Se comparte el video oficial del tema Jesus Alone, adelanto y primer track de Skeleton Tree, decimosexto álbum de estudio de Nick Cave & The Bad Seeds que se edita el próximo 9 de septiembre. El video es un fragmento del documental sobre la banda One More Time With Feeling (clickear para ver el tráiler), film en blanco y negro en el que el director neozelandés Andrew Dominik vuelve a trabajar con Nick Cave y Warren Ellis y cuyas versiones en 2 D y 3 D se proyectarán el próximo jueves (un día antes de la salida del disco) en aproximadamente 700 salas alrededor del mundo.
domingo, 4 de septiembre de 2016
domingo, 7 de agosto de 2016
Convertido en alguien
Había esperado mucho tiempo la oportunidad de
convertirse en alguien, y desoyendo el consejo de su esposa, aceptó finalmente el
empleo que su hermano le propuso en la sucursal de la empresa donde el
ofertante, había sido nombrado gerente regional hacía tres años. Eran épocas
duras, e intuía que la proposición de su único hermano de ocupar ese cargo en
particular, conllevaría tener que cumplir con la misión enojosa de despedir a
un número importante de operarios y empleados administrativos. Se había abierto
indiscriminadamente la importación tras el desembarco de la nueva
administración política del país, sin embargo, se le había garantizado que un
nuevo y más reducido muestrario de artículos fabricados por la planta ―radicada
en la ciudad desde hacía nueve años― podría seguir siendo colocado, pero en
una franja del mercado vernáculo bastante más pequeña. Así y todo, aceptó el
desafío, encaró la purga, y en el breve plazo de cuatro meses y tres semanas, esa
filial de la firma, pasó de tener noventa y tres trabajadores a contar con tan
solo sesenta y seis.
Mientras en la empresa se aplaudían los
desahucios que iban siendo decididos y comunicados por él, vino la esperable
separación de Carolina, dadas las insalvables diferencias, no solo fundadas en
el nuevo arraigo, ya que en rigor de verdad, los contrastes venían acrecentándose
desde hacía ya un par de años, necesitando de un detonante incluso menor que la
aceptación del controvertido empleo, para provocar el anunciado desenlace. Y en
bastante buenos términos, tras nueve años de matrimonio y valiéndose del
allanamiento diligencial que representaba la ausencia de descendientes, iniciaron
los trámites de divorcio y se desearon suerte el uno al otro en sus nuevas
vidas.
La nueva coyuntura de él, conllevó el
imperativo de asumir los usos del ámbito al que siempre había aspirado y al que
ahora la fortuna le hacía el obsequio de pertenecer, y si a alguien le cupiese
alguna duda, el afianzamiento y la repetición de algunas ceremonias cotidianas,
sumados a la adquisición de bienes de consideración imprescindible para el
desenvolvimiento en su nuevo círculo de relaciones, obrarían como factor
apuntalador: renovación casi completa de vestuario, auto nuevo, cambio de
gimnasio, cambio de prepaga y médico de cabecera, una novia de veintinueve años
―es decir, doce menor que él, además de linda, y hasta entonces, poseedora de
una discreta elegancia y una solapada proclividad por toda postura
interpeladora―, alquiler de departamento de soltero en el edificio más
vanguardista de la ciudad, reuniones eventuales en algún after office y comparecencia
cien por ciento a los almuerzos de trabajo celebrados dos o tres veces por
semana, casi siempre en el mismo restaurante del embotellado centro. Pero el
tránsito no era problema para Jaime, el maestro del volante que seguía enrolado
en la hueste de la empresa como único chofer de plena disponibilidad.
―¡Qué calor! Vamos a “Victoria’s” Jaime. ¿Soy
el único que llevás hoy?
―El resto iba en el coche de su hermano
señor, creo que ya están allá… Está más delgado usted.
―Y…, la nueva vida, te habrás enterado, esa
mina es un verdadero infierno.
―Y sí, ahora que somos menos, las cosas
circulan más rápido que antes. La chica de administración. Rocío ¿no?
