte de la extensa lista de films en los que el cine contó tantísimas veces la experiencia de desengaño que conlleva para una persona adulta, un joven o incluso un niño, la pérdida de su fe en las instituciones que hasta un determinado punto le dieron cohesión a una vida que empieza a verse obligada a desprenderse de sus certidumbres más atávicas. Y bien vale marcar en este caso la veta coming-of-age que no puede dejar de señalarse, ya que el personaje en quien se detiene más el foco, quien experimenta de manera más aguda todo el proceso, es un adolescente de catorce años. 

Wildlife posee un insoslayable guiño teatral. Existe solo un puñado de personajes que entrarán a terciar en la vida del hijo y de la madre. Del resto del pueblo, no quedará más que un paisaje excelentemente fotografiado por Diego García, un paisaje que para nada es fondo, sino que va a pasar a ser parte de la vida de Joe y Jeanette, con las lejanas montañas humeantes, recordando la imprecisa presencia de Jerry. En esa fase, los diálogos ceden un gran espacio a una gestualidad de la cual, quien sale más airoso es Oxenbould, actor que había demostrado ya en The Visit (2015), de M. Night Shyamalan, su vena de precoz humorista en aquella película de terror con toques de comedia. Sin embargo, el papel que le toca en la ópera prima de Dano es lo opuesto, puro dramatismo, desconcierto ante el derrumbe no esperado de la situación familiar y ante la reacción de una madre que esgrime una carta de su personalidad absolutamente desconocida para su hijo. Por su parte, Carey Mulligan, por momentos deslumbra y por momentos empalaga. A Gyllenhaal, la película no le da oportunidad de excederse, dado que en buena parte del relato está ausente. De todos modos, el personaje de Jerry atraviesa momentos de una intensidad que no aparece como artificiosa, dadas las circunstancias en que le toca exponerse.  

En una historia en donde el rol y el factor femenino cobran un peso cada vez mayor, si bien uno siente que por momentos la narración pierde fuerza en ocasiones que justificarían llenarse con una intensidad desaprovechada o puesta en el lugar equivocado, la primera entrega como director de Paul Dano, logra volverse un digno retrato de esa época bisagra que fue el inicio de los años '60, época en donde el rol activo/reactivo de las mujeres frente a todo tipo de institución -incluida la familiar obviamente- comenzó a debatirse, época de pérdida de certidumbres, de derrumbe de sueños de prosperidad, pero también de generación de nuevos espacios, en donde las ideas de progreso, de bienestar, de familia y de realización personal, se modificaron para siempre.     


           

lunes, 12 de noviembre de 2018

Hal, de Amy Scott, en el marco del 33º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata


Contando con una gran cantidad de testimonios de allegados, y con la propia voz del director, el documental dirigido por la realizadora Amy Scott, se enfoca principalmente en la franja de la filmografía de Hal Ashby comprendida entre The Landlord y Being There.

Si bien no es un nombre que comúnmente se suele citar cuando se habla de los realizadores más emblemáticos de la Nueva Ola Americana de los '70, tal vez el de Hal Ashby sea el más representativo en cuanto a las características que se le suelen atribuir a aquel cine. Y quizás se deba este merecimiento -al menos en parte- a que la obra y la vida de Ashby son, como en el caso de tantos artistas, muy difíciles de leer por separado. 

El documental dirigido por Amy Scott, además de contar en muchos tramos con la palabra en boca del propio Ashby, se sirve de una ingente cantidad de testimonios de quienes lo acompañaron en sus proyectos: desde Robert Towne (su guionista fetiche), hasta Jane Fonda, desde Jon Voight, hasta Jeff Bridges, desde Cat Stevens, hasta Bruce Dern, desde Alexander Payne, hasta Norman Jewison. Y en el caso de estos dos últimos, hay una yapa implícita, dado que en el caso de Jewison, director de In the Heat of the Night, película por la cual Ashby ganó un Oscar a Mejor Montaje, habla alguien que fue su amigo entrañable, aportando información de primera agua, no solo desde el punto de vista profesional, sino también desde el humano. Respecto de Payne por su parte, y ciñéndose al mainstream norteamericano actual, el guiño maestro del documental radica en que la obra del director de Nebraska es acaso la que mantiene más en alto -a pesar de su última y fallida Downsizing- muchas de las banderas que Hal Ashby trató de hacer flamear contra viento y marea, preponderantemente en cuanto a desafiar -al menos en buena parte- las reglas de una industria que arrasa por defecto con casi todo lo que no acate sus pautas de financiamiento, realización y comercialización. 

Hal se circunscribe mayormente a los setenta, década que en la filmografía del director empieza con The Landlord (1970) y cierra con la bellísima Being There (1979), uno de los últimos trabajos actorales de Peter Sellers. Y está bien que así sea, dado que esa década, con las obvias limitaciones que siempre impone quien financia un proyecto y pretende obtener un rédito de él, se caracterizó por una suerte de carta blanca, de venia de libertad que los directores recibían de parte de una industria que a posteriori, en conformidad con la administración Reagan y el viraje cultural que se impuso en Estados Unidos, en consonancia con la derogación de las leyes antimonopolio, se volvió más restrictiva, calculadora y milimétrica, haciendo casi imposible que un realizador con la excéntrica forma de trabajar que tenía Ashby, sobre todo en lo tocante al proceso de montaje, y con el antecedente de la temática de sus películas previas, obtuviese la subvención para narrar por caso una historia en la que un chico de clase alta de quince años se enamora de una mujer libertaria de setenta y nueve; una historia en la que un coiffeur de Los Ángeles adicto al sexo frecuenta ámbitos de riqueza y frivolidad de la industria cinematográfica, poblados por personas para quienes el triunfo de Richard Nixon es un hecho esperanzador; o una historia en que la esposa de un combatiente norteamericano de la guerra de Vietnam, advierte la verdadera cara de la farsa al ponerse en contacto con ex combatientes mutilados. 

