no queda más rastro que una
lluvia
ensortijando un túmulo,
saludando el insólito replegarse
del invierno.
Un agua que asfixia,
reino del gris inexorable:
infame impunidad de la vejez
celebrando la cotidiana ceremonia
del almuerzo…
Acaso deba reconocerle al
destino
esa extraña merced:
haberse visto exento
de obrar con la modesta
pulcritud
de los nuevos dioses.
¿Dónde están los únicos ojos
que le vieron?
Ay de la cetrina profundidad
que aguardaba, si ni las más
yertas calles
le atrapaban con su efímera
magia de gaviotas.
No queda más rastro que un
agua.