―Rocío, Rocío que me está retrotrayendo a una
década atrás. Si no fuera por el pelo, que últimamente se está cayendo con más
ahínco que nunca, me sentiría un pendejo. Pero a no desesperar, voy a ir a
consultar al centro ese que está en Nueva Alianza al 3400, me lo recomendó uno
de los pibes de depósito cuando le saqué el tema, antes de que lo despidiésemos,
jaja, por ahí sospechando que se le venía la noche. Manotazo de ahogado. Pero
le va a ir bien, en estos días se le acreditaba la indemnización a la tanda
suya, la última; me contaron que se mudan a Córdoba con la señora.
―Ojalá les vaya bien, está bravo ahora.
Respecto de lo del pelo señor, conozco el lugar que me dice. Mi hermano se
atendió ahí y recuperó bastante cabello. Después le implantaron otro tanto.
Anda bien. Igual nunca queda como si las langostas no hubiesen pasado, por ponerlo
de alguna manera. Además, hay que seguir un tratamiento médico, y en eso son
bastante estrictos ahí, o la venden así para hacer su negocio, Dios sabe.
―Por lo visto vos no heredaste los mismos
genes que tu hermano, pasaste ya los sesenta y ni entradas tenés Jaime.
―¿Y quién le dijo eso? Lo que pasa es que yo
recurrí a otra cosa, pero para eso hace falta creer.
―¿Creer? No me vas a venir ahora con la
iglesia esa a la que me dijiste que estás yendo. Perdoná si te ofendo.
―No señor, no me ofende para nada, pero no es
la Iglesia. Esto fue a los treinta y cinco, cuando en lo espiritual iba por muy
mal camino, pero el cabello me lo salvó Romilda, a ella se lo debo.
Hasta ese momento, no había sido propenso a
ese tipo de tentativas, pero el fragor de esos días, y el hacer lugar a la
posibilidad de obtener una solución sin bemoles ni peros respecto de lo que se
había transformado en una real obsesión, lo llevó a aceptar el número que le
ofreció el solícito chofer, e hizo al día siguiente el llamado. La voz que
contestó del otro lado, le recordó a la de una vecina del barrio donde vivía
cuando niño, una voz de mujer que encajaba casi perfectamente en la
caracterización de lo que para su fallecida abuela era una “señorona”: mayor de
sesenta años, complexión física robusta, pero a la vez enérgica, imperturbable,
segura de sí, hincapié en las eses de su arenga, y una forma de responder a las
preguntas que daba la impresión de encontrarse ante alguien con muchas más
certezas que dudas. Sin embargo, el canon de su voz, era roto en ciertos
pasajes en los que la mujer intentaba darle énfasis a algunas palabras que se
leían como capitales dentro de su alocución, abandonando después, gradualmente,
ese tono y ese timbre de su pronunciación, ciertamente turbadores, para
recuperar la más tranquilizadora tesitura predominante. Se acordó la dirección,
la hora y una suma que representaba el quince por ciento del sueldo que
percibía el interesado, y que debía ser entregada en efectivo. Poco se habló
del procedimiento, que según Romilda, no había revelado en las décadas que ella
llevaba aplicándolo, un solo yerro ni efectos indeseados.
Ya debe ser primavera. A esta altura, me es
familiar todo lo que sucede en torno a mí en esta parte del camino. La escucha
ya no es mi fuerte. Parece ser que el proceso se ha servido de eso, entre otras
cosas, para fortalecer los nuevos prodigios que ha dado mi cuerpo. Pero veo.
Eso sí que puedo hacerlo. Observo cada día los detalles de todo lo que se
suscita alrededor de la peregrinación que comienza en su casa. ¿La nuestra,
podría decirse actualmente? El gordo Fabio ahora ha tenido que adecuarse a las
circunstancias y vestirse con un grado menos evidente de incuria. No puede
pedírsele mucho, por lo que pude escuchar, cuando podía hacerlo, cuando los
preparativos de esta empresa de resonancia mundial se iban gestando en la casa
de mi artífice. Como todo principio fue oscuro, parece ser una regla general,
no lo sé, pienso en el Big Bang y no lo imagino sino encandilador; pero he
escuchado por ahí que en el principio todo fue oscuridad, o algo por el estilo.