La vida de William Hal Ashby, como toda vida, tuvo sus luces y sus sombras. Nació el 2 de septiembre de 1929, en el seno de una familia mormona, en Ogden, una pequeña ciudad del norte del estado norteamericano de Utah. Su padre abandonó la familia y se suicidó cuando el pequeño Hal tenía doce años, hechos que lo marcaron de por vida y que necesariamente influyeron en la elección de los temas a tratar en su obra y el lugar desde el cual trabajarlos. Se trasladó siendo muy joven a California y realizó trabajos como ayudante de montaje. Previo al Oscar que ganó por In the Heat of the Night, obtuvo una nominación a Mejor Montaje por The Russians are Coming The Russians are Coming (1966), película dirigida también por Norman Jewison. Tuvo vínculos de pareja con muchas mujeres y una relación con las drogas al menos durante toda su carrera, circunstancia que según las fuentes en las que abreva el documental, nunca interfirió en el resultado final de su trabajo. Sin embargo, cuando la industria asestó la piña definitiva, el factor drogas fue uno de los golpes bajos de los que se echó mano para desacreditarlo. También jugó en su contra su forma personalísima de filmar. Muchos de sus allegados, cuando terminaba el rodaje de un film, no veían la película que Ashby tenía en mente y que el posterior proceso obsesivo de montaje terminaba confirmando. Respecto de esa obsesión, es bastante popular el dato de que tardó varios meses en editar el video de Message in a Bottle, de The Police. Hay que sumar a esto su poca afección por respetar a rajatabla un guion y su proclividad por generar en los rodajes grandes espacios reservados a la improvisación y por establecer una relación de tutelar cercanía con los actores. Al menos los que dan testimonio en el documental, dan cuenta de este aspecto aparentemente muy relevante que recuerdan de la experiencia de haber trabajado con él: Bud Cort (protagonista de Harold and Maude), visiblemente emocionado, lo evoca como a un padre. En lo estrictamente más familiar, Ashby abandonó a una hija que en la película también da su comprensivo testimonio, incluso entendiendo que el personaje interpretado por la niña Angelina Jolie en Lookin' to Get Out (1982) es un implícito homenaje de su padre hacia ella. 

El nombre de Ashby estaba entre los principales barajados para dirigir Tootsie (1982, película finalmente encomendada a Sydney Pollack), y por lo que se desprende de las revelaciones que se muestran en Hal, la exclusión del proyecto debido a una mala fama amañada por un medio que ya no estaba dispuesto a admitirlo, fue el inicio de un período de declinación emocional en el que si bien entregó un par de films más y dirigió videos y trabajos para televisión, estaba escrito que los años de gloria pertenecían a la década precedente. Hal Ashby falleció debido a un cáncer de páncreas el 27 de diciembre de 1988, a los cincuenta y nueve años. Tal como fue propuesto por Jeff Bridges, sus cenizas fueron esparcidas en las aguas de una playa de Malibú.  


            

domingo, 4 de noviembre de 2018

Para poder respirar

Wes, canciones para vos. 
Desde acá, desde esta casa de muñecas,
bajo la nunca bienvenida lluvia. 
Han logrado mitigar la voz
del pibe de los trenes, las canoas, los canales, 
las primeras canciones... 

Wes, my little Wes: 
ahora entiende el porqué, 
el pibe, 
aquel de Frehley y May en el patio de una casa breve. 
Primeros y capitales sonidos. 

El pibe, cautivo. Otrora ciudadano. Vivo, acá. 
Pampa húmeda, su agua, inacabable, ellos.
Helos ahí como niños impelidos al camino,
brincando en barrizales de pus, 
reseteando su furia, andando sobre retales de sí mismos.
Lo entiende desde hace décadas, 
el pibe,
Wes, my little Wes: aversión a esta aldea siniestra.

Agua, veneno, barro, golpean, acechan por doquier. 
Es obvio que llueve mientras escribe, el pibe. 
Es por eso que lo hace, 
para poder respirar.

La posibilidad de andar
no es más que una ciénaga 
señoreada por ellos. 
Ellos: cada vez son más los zafios a su servicio. 
Lustradores de fierro ajeno, 
eventuales taxi drivers, 
blasfemadores de medio pelo, 
beatos del buen decir, del bien obrar. 
Tan fácil complacerles 
cuando lo que buscan, 
maquinales, 
es el solaz del odio compartido. 

Miedo a la libertad Wes, my little Wes... 
Auxilio del lobo. 
Gerontofascismo de sobretodo 
haciéndose la grande en nombre del bien. 
Maldición bíblica el tedioso trabajo de respirarte 
Cabo Sierras. 

Pero Wes, tan cerca de la gracia más alta, 
avatar, ambuiguo, porn star, 
poeta de la imagen. 
Wes, acróbata, 
artefacto de los dioses 
para que algunos se atrevan a dar el salto. 

Verdadero oeste, el de allá, lejano, 
el de un Ford que aún se respira 
en esa tierra de naranjos y viñedos, 
en ese otro lado próspero en donde todo, 
al menos, 
se oferta como posible. 

