lunes, 28 de febrero de 2011

Boquitas Pintadas


Una carta de Nené, una ex-novia de Juan Carlos Etchepare, comienza a consolidar el ingenioso andamiaje con el que Manuel Puig cuenta una historia, no simplemente una historia de amores, desamores y desencuentros; sino también una historia de muerte y redención a lo largo de un tiempo, que aunque puesto taxativamente en el relato, logra ser mostrado como en algunas obras magistrales de la literatura del S. XX, como un jugador todopoderoso, ya sea para ultimar, para afianzar las sordideces inexorables, ya sea para arrojar en el final de una vida el bendito manto del olvido y el perdón.

El armazón de esta pequeña capilla narrativa, gobernada por el tiempo, se reserva un lugar para el ensayo de conciencias, para observar desde un punto de vista totalmente imparcial la hipocresía de las morales falsas, consumadas por personajes cuyo único camino parece ser el engaño, mentir para subsistir en el pequeño infierno en que fueron hechos carne y sentir, un pueblo del interior de la provincia de Buenos Aires.

Acaso el extenso periplo que llevó a Manuel a alejarse de ese pueblo, persiguiendo esa realidad cinematográfica que lo apartase de ese indeseable western, haciéndolo atravesar incluso la decepción de tener que abandonar sus aspiraciones de cineasta cuando el imperio del dogma neorrealista y su reprobación a todo tipo de "interpretación de la realidad" lo alejaron del "Centro Experimental de Cinematografía", vio completado su círculo en este simbólico retorno, en parte sutil venganza, en parte homenaje a ese pasado reformulado desde la perspectiva del arte y su singular costumbre de recobrar.

Puig hace que los personajes toquen uno a uno las puertas de esta capilla en plena construcción y los observa desde el atrio de la compasión, aun a quienes parecen ser los más perversos. Celina odia injustamente a Nené, pero ella también es víctima del desamor, teniendo que cargar como toda mujer sola de un pueblo en la primera mitad del siglo, con  un juicio desaprobatorio y vergonzante. Mabel, la chica bien, incapaz de hacerse cargo de su desmesurada pasión por el sexo opuesto, eventualmente sea ella quien necesite la capa más importante de lápiz labial, no tan sólo sobre su boquita que ha engañado a la ley para salvar su honor, sino también sobre su conciencia. Raba, a pesar de cometer probablemente el error de matar al padre de su hijo no reconocido, es quien resulta más fortalecida, quien puede tomar su vida en sus manos, tal vez porque sus manos son lo único que siempre tuvo.

Juan Carlos, podría decirse que es el hacedor inconsciente de la trama que gira en torno a su vida, a su declinación; todo parte desde él, todo confluye en él.

Puig construye la novela logrando congeniar el folletín romántico, de índole popular, el ritmo -visual inclusive– de la narración cinematográfica, y la experimentación literaria (novela epistolar, concepto de disquisición interior, y debe reconocérsele el mérito de la llegada popular que obtuvo la novela, esta pequeña capilla de la que no se escaparon ni siquiera algunos materiales provenientes del arte de la copia, lo kitsch, el arte pop reinante en la época en que se escribió Boquitas Pintadas: un conglomerado de discursos que incluye cartas, partes de defunción, partes médicos, actas policiales, letras de tangos, revistas, etc).

Quizás, si Alfredo Le Pera no hubiera creado ese estribillo de una de las más conocidas obras del repertorio gardeliano, Manuel Puig, unas décadas después, invocando ese redimido pequeño-gran mundo, hubiese escrito por primera vez: "deliciosas criaturas perfumadas, quiero el beso de sus boquitas pintadas".