Los días pasaban y yo en un colchón ruinoso en ese lugar oscuro, oscuro, cuyo
olor, cuyos humos, me eran ya familiares. Ella no se dejaba ver, pero yo la
escuchaba cantar todo el día. Recuerden que yo escuchaba. Eso sí, en meses todo
se está haciendo silencio. La voz la perdí de inmediato, se la llevó la piña
que recibí a traición, o vaya uno a saber qué se la puede haber llevado en ese
entonces. Pero la nueva cualidad de mi cuerpo, y en relación a la cual toda
esta romería se sostiene, ¡vaya si puedo sentirla!, es como la vibración de algo
mecánico que hubiese sido incrustado entre mi estómago y mi pecho y que la hace
brotar permanentemente, puedo verlo, nunca para de brotar, como un manantial milagroso
del cual todos los convocados toman su parte. Me creí secuestrado hasta que mamá
y papá vinieron a verme. Ella los convenció con su sagaz elocuencia. Luego
vinieron los otros, mis otros, me miraron con ternura y después partieron. Y yo
sin poder gritarles, las manos pegadas a las rodillas, la cara como un bollo de
masilla que ella esculpía a la distancia. Sigue haciéndolo, salvo cuando solo
Fabio es testigo de mi presencia y yo no trato de gritarle al mundo mi verdad.
Se ríen de mí, de esta creciente incapacidad de la cual se alimenta su
maravilla; me obligan a tomar algo que me sabe a leche condensada. Creo que si
no lo tomara, todo el negocio se iría al demonio. Pero ¿cómo negarme si es lo
que recibo como único alimento, lo que calma mi hambre y mi sed? Si algo
desearía en este instante es volver a tomar un vaso de agua. Veo pasar a los
vendedores ambulantes con bebidas para la feligresía ávida del milagro que
emana de mí. Odio toda la mugre que afea el paisaje, cuando mi humanidad, si
así puede seguir llamándosele, comienza su camino de regreso al encierro desde
el cual ellos, planean en secreto los detalles de mi próxima salida a escena.
La tarde de la cita fue calurosísima, un
calor anormal para la época, para esa zona del país y que venía sosteniéndose
desde hacía más de una semana. Llegó con cinco minutos de retraso a la casa del
alejado suburbio, calle de tierra, sobrepasando unas quince cuadras la avenida
de circunvalación, explanada que de manera implícita, representaba el límite
geográfico entre dos universos urbanos regidos por realidades, aspiraciones y
códigos de pertenencia muy diferentes. Tras la zanja de la vereda de enfrente,
un grupo de adolescentes tomaban cerveza al lado de un kiosco de ventana y
observaban minuciosamente su desembarco en esa región para él ignota de la
ciudad. Uno de ellos, le ofreció cuidar el lujoso coche y él, con la sonrisa de
un extranjero que intenta arribar con el pie derecho a un país desconocido y potencialmente
hostil, le entregó cien pesos por adelantado y cruzó a la dirección indicada para
llamar anunciando su llegada. “Entre por el portón amigo, está abierto”, gritó
desde enfrente el contratado para vigilar el rumboso vehículo. Mientras él
transitaba medroso la trotadora cubierta por una parra, Romilda abrió la puerta
que daba al lugar: “habíamos quedado a las cinco si no me equivoco.” “Disculpe
señora, el turismo, fin de temporada y el tránsito no disminuye.” La mujer resultó
cuadrar en gran medida con la imagen con que había especulado, basándose en la
impresión telefónica: alrededor de setenta años, unos centímetros más baja que
él, aproximadamente ciento veinte kilos de peso, ojos escudriñadores, pelo
negro azabache con permanente y un batón verde con rayas blancas ceñido al
gigantesco cuerpo. Ya en el interior de la vivienda, hablaron someramente sobre
el calor, él entregó el dinero, Romilda lo llevó hasta un dormitorio que daba
al pequeño living, regresó en un lapso de tiempo en el que hubiese sido
imposible verificar una suma tal, y le indicó que de ahí en más, no debía
pronunciar una sola palabra; “solo siga todas mis indicaciones”, ordenó, asegurándole
(inflexión grave y rasgada de la voz mediante, la mirada fija en su ansioso
“paciente”) que todo saldría bien. Atravesaron una amplia cocina que lindaba
con el recinto donde se había mantenido la breve conversación, salieron de la
casa, cruzaron un pequeño patio de baldosas ardientes y entraron a una
construcción con techo de chapa en la cual el calor era agobiante. “Siéntese
acá”, dijo Romilda, indicando una silla ubicada en el centro del lugar, junto a
una pequeña mesa de madera con su barniz descascarado. La mujer se dirigió a una
estantería, enfrentada a él, y tomó un gran frasco rotulado con la palabra
“Paraguay” en una etiqueta blanca con letras negras. El envase contenía
pequeños trozos de lo que parecía la corteza de alguna especie de árbol.