La ilusión no ha muerto en algunas partes del planeta.
Wes, my little Wes,
el pibe de los trenes, las canoas, los canales,
las primeras canciones, te canta en silencio.
Voyeur inserto en un tiempo de efímero goce: 
es que el tiempo tiene como únicas finalidades
la ruina o la barbarie de la copia. Cara y reverso.

Que las deidades se guarden sus bendiciones:
el único agua que requerimos ya te ha dado forma. 
Nos basta para esta noche tu genio de ilusionista.
Amamos tu extravagancia, 
de lo que se lee: creemos fervientemente en la más pura verdad,
Wes, our little Wes...

miércoles, 19 de septiembre de 2018

Un país verdadero

Vuelven. Los mismos acordes de guitarra, 
abreviados, hasta volverse un invisible filo 
que rasga lo invisible. 
En contraste, esta urbe. Aguas oscuras. El mar, 
como cifra de una ruina que año a año 
sigue desplegando sus alas. 
Respiración artificial. Destierro abisal: 
venganza de los dioses. 
Lluvia envenenada de tristeza. Ahora. 

Pero esta habitación, cerrada. Orbe. 
Este Sitio plegado sobre sí mismo. 
Esta otra galaxia de precoces aprontes para ir más allá. 
Lo invisible, lo invisible. 
Ir más allá de la rompiente. 
Un mejor callar, ..., mejor que nunca. 
Ese mismo estallido azul, reverberando,
sobre el agua de un río que nunca ha dejado de viajar 
hacia un lugar secreto. 
Cantará la misma canción mi antigua secuaz, 
cantará hasta que este trotamundos carezca de motivos 
para seguir escuchando y decida marcharse. 
Testimonio de un sitio prometido. 
Que el peregrino decida tomar el riesgo 
de abrir la puerta que lo espera. 
Acaso sean pasos destinados a darse sin testigos. 

Y México, México, otra vez México 
con su astronómico Fuentes, 
su Chavela, 
su Magia a la vuelta de cada esquina, 
su Octavio, 
su Frida, 
Rulfo, Rulfo, Rulfo 
y la sempiterna resistencia de un pueblo 
que al borde de un palmario infierno atisba un paraíso 
que viene latiendo desde hace siglos: 
otra forma de fe... 

Al fin habremos llegado a un país verdadero. 
Cantará la misma canción mi antigua sucedánea. 
Hemos deseado los mismos cuerpos 
y llorado las mismas penas. 
Manos limpias. Lavadas en secreto. 
¡Cómo hacen sonar tus músicos esas cuerdas 
mientras la maldita lluvia nos lo sigue recordando: 
no hemos dado los primeros pasos hacia el desierto! 

El incendio de un sol implacable. 
Voy a volver México, 
voy a volver también San Diego, 
voy a volver Mojave: 
tu historia de hermosos cadáveres regados; 
dejar una ofrenda al partir y llegar vacío. 
¿Cómo se supone que a uno lo espera un sabio? 
Que la sangre no se vea hasta que los gallinazos oficien su festín. 

Lean a Vallejo amigos, lean a Vallejo. 
Llénense de un Nuevo Mundo 
en toda su progresión de prodigios y calamidades. 
Voy a volver Medallo, Metrallo. 

Cantará la misma canción mi antigua aliada: 
y California nos aguardará paciente con sus glory roads
Ella, a quien el cine (Payne como ningún otro) 
ha hecho Universal. 
Oh, ir hacia ella. Ir hacia ella 
como a la búsqueda de ese aire tibio 
cuando un octubre austral, astral, 
abre su plétora y riega de vida y de flores 
las ciudades abatidas por el viento. 
Cómo hacen sonar tus músicos esas cuerdas, 
esas sobrias cuerdas: 
cantarás las mismas estrofas una y otra vez 
mi vieja camarada, aérea, 
desde quién sabe dónde, 
cantarás hasta que termine de escribirte. 
Manos limpias, 
lavadas en secreto, 
solo por nosotros, solo por nosotros...
     

jueves, 30 de agosto de 2018

Enrique Wernicke: a cincuenta años del fallecimiento del autor de La Ribera...


En la entrada del 2 de julio del año pasado, se publicó en este espacio un repaso de la vida y la obra del multifacético Enrique Wernicke (1915-1968). Clickear aquí para leer la reseña completa publicada en La Frontera. A cincuenta años de su relativamente prematura muerte, ocurrida el 30 de agosto de 1968, se comparte Juan Trapero, uno de los cuentos de Hans Grillo (1940).  