Le pareció que la percepción del paso de los
minutos, había empezado a modificarse. Lo atribuyó al insoportable calor del
lugar. Mientras tanto, las letanías pronunciadas por el palmario modelo de
señorona, sobre una gran bandeja de loza en la que había sido dispuesto la
mitad del contenido del frasco, recreaban el tono inquietante que él había
escuchado por primera vez el día anterior por teléfono. Romilda no emitió una
sola palabra inteligible durante la seguidilla de sonidos eructados con su voz
macabra. El paciente, observaba la escena desde menos de un metro de distancia,
ya que la bandeja descansaba sobre la mesa a la que se le había ordenado
sentarse. Él perdió la noción de cuánto tiempo llevaba sentado en ese sitio. No
pudo evitar cerrar los ojos. Cuando los abrió, ella regresaba del patio con una
bolsa de tela cuyo contenido se movía. Sacó el primer gorrión, tomándolo de
manera que no pudiese mover las alas. Lo miró fijamente, acción tras la cual el
ave quedó inmóvil, abriendo y cerrando los ojos como única señal de vida. Lo envolvió
en un retal de seda azul que sacó de un bolsillo lateral de su batón, lo depositó
sobre la corteza volcada anteriormente en la bandeja, e hizo lo propio con los otros
cinco pájaros que fue extrayendo de la bolsa. La señorona siguió salmodiando con
los ojos entrecerrados a su público inmutable. Él nunca había escuchado una
polifonía articulada por una sola persona, eso lo despabiló. Una orden
implícita en el tétrico y disonante cántico, lo obligó a levantarse y traer una
botella del estante desde el cual había sido retirado el frasco. La depositó
sobre la mesa, Romilda la levantó, verificó el contenido, bebió un sorbo y luego,
con la boca, esparció una buena parte de la especie sobre los gorriones
arropados, inmóviles. Retiró una brizna embebida, la prendió fuego con un
encendedor que extrajo de su corpiño, la devolvió a su lugar y retomó su canto.
Cuando el forzado auditorio acabó de arder, la tenebrosa sacerdotisa fue
haciendo silencio paulatinamente, fue hasta un piletón, embebió un paño blanco
de algodón en agua, lo escurrió parcialmente y volvió para tapar con él la
bandeja humeante. “Venga mañana a la misma hora”, ordenó de manera concluyente
en lo que para él, fue una invitación a retirarse, sin más.
A pesar de la inevitable y tardía siesta, logró
despertarse a tiempo para bañarse, vestirse, pasar a buscar a Rocío y llevarla
a cenar a la hora en que habían convenido.
―¡Qué calor que hace acá! ¿No prenden el aire
con lo que uno les deja en una cena?
―Ahora les digo; igual no te preocupes que la
cena la pago yo.
―Me cae como el culo lo que me decís. Si
querés me llevás a un lugar más baratito, para gente de mi palo.
―Disculpame, no quería referirte lo que
interpretaste, pero no estoy para justificaciones hoy…
―Tu hermano estaba más cabrón que lo habitual
esta tarde, ¿será porque no fuiste a laburar?
―Tal vez. Igual avisé hace tres días que hoy
me tomaba la tarde.
―Prerrogativas de cúpula.
―Uh, ¿venimos otra vez de zurda?
―Simple y franca observación. ¿Te atendió a
horario el odontólogo?
―Se retrasó un poco, pero la buena noticia es
que en una visita más terminamos por este año.
―Esto está crudo.
―Es la idea, igual, técnicamente no, el ácido
de la lima lo cuece, a su manera por supuesto. Dejá de dar vueltas que son casi
las mejores vieiras que comí en mi vida, exceptuando las de Chiclayo.
―¿Luna de miel con Carolina? Me voy a poner
celosa.
―Es casi una constante en las minas, escenas
de celo hasta respecto del pasado del que no fueron parte. Debería probar
relacionarme con un tipo. Hasta tenés la ventaja de que el placard se
multiplique por dos si tenés el mismo talle que él, como dice Seinfeld.
―Odio el humor de ese tipo, nunca me gustó.
―No me extraña para nada.
―Falta que me digas que el único motivo por el
cual te relacionás conmigo es para cojer.
―Bueno, fuera de eso no la hemos pasado muy
bien hasta ahora ¿no? Te llevo doce años e igual advierto que en algunas
cuestiones, demasiadas para mi gusto, concebís la vida con la lógica de una tía
romántica. ¿En qué mundo te creés que estamos? ¿No viste lo que pasó en la
empresa? Pragmatismo a full nena. Son los aires de los tiempos que corren. Y si
no te va como soy, te levantás y te vas a casita. Quedate tranquila que de la
purga ya zafaste; no necesitás caretear conmigo.
―…
―Ah, y obviamente el viaje lo pago yo, …,
para variar.
―¡No hace falta pelotudo! Algo de plata me
queda a esta altura del mes. Febrero es cortito. Ah, y el lunes a más tardar, renuncio
a ese laburo de mierda, por si te preocupa lo del careteo. Me tienen harta vos
y el nazi de tu hermano, atormentando a todo el mundo, generando disputas
internas, exprimiéndole la moral a los empleados y empecinándose en motorizar una
fábrica de amoblamiento premium para cocinas en un país drenado de guita. Y ya
que me hablaste de celos, no la conozco a tu ex, pero la verdad es que si trató
de impedir que te volvieras esto, como me contaste la primera vez que salimos,
no debe ser mala mina.
―¿Qué bicho te picó? ¿Estuviste hablando de
nuevo con el delegadito ese? ¿Te estuvo llenando la cabeza? ¿No sabías quién
era yo cuando salimos por primera vez?
―Es que te supiste vender como otra cosa al
principio, y te creí, como una boluda. Y por otro lado sí, tengo mis
contradicciones, como toda persona. Por eso no te mandé antes al carajo. Pero
también tengo mis límites, …, así que deshago ahora mismo mi pacto con el
diablo, me cueste lo que me cueste.
―Uh, qué justicialista suena lo de las
contradicciones. Ahora hablame de redistribución y de justicia social y
llenamos cartón.
―Andá a la puta madre que te parió.
Durante la noche, el clima había cambiado
radicalmente, y esa mañana de sábado, de la ola de calor no quedaba más rastro
que el de la lluvia y los estragos del viento, que habían empujado el bochorno
hacia regiones más septentrionales. La ansiedad por que llegue la hora de
repetir la visita a casa de Romilda, hizo discurrir la mañana en su despacho con
una lentitud exasperante. Le llegó por boca de su hermano la noticia de la
renuncia de Rocío. Se alegró al escuchar la novedad. Había sido genuina su
falta de interés por retener a la chica la noche anterior. Desde que había
dejado aflorar su en otras épocas reprimida inclinación por tal grado de
utilitarismo, no reparaba en lo despiadado de sus formas para con los demás, y disfrutaba
incluso de los efectos que suelen suscitarse cuando en las relaciones humanas, se
aplica determinado tipo de proceder sin contemplación alguna. Incluso en
relación con sus asuntos personales, consideraba cada meta alcanzada como el
resultado de la autoimposición de tácticas salvajes, y hasta el punto en que se
encontraba, no podía ver todo aquello de otro modo que como la única vía para
volverse el hombre de éxito que en cierto grado sentía ser. Por su parte, el
ámbito cerrado y circular dentro del cual se desarrollaban sus días
(exceptuando la intrusión de elementos indeseados pero fáciles de desplazar,
como Rocío), no hacía otra cosa que reforzar las ideas que había puesto en
práctica con un impulso y una crudeza descarnados.