Juan Trapero

  
     Allí está, en la sierra. Flaco, viejo, miserable y rabón. En sus andanzas perdió la cola. ¡Pobre zorro! ¡Tiene mocho el destino! ¡Le han caído todas las pestes sobre el cuerpo! Así pasa siempre. La desgracia nunca viene sola. Ya lo sabe Trapero.
    Era en la Piedra Grande de la sierra. Una noche de octubre. No se veía una sola estrella. Negrura y soledad. En los cañadones corría el viento llamando al frío de las piedras. Jamás conoció noche más perra.
    Pero no siempre la vida fue tan cruel. Alguna vez fue joven y gordo. Alguna vez tuvo un hogar y siete cachorros bayos.
      Ahora, el frío y el hambre. ¡Y la vejez tan hundida en las costillas!
   Juan Trapero desciende entre las peñas buscando en algún valle un poco de comida. Camina arrastrando las patas. Y el viento, entre risas, le tira burlonamente del hocico.
    Pronto está en lo llano. Olfatea el aire. Nada. No encuentra nada. Sigue marchando, ya desorientado. La tristeza de su vejez lo envenena y el frío se le prende de las carnes. Se detiene, vuelve sobre sus pasos y sube entre las pencas y los espinos. Cada vez más triste y más lloroso.
     El cielo se desata. Se abre un nubarrón en relámpagos y truenos, y un chicotazo de lluvia aplasta los pajonales.
    Trapero llega hasta un recodo al pie de la quebrada. Agachado, lamentando sus rengueras, se esconde bajo una piedra. Contra la tierra revuelve su desesperación y su rabia:
     ―¡Maldita vida! ¡Maldito el egoísmo de la gente! ¡Maldita la miseria!
     Siguen la lluvia y el viento. El hambre y el frío le bailan delante.
     Y Trapero se asoma a la quebrada. Desde su altura mira el llano de los campos cerrado por la noche. La lluvia que ha cubierto los montes.
   Y vuelve a mirarse el alma desgraciada. Y grita, para que caigan sus palabras por las piedras, para que se estrellen contra la tierra de abajo. (Los ruegos de los pobres no muerden a ninguno.)
    ―¡Señor! ¡Señor! ¿A qué me tienes aquí? Estoy viejo y pobre. ¡Ayúdame! ¡Ayúdame, que no puedo ver!
     El viento, de pasada, recoge su desdicha y lleva su ruego más allá de la quebrada. Mucho más allá. Hasta un montecito lejano de álamos y sauces, que tiene un arroyo pequeño oculto entre los pastos, con flores, perfumes y paz.
    La lluvia no ha llegado hasta aquel monte. Allí, el viento de la tormenta es apenas una brisa. Y la luna, tan perdida en las sierras, está sobre los sauces y los senderos.
     Es el cielo de los animales.
    Las almas dormitan calladas y felices. Pero el viento trae de la montaña el llanto del zorro trapero. Tan triste y desesperado.
   Despiertan los animales sobresaltados y asoman de sus refugios buscándose. Un gato pregunta:
     ―¿Qué pasa? ¿Qué pasa? ¿De quién son esos gritos?
     Contesta un hornero:
     ―¡Un alma que llora!
     Y agrega una urraca: 
     ―¡Un alma que pide!
     ¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos?
     Y un halcón, desde su rama, apacigua el alboroto:
     ―¿No griten! ¡No se asusten! Es el alma de Juan Trapero que nos llama.
     ―¿Quién es Juan Trapero?
     ―Un zorro desgraciado.
     ―¡Pues que venga! ¡Que venga con nosotros!
     Terminaron a gritos. Llamaron a la Muerte y le pidieron que marchara en busca de Trapero. Y la Muerte partió.
     Allá en la sierra, entre el viento y la lluvia, quedaba el zorro. La Muerte llegó oculta por la tormenta. Y guareciéndose en la oscuridad, se acercó sigilosa hasta su alma. Entonces, el cuerpo del viejo zorro cayó rodando entre las piedras. Rebotando, rebotando.
     Siguió la lluvia castigando la sierra. Siguió el viento.
     Pero el alma de Trapero, vestida de plata, entró galopando en aquel monte.


Los Talas, 1936.

domingo, 10 de junio de 2018

Joel: una más de Sorín rodada íntegramente en la Patagonia


Carlos Sorín vuelve a filmar en la Patagonia. En Joel, narra la historia de la polémica adopción de un chico de nueve años, proveniente del Gran Buenos Aires, por parte de un matrimonio de un pueblo del sur profundo de la Argentina.

El marco de una invernal Tolhuin, en Tierra del Fuego, fue el rincón patagónico escogido en este caso por Carlos Sorín para darle fondo a la historia de un matrimonio joven, que recibe a un chico de nueve años en guarda, con miras a una posterior adopción definitiva. Cecilia (Victoria Almeida), profesora particular de piano y Diego (Diego Gentile), ingeniero forestal, deciden recibir en su casa a Joel (Joel Noguera) y apostar al éxito del proceso de adaptación de ese niño proveniente del Gran Buenos Aires, sin más vínculos familiares que el de un tío cumpliendo una condena en prisión.

Pero lejos de hacer hincapié en el ámbito estrictamente familiar, Joel enfoca su mirada en las posibilidades de adaptación de un chico (con una historia de vida ya forjada y nada feliz, ligada a la marginalidad y al delito de sus vínculos más próximos), a una pequeña comunidad en donde algunos de sus integrantes van a resistir el supuesto factor desestabilizador que puede representar el contacto de Joel con sus compañeros de colegio. Es una película con la clara intención de hacer recaer el protagonismo de su épica en una figura femenina, en este caso la madre adoptiva. Y es asimismo el trabajo de Sorín en donde esa austeridad visual desde donde sus personajes emergen y se expresan, da lugar a las reacciones más incómodas por parte de ellos. Claramente la incomodidad es el tema en su última propuesta, la incomodidad y la disposición o no de -en este caso- una comunidad educativa de atravesarla en pos de lograr el objetivo de la integración de un niño a ella. Lejos de cargar las tintas morales en uno u otro sentido, el film pone a jugar de manera cruda las dos posturas, la inclusiva, encabezada en la figura de Cecilia, y la del rechazo, encarnada en el grupo de familias más conservadoras del pueblo, sin dejar no obstante de mostrar a personas que en la controversia se sitúan, deliberada o intuitivamente, a mitad de camino, intentando incluso construir un puente.         