La segunda visita al extraño lugar de los
suburbios que había conocido el día anterior, fue mucho más rápida de lo que
esperaba. Un hombre obeso, de unos cincuenta años, en camiseta sin mangas,
luciendo una malla manchada con restos de comida, abrió la misma puerta por la
que en la calurosa tarde anterior había hecho su aparición Romilda y le entregó
un frasco con gotero, lleno de un líquido cuya densidad y color no lograban
advertirse, dada la oscuridad del vidrio: “acá le dejó anotado cómo tiene que
tomarlo.” Y cerró bruscamente la puerta sin darle tiempo a preguntar nada.
Tomar cuatro gotas
con el desayuno, cinco con el almuerzo, seis con la merienda y siete con la cena.
Romilda,
leyó en el papel arrugado escrito con letra
manuscrita, pueril; se encontraba en el interior del auto, estacionado en el
mismo sitio que la tarde anterior.
Pocas veces había sentido tal sensación de
abandono. Por unos instantes, especuló con llamar a Carolina, después, con ir a
casa de sus padres, a los que no veía desde hacía más de un mes; pensó que
estaba a tiempo de recuperar su controvertido vínculo con Rocío. Una vez
descartada esa nómina de relaciones, pensó en las personas a las que no lo
vinculaba otra cosa que los asuntos de trabajo. Y en última instancia, recordó que
tenía un hermano, su presente benefactor, respecto de quien, una parte de él,
nunca había dejado de desear volverse su ersatz (a pesar de ser el emulado dos
años menor), detestándolo ahora más que nunca con la parte restante,
aferrándose a un enredo de motivaciones imposibles de individualizar, obrando
en la forma en que habían inflexionado casi toda su vida: enlazadas,
cohesionadas, como una sinérgica usina de rabia en su instancia más substancial
e indecodificable.
Parece que este que viene acá tiene con qué. Cómo
se llena de rápido la canasta. De todos modos, ella debe habérselas ingeniado
para recibir la guita grande de manera más decorosa. El gordo Fabio hace subir al
tipo con esos visajes de adulación que ahora detesto. Reconozco que en algunas
oportunidades debo haber compuesto una cara semejante, cuando mis rasgos eran
tan otros. Sé que cambiaron tanto, lo sé porque cuando me arropan, me ponen
frente a un espejo para acicalarme y peinar el milagro que crece, no para de
crecer. Me refería a este que está subiendo a llevarse su parte. Fabio siempre
le corta un pedazo más grande. La de la silla de ruedas, allá, allá abajo, debe
ser su hija. Me mira desde esa cárcel en que ha quedado atrapada su pobre
almita, con ese anhelo que retienen los jóvenes a quienes la vida les viene
siendo esquiva, y en este caso, vaya a saber uno desde hace cuántos años. Debo
ser su última esperanza. El sol de la mañana, otro protagonista casi
excluyente, debe tener que ver con el proceso. El acoplado que hace las veces
de altar es estacionado al costado de la
ruta y a mí me ubican siempre mirando al este, bien temprano, a la mañana. De
ahí en más comienza todo. Todos vienen a por lo mismo, a tomar lo que yo puedo
darles. Ahí llega el Trío Polenta, les puse así por la pinta de miserables,
muertos de hambre con cara de esforzarse por hacer la diferencia con el montón:
papá setentón, desvencijado, barba de pobre, calva salpicada de rugosidades marrones,
negras, en forma de huevo; mamá, matriarca despótica, un par de años menor, pelo
largo blanco, recogido seguramente con movimientos de autómata, cara de vieja
fanática religiosa; y una hija de unos cuarenta años con claras señales de no
haber sido agraciada por fluido masculino o femenino alguno en su vida. Estoy
seguro de que se llevan su pedazo a la espera del milagroso hallazgo de un
novio para la célibe forzada, contrariada por el descuido de Dios. Simulan
llegar con su orgullo incólume, cada uno en su bicicleta, fingiendo no ser
parte de la grey de caníbales que me devora casi a diario. Madre e hija suben
al atrio y depositan sus migajas de ratas hambrientas, conservando la esperanza
en que Dios o algo con sentido exista y se acuerde de ellas. Mamá le entrega a
la desahuciada hija, pecosa, rasgos de niña diabólica, con ese detestable pelo
rizado recogido, especuladores, maliciosos ojos celestes; le entrega la
gavillita que recorta el gordo para ella, y ella se va soñando con que su
príncipe azul llegue a ponerle fin a una soledad que le debe estar incendiando
las vísceras, mientras en casita, escucha lejana la insidiosa y calculadora voz
de mami, planificando un día más de desagradable y pueblerina domesticidad. Me
repugna la simpleza cuando es fingida: ¡losers yéndola de seres monásticos
para ocultar su impericia en su lucha por ganarse un espacio en el mundo! Pero
pasando a algo más elegante, entre mis habituales confiscadores, el que más
simpático me resulta es un tipo sesentón y solitario con pinta de viajante de
comercio, o algo así. El pobre debe estar desocupado. Si merecerá las mercedes
de alguien que ha militado a pata y sable en mi antigua nata. Le deseo lo
mejor. Al resto, un ejército de dragones que los rodee y haga arder la leña de
su alelada esperanza.