La Patagonia es un escenario recurrente en la filmografía del realizador de La película del rey. Otra -poco más o menos- constante de su cine, es la interacción de algunos de sus personajes, aparentemente pequeños (mínimos para hacer alusión a su película acaso más celebrada), con la inmensidad de un espacio que les concede sin embargo la apertura y el oxígeno necesarios para agigantarse y expresar su en principio velada magnitud. Huelga decir que la Patagonia es un entorno más que funcional a los fines de que ese artificio funcione. Y no solo el contexto obra en pos de conceder ese marco de fondo, sino también la reducción a una mínima expresión de todas las tácticas cinematográficas. En palabras del propio director: "Hay en mí una reacción contra lo cinematográfico, contra la impostura cinematográfica... El espectador es una tercera persona invisible. Yo necesito una cámara invisible." Y ese proceso de agigantamiento, en este caso, hace que los partícipes de la disputa, expresen una gama de reacciones que funcionan como una maqueta de la condición humana en la complejidad de relaciones que se ve obligada a menudo a afrontar, extrapolada al ámbito reducido y por ende menos difuso de una pequeña localidad de provincia.     

El trabajo de no-actores en un mix con actores profesionales es otra de las marcas características del cine de Carlos Sorín. Uno de los protagonistas de Historias Mínimas (2002), Antonio Benedicti, fue un jubilado matricero de la ciudad de Montevideo. Actuaron también en ese film una joven maestra de Santiago del Estero y un chamamecero correntino. El protagonista de Bombón, el perro (2004), Juan Villegas, fue quien hacía años trabajaba en una cochera donde guardaba su auto el director. Y la lista de personajes podría extenderse. En el caso de Joel, Joel Noguera fue descubierto por casualidad en una panadería del mismo Tolhuin por el propio realizador tras un casting previo en que habían quedado seleccionados otros tres chicos, también pobladores del lugar. La escena en donde más evidente es la ausencia de guion y la participacion de no-actores, es la de la asamblea de padres en la cual va a decidirse el futuro de Joel, rodada en una clara vena documentalista que le suma a ese momento de la película una espontaneidad de la que sin duda hubiese carecido si los no-actores hubiesen tenido que ceñirse a un texto menos flexible.

Queda demostrado una vez más con la pequeña-gran odisea de Joel y Cecilia, que en ocasiones un realizador de cine no debe hacer más que aproximar su lente, evitando provocar aspavientos; y desde allí, partiendo de una idea con la suficiente sustancia para sostenerse por sí misma, sin subrayamientos morales, tratando de conservar los bajos perfiles, lograr narrar un relato que se mantenga a flote, valiéndose casi exclusivamente del peso específico de su propia capacidad significativa. 



domingo, 27 de mayo de 2018

Animal, de Armando Bo


Rodado en Mar del Plata y protagonizado por Guillermo Francella y Carla Peterson, el segundo largometraje de Armando Bo, narra el derrotero de un personaje que decide consagrarse a sus más bajos instintos en pos de recobrar su antigua vida. 

El nombre de Armando Bo (nieto), comenzó a circular de forma más masiva en nuestro país a raíz de formar parte como coguionista en Birdman o (La inesperada virtud de la ignorancia) (2014), de Alejandro González Iñárritu, ganadora en 2015 del Óscar al mejor guion original. Su primo, Nicolás Giacobone, fue también integrante de ese cuarteto de guionistas que se completa con el propio Iñárritu y Alexander Dinelaris. Biutiful (2010), dirigida también por el realizador mexicano, y El último Elvis (2012) , dirigida por Bo, cuentan asimismo a la dupla Giacobone-Bo en los créditos de guion. Y Animal, el último trabajo del nieto del emblemático director homónimo, los reúne nuevamente dándole letra y contexto a un film.

Cuesta encontrar antecedentes en el cine argentino, de una película que aborde el tema de un personaje expuesto a circunstancias que desaten sus impulsos más primarios. En Relatos Salvajes (2014), de Damián Szifron, podría hallarse en principio un cercano precedente, pero las historias tienen un tono de comedia que dosifica y descomprime la sensación de conflicto. No obstante en films extranjeros como Straw Dogs (1971), de Sam Peckinpah, Solo contra todos (1998), de Gaspar Noé, en la más reciente y sutil Elle: abuso y seducción (2016), de Paul Verhoeven y en buena parte de la obra de Lars von Trier y Michael Haneke, sí pueden encontrarse analogías con el último film de Bo, obviamente salvando las particularidades argumentales. 

Animal acompaña la odisea de Antonio Decoud (Guillermo Francella), gerente de un importante frigorífico de Mar del Plata, quien tras un considerable tiempo en lista de espera para un trasplante de riñón, decide tomar un atajo, fuera obviamente de los procedimientos formales, decisión que va a conllevar el precio que deberá pagar un hombre de clase media alta dispuesto a comerciar su situación con personas cuya realidad está regida por un imaginario social muy diferente. Ahí es donde aparecen los interrogantes sobre qué cosas está dispuesta a arriesgar una persona cuando su vida se encuentra en peligro. El film es el parte de ese descenso progresivo en la escala de abyecciones en las que Decoud va cayendo en pos de alcanzar la meta de obtener su tan preciado riñón. Y no solo se hace hincapié en el ensayo sobre el contraste (tan bien logrado) de clases, sino también sobre la reacción de la esfera familiar del personaje ante los hechos, principalmente en las figuras de su esposa Susana (Carla Peterson) y de su hijo mayor Tomás (Joaquín Flammini). Esa es la idea más sólida que transmite la película: hasta qué punto un hombre está decidido a abandonar el confort de un entorno conocido, y adentrarse en un submundo que sin embargo, puede traer consigo la llave de la tan anhelada salvación en términos netamente físicos. 

Las conclusiones sobre la estela moral que deje como resultado la historia, quedan reservadas al espectador, otro punto a favor cuando se entiende que todo tipo de subrayamiento ético es un exceso y una subestimación al público, aun cuando una buena franja de él concurra al cine con la expectativa de recibir un producto juzgado de antemano. 

Hay dos venas muy argentas en Animal. La primera es el hecho de que esté rodada en Mar del Plata, ciudad tan arraigada en el ideario popular argentino. Pero en Animal la ciudad feliz muestra su cara invernal, tan lejana del estrépito estival, habitada -en parte- por personas que no conocen otra ley que la de la subsistencia cotidiana en un entorno de absoluta marginación. El otro guiño a lo argentino es el frigorífico y la carne tan presentes en la puesta en escena, homenaje acaso no tan implícito a la película del abuelo Bo (Carne, 1968), protagonizada por Isabel Sarli.

Muy probablemente se hable por mucho tiempo sobre este último trabajo de Armando Bo, thriller en donde la apelación a los sentimientos más primarios está acompañada por una puesta visual excelente: el color rojo explicitando y contando por sí mismo. La sangre. Cifra de vida y de muerte a la vez. Y una Mar del Plata tan poco mostrada en cine, con todos los tonos sombríos del largo y duro invierno del que solo somos testigos los que habitamos en ella todo el año y los que la visitan fuera de temporada: las playas desiertas, ese otro mar, esas otras calles, ese otro panorama humano que pareciera esfumarse con la llegada de cada verano, para emerger año tras año con una abrumadora y tétrica regularidad.  


martes, 10 de abril de 2018

A treinta años del lanzamiento de Seventh Son of a Seventh Son, de Iron Maiden


Inspirado en parte en la novela El Séptimo Hijo de Orson Scott Card y en la tradición narrativa europea ligada a lo sobrenatural, Seventh Son of a Seventh Son fue el último álbum del período más recordado de Iron Maiden y significó en muchos aspectos el fin de un ciclo para la banda británica. 

Abril de 1988. Un año y algunos meses atrás, a fines de septiembre de 1986, Iron Maiden lanzaba su sexto álbum de estudio Somewhere in Time, obra que le valió a la agrupación liderada por Steve Harris la reticencia de una parte de su grey, dada la ortodoxia de esa franja del público maideneano que no estaba dispuesta a tolerar el uso de sintetizadores, pretendiendo que la banda siguiese en con su formato instrumental habitual hasta el momento, con las famosas guitarras gemelas de Dave Murray y Adrian Smith, el preeminente bajo de Harris y la enérgica batería de Nicko McBrain. Pero redoblando la apuesta en la decisión de seguir explorando esas nuevas texturas sonoras, La Doncella de Hierro edita el 11 de abril de 1988 Seventh Son of a Seventh Son, disco que como sus predecesores fue producido por Martin Birch y lanzado bajo la órbita de la discográfica EMI-United Kingdom.

Las referencias literarias en la música de Maiden son harto conocidas, sobre todo obviamente por sus fans. En la portada de Live After Death (1985), engendrada por Derek Riggs, se ve a un Eddie the Head saliendo en llamas de una tumba en cuyo epitafio se lee la frase: That is not dead which can eternal lie, Yet with strange aeons even death may die./ Que no está muerto lo que puede yacer eternamente, Y en los aeones por venir incluso la muerte puede morir., perteneciente al cuento The Nameless City/ La Ciudad sin Nombre (1921), de H. P. Lovecraft. El tema Murders in the Rue Morgue, del disco Killers (1981), está basado en el cuento (1841) de Edgar Allan Poe al cual se le reconoce la inmensa influencia que tuvo a posteriori en el género de la novela policial. El track Brave New World, del trabajo homónimo (2000), está inspirado en la novela distópica Un Mundo Feliz (1932) de Aldous Huxley. En el caso de Seventh Son of a Seventh Son, Harris, tras leer la novela del autor estadounidense Orson Scott Card titulada Seventh Son/ El Séptimo Hijo (1987), decide hacer de la séptima entrega de estudio de Iron Maiden una obra conceptual fundada -en parte- en la vida de Alvin Miller (Maker), protagonista de la historia de Card, quien siendo el séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón, posee poderes sobrenaturales. En palabras del propio Harris: Era nuestro séptimo álbum de estudio y yo aún no tenía el título o alguna idea en absoluto. Entonces leí la historia del Séptimo hijo, esta figura mística que se supone que tiene todos estos dones paranormales, como la clarividencia, y era más, al principio, como que sólo sería un buen título para el séptimo álbum, ¿sabes? Pero entonces llamé a Bruce (Dickinson) y empezamos a hablar al respecto y la idea simplemente creció.

Los Maiden venían de hacer desde el ingreso de Dickinson cuatro discos de estudio que desde lo lírico fueron mucho más aleatorios: The Number of the Beast (1982), Piece of Mind (1983), Powerslave (1984) y Somewhere in Time (1986). De todos modos, la idea de grabar un álbum conceptual no responda tal vez solamente a quebrar ese patrón. Generacionalmente, salvo Nico McBrain que era mayor, Steve Harris, Adrian Smith y Dave Murray ya habían cumplido su tercera década de vida, y Bruce Dickinson estaba a meses de cumplirla, y acaso implícitamente, una idea de madurez musical ligada al hecho de poder construir una obra que sostenga criterios compositivos desde el primero al último tema, haya aportado su cuota. Y la novela de Card fue el disparador, y para quienes la hayan leído, las referencias al mundo de la magia y lo sobrenatural, pueden ligarse al Alvin Maker de El Séptimo Hijo en parte, pero la séptima criatura de estudio de Iron Maiden trasciende los escenarios de esos Estados Unidos aún en pleno proceso de consolidación que son el ambiente y el medio social y religioso en que ese séptimo hijo varón de un séptimo hijo varón creado por Card descubre ser el Hacedor que tiene por misión luchar contra la nada de un Deshacedor, tarea que para el autor, desde lo moral, supera la simplificación de la idea del bien contra el mal. En verdad hay mucho ingrediente también en Seventh Son of a Seventh Son de la tradición folclórica europea poblada de narraciones góticas, vinculadas al paganismo, la magia, lo sobrenatural y lo profético.   