Decidió empezar con el tratamiento en el
desayuno del domingo. Fuera de un ínfimo dejo dulzón, las gotas eran insípidas.
No salió de su departamento de soltero en todo el día en el que, por lo que se
veía desde la ventana de su habitación, el otoño parecía seguir empecinado en
adelantarse, con un cielo en el que las nubes, frías, grises, pesadas, avanzaban
hacia el norte, descargando de tanto en tanto una brevísima llovizna que
parecía no llegar siquiera a mojar mínimamente la vereda. El amable sonido de los
modernos ascensores casi no se escuchaba. Como casi todos los domingos, parecía
que todo el mundo se había fugado del edificio. Él, ansioso en parte por la expectativa,
pero sobre todo, debido a la sensación de orfandad ante el desatino de Romilda
de dejar en manos de ese ramplón intermediario la entrega del líquido
milagroso, deambulaba dentro de los límites de esos cincuenta y siete metros
cuadrados, haciendo crujir el piso flotante, inventándose razones para ir de
acá para allá que no ameritaban mover un párpado, reprochándose a cada instante
el haber sido menos estratega con Rocío. Venía pensando desde hacía un tiempo,
que la palabra estrategia la había emulado inconscientemente de las arengas de
su hermano, hecho que aborrecía, pero ningún término equivalente de los que
aparecían en el diccionario de sinónimos, antónimos y parónimos que abrió al atardecer
(único libro que había consultado en meses) cuadraba tanto con la sensación de
realización que experimentaba cuando evaluaba en su presente, los logros que atribuía
a esa escrupulosa planificación con que obraba desde antes de su divorcio de
Carolina.
En el departamento había suficiente acopio de
alimentos para la cena. Mientras una pizza de muzarella prehecha se calentaba en
el horno, empezó a tomar la segunda botella de cerveza de la noche, mirando el comienzo
del clásico Racing-Independiente. Comió dos porciones generosas de pizza y se
reservó una cuota de hambre para una porción de lemon pie que llevaba dos días
en la heladera. Roció el postre con un pote entero de crema de leche y se lo
comió en el entretiempo. El partido terminó, el sueño no venía y decidió
emborracharse con un pisco peruano que le había regalado Rocío hacía unas
semanas. Al recordarla, no pudo evitar reprocharse nuevamente haberse deshecho
de quien en ese momento, hubiese podido estar acompañándolo y haciendo que la
noche no fuese el fiasco que le parecía ser. A pesar de su beodez, no había
olvidado tomar antes del postre las siete gotas del brebaje prescripto por
Romilda. “Cuatro, cinco, seis, siete”, se repetía riéndose estruendosamente en
la silenciosa soledad de la noche de domingo, intentando expresar en el carácter
de la carcajada, la sensación de absurdo ante todo lo que había pasado en esos
días extraños. Fue hasta el baño, se miró las entradas en el espejo, se rascó
la barbilla y la mejilla derecha sin dejar de observarse (le picaban mucho) y
se fue a dormir semivestido, como había pasado todo el día, con el televisor
del dormitorio encendido, sintonizando un canal de noticias de cable.