Musicalmente hablando, desde el primer track, queda claro que las cuerdas sintetizadas llegaron para quedarse. Promediando el disco, los teclados harán asimismo lo suyo, reafirmando esa impronta resistida por los puristas que recibieron con reservas o con un rechazo absoluto el trabajo anterior. Y lo expansivo, los acordes abiertos, las exquisiteces de un Smith inspiradísimo en el último disco de su primera etapa en la banda (se incorporó nuevamente en la grabación de Brave New World hoy sigue siendo parte del grupo). Adrian Smith es en lo musical la viga maestra en toda la obra, más allá de figurar como compositor en los créditos de solo tres temas: Moonchild, Can I Play with Madness y The Evil that Men Do. Todo SSOASO está teñido de esa característica, un Smith en vena arreglador y un Dave Murray con un lirismo e inspiración proverbiales en sus solos (Moonchild es el claro botón de muestra de ese patrón que se va a mantener con sus matices hasta el final), y ambos guitarristas fusionándose en melodías armonizadas que nunca Maiden logró siquiera igualar en su posterior discografía. Salvo el tema The Prophecy, del cual puede rescatarse acaso su final acústico, motivo musical que podría haber formado parte del tema netamente instrumental del cual el disco carece, desde Moonchild hasta Only the Good Die Young, hay un ensamble sonoro, un vestigio tímbrico, una inspiración melódica y una interpretación vocal admirables: la obertura en in crescendo de Moonchild. Los arreglos de Smith y las melodías armonizadas de Infinite Dreams. El momento pop de la obra con Can I Play with Madness: una canción más sintética, con coros hiperpegadizos. The Evil That Men Do, que terminó convirtiéndose en un épico maideneano que rara vez la banda no ha programado en sus sets de presentaciones en vivo. Los casi diez minutos de Seventh Son of a Seventh Son, donde lo instrumental se cobra su buena parte con inolvidables solos de guitarra. Otra vez las excelentes melodías de Maiden en The Clairvoyant, con uno de los mejores solos de Murray de todos los tiempos. Y un final con Only the Good Die Young, sintetizando en sus casi cinco minutos el enorme capital musical y lírico del álbum. 

A partir del disco siguiente, No Prayer for the Dying (1990), Adrian Smith fue reemplazado por el guitarrista Janick Gers. Y Fear of the Dark (1992) marcó la despedida de un Dickinson que en los noventa, dejó un par de más que buenos álbumes como solista, algunos contándolo a Adrian Smith como integrante en los créditos y en las giras en vivo. Por su parte, la banda incorporó a Blaze Bayley como nuevo vocalista en dos entregas -The X Factor (1995) y Virtual XI (1998)- con las que si bien se logró sostener al grupo de pie, no se aportó nada equiparable desde lo compositivo con lo que se produjo hasta Seventh Son of a Seventh Son. Brave New World (2000) marcó la vuelta de Dickinson y Smith y la permanencia de Gers en una agrupación con tres primeras guitarras, con un consecuente sello más sinfónico, sobre todo en las presentaciones en vivo. Significó también junto al siguiente álbum, Dance of Death (2003), el retorno a un Maiden de canciones más a la medida de la feligresía nostálgica de unos '80 que con todo nunca iban a ser mejor evocados que con los clásicos himnos de esa década. Le oí decir una vez a alguien que lo que vino después compositivamente en la banda liderada por Steve Harris, daba la impresión al escucharlo, de estar ante la obra de un grupo de millonarios ingleses encerrados en un palacio de campiña, empecinados por hacer canciones de corte progresivo en donde el único desafío parecía ser que los temas sean cada vez más extensos. Tal vez haya tenido razón. De hecho Empire of the Clouds, el último track de The Book of Souls (2015), tiene una duración de más de dieciocho minutos. Pero no es tampoco menos cierto que sostener niveles de inspiración tan altos sin recalar a veces en alguna extravagancia, es casi imposible. Y por fortuna, vivimos en una época en que el acceso a los discos implica una simple búsqueda y un click para escucharlos. Para quien escribe, volver a Seventh Son of a Seventh Son, como a tanta otra música, libros, películas, es volver a la cifra de una época, volver a un espacio delimitado, volver a emociones recobradas gracias artistas que en la significación de su propia individualidad, construyeron un espejo en que uno también puede verse reflejado.

domingo, 18 de marzo de 2018

El hilo fantasma, de Paul Thomas Anderson


Claro homenaje al cine de Hitchcock, el actual film del director de Magnolia plantea un interrogante sobre hasta qué punto lo moral es compatible con el amor y con la búsqueda de la excelencia artística. 

En el cine, como en cualquier disciplina artística, un realizador puede dejar su huella proponiéndose una ruptura con los cánones anteriores, sentando las bases de algo nuevo, o puede hacerlo conjugando elementos clásicos con la maestría de darle a ese procedimiento y a lo surgido de él, un sello personal inconfundible. Paul Thomas Anderson claramente pertenece al segundo grupo. Puede observarse por ejemplo en Boogie Nights (1997) ese sello scorseseano de retratar ámbitos humanos particulares: en el caso de Scorsese el mundo del boxeo, el de las finanzas de Wall Street o el de la mafia, en el de Anderson, el del cine porno en declive de finales de los '70. Puede rastrearse en todo el cine del director de The Master, la importancia concedida a la música como generadora de climas: a Max Ophüls, a Hitchcock, incluso a su más generacional Kenneth Lonergan. En personajes como Amber Waves en Boogie Nights, como el John de Hard Eight, Sidney (1996) o el Phil Parma de Magnolia (1999), percibirse la vulnerabilidad humana ante circunstancias ingobernables, lectura tan naturalista, tema en el que hicieron hincapié los directores del Nuevo Hollywood de fines de los '60 y principios de los '70. Pueden verse incluso las señales de la obra de John Ford en There Will Be Blood (2007). Y la lista podría alargarse, pero queda claro que el genio de Anderson está en incorporar elementos distintivos de movimientos y directores de épocas e improntas tan diversas y recrearlos dentro de un universo timoneado desde una inconfundible marca propia.   

El hilo fantasma es el film que más se ajusta al hecho de que Anderson abreve en sus influencias. Hay mucho Hitchcock en la última entrega del director californiano. Más precisamente, un homenaje y una suerte de versión libre de Rebecca: Daniel Day-Lewis interpreta a Reynolds Woodcock, un diseñador de alta moda femenina que reside en el Londres de los años cincuenta. Woodcock viste a mujeres de la más alta aristocracia europea, llevando su negocio de la mano de su hermana Cyril (Lesley Manville, interpretando a una para nada implícita versión del ama de llaves de Rebecca). Y más Hitchcock, o más Rebecca: Woodcock, tras romper con su antigua novia, hace un viaje en el que conoce a Alma, interpretada por Vicky Krieps (para los que no tienen el dato, Alma era el nombre de la mujer del director de Psicosis). Y la atracción es instantánea, a él le fascina la aparente inconsciencia con que la chica porta un cuerpo y una personalidad que la convierten en la modelo perfecta de sus diseños. A ella, ver la cifra en él de un mundo al que acaso nunca se planteó acceder, y por qué no, a pesar de la diferencia de edad, alguien de quien pronto va a enamorarse. Pero desde el momento en que Alma ingrese en los dominios del diseñador y de su hermana, los rígidos parámetros sobre los cuales todo ese mundo se asienta, van a convertirse en una barrera casi infranqueable, y por ende, en un obstáculo en la relación. 

Planteado ese conflicto, tema central de la película, es en donde El hilo fantasma se convierte en una suerte de ensayo cinematográfico acerca de hasta dónde son compatibles los miramientos morales con el amor y con la excelencia artística. Porque esa impenetrabilidad del mundo de Woodcock, habitado por géneros carísimos, regido por una meticulosidad y un cuidado de detalles obsesivos (la relación del protagonista con la comida es un capítulo aparte), existe en función de eso, por lo menos desde su propia perspectiva. Desde ese lugar, cualquier cosa que plantee una distracción, un derroche de energía en trivialidades (en el universo de Woodcock hay pocas cosas que escapen de esa categorización), no merece otra cosa que ser borrada de plano. Una vez superado su preámbulo, la historia no hace más que centrarse en los esfuerzos y estrategias de Alma para franquear ese cerco que en un principio se muestra como insorteable. 

Retomando el tema de la banda de sonido, de la música y su rol en el cine del director de There Will Be Blood, la composición de Jonny Greenwood, quien colabora con PTA por cuarta vez, es parte sustancial en la generación de los climas narrativos y los tonos de ánimo a que son llevados los personajes, no solo en el caso de los amantes y la escrupulosa Cyril, ya que en la medida en que los conflictos vayan creciendo, esas disonancias tan bien contadas por la música compuesta por Greenwood, también enrarecerán el clima de trabajo del plantel de costureras que trabaja para el modisto, ámbito cuasi sagrado que hasta el momento había funcionado con una (al menos aparente) precisión de relojería. El guitarrista de Radiohead ha dado muestras desde hace ya tiempo de tener talento para encarar cualquier tipo de proyecto musical, más allá de las adyacencias del rock en las que milita desde hace más de dos décadas. 

El clasicismo tan británico que remeda la película, recuerda en varias escenas, sobre todo en la fase descriptiva de la presentación de personajes, al cine de Terence Davies; y no es esta por otra parte, la primera vez que la cámara movediza, inquisitiva de Anderson, homenajea a Max Ophüls, sobre todo el de La Ronde (1950), lo hizo incluso en Boogie Nights contando una historia y mostrando un contexto tan distinto al de la Viena de principios del S. XX donde transcurre esa ronda de infidelidades por las cuales paseó su lente inquieta y curiosa el director alemán. 

¿Hasta dónde puede llegar una persona en su empresa de penetrar en el mundo de otra? ¿Hasta qué punto las controversias por mantener la propia individualidad sin perder al otro pueden sostenerse sin que llegue la sangre al agua? No es un descubrimiento de Anderson (quien es guionista también de esta última entrega), que amar a veces duele, o puesto a la inversa, que amar a veces implica lastimar. El ser testigos de cómo se resuelvan estas disputas de egos y vanidades, quedará para quienes vayan a ver El hilo fantsma, esperando el desenlace puntada tras puntada.