A media mañana de ese lunes, cuando entró su
secretaria a entregarle el informe de una consultora recién impreso, se
encontraba pensando que la pasada noche había sido incómodamente singular. Se
había levantado varias veces a orinar, cosa infrecuente en él, recordaba
haberse rascado la cara semidormido, había tenido reflujo y estaba seguro de
haber soñado con Romilda sin recordar las escenas del sueño. De todos modos,
cada vez que había en esas horas recordado a la señorona, había sentido un
rechazo visceral por todo lo vivido en esos días, y sobre todo por haber
seguido el consejo de Jaime de optar por un tratamiento tan peregrino para su
no tan incipiente calvicie.
―Dejámelos ahí nomás Carina. Los voy a leer a
la tarde.
―Cómo no señor. Mmm… Disculpe que lo
interrumpa.
―Decime. Sentate.
―Gracias… Anda circulando el rumor de que se
viene otra tanda de despidos. ¿Es verdad eso?
―Por ahora, que yo sepa no. De todas maneras,
sabés que yo no tomo esas decisiones. Simplemente se me da la orden y ejecuto.
Sabés que lo mío es acomodar la nómina de personal que me piden en base a la
implementación de la ecuación i v p.
―Imprescindibles versus prescindibles.
―Estás aprendiendo, jejej. Tenés chances de
llegar lejos con el coaching que te está haciendo gratarola tu jefe.
―Gracias señor; lo que pasa es que nos
preocupa porque con mi marido estamos al cerrar un crédito en el Banco
Hipotecario, para construir, pero con su sueldo solo, nos sería prácticamente imposible
afrontar la cuota.
―Te soy sincero Cari, rajo a cualquiera de
acá, pero sin secretaria no me quedo ni en pedo. Así que concrétenlo nomás, que
además, respecto tuyo no tengo nada que objetar.
―No sabe la alegría que me da señor.
―Andá nomás, ah, buscá a alguien de
maestranza que tiré el café a la mierda y no me puedo concentrar con el piso en
estas condiciones. Hoy en mi departamento se me cayó un frasco de perfume al
piso y la notebook al rato de la primera cagada, con el café ya es la tercera
del día.
―No se preocupe señor. Pasan esas cosas. Nos
estamos dejando la barba parece. Le queda bien.
―¿La barba? ―se tocó la mejilla derecha y
comprobó que tenía la barba de un largo de por lo menos tres días―. Uh, …, andá
nomás…
Podía llegar a pagarse muy cara la deserción
de almorzar en “Victoria´s”, pero la confusión pudo más que el sentido de
pertenencia (o su fingimiento) a la camarilla gerencial. Desde que había
corroborado la observación que le hiciera Carina, había tratado en un principio
de reconstruir su primera mañana en el departamento, pero los únicos hechos que
lograba recordar con claridad, eran la rotura del frasco de perfume y la caída
de la notebook. Si había desayunado y tomado las gotas, si se había duchado, si
se había afeitado o no, eran verdaderos misterios, al menos desde lo que
lograba desandar en ese momento de turbación. Por otro lado, las náuseas de la
mal dormida noche, habían vuelto y acabaron con un vómito en el baño del
despacho, seguido de su comunicación a Carina de que se retiraba a su domicilio.
Cuando llegó al edificio, volvió a vomitar, en el ascensor, y cuando llegó
hasta el baño del departamento para limpiarse, vio que su barba tenía el largo
de la de un náufrago de un par de semanas sin ser rescatado. Intentó
comunicarse con Romilda, pero nadie contestó. Trató de ponerse en contacto con
Jaime, y al no ser atendido, especuló con que podía tratarse de que el grupo,
como había ocurrido antes, de sobremesa en el almuerzo, había invitado al
chofer a bajar del coche y tomarse un café, y que dado el alboroto del lugar a
esa hora pico, el llamado del celular no había sido escuchado por nadie. Eso
había pasado ya un par de veces, trataba de repetírselo, repasaba las escenas,
para mitigar la taquicardia que le provocaba la sensación de abandono. Pensó en
Rocío, pero su orgullo pudo más que su necesidad de compañía. Miró hacia su
pecho y la terminación de la barba ya podía observarse sin necesidad de un
espejo. “Las gotas de mierda, las gotas del orto de esa gorda yegua” pensó. Las
pulsaciones aumentaron. Sentía que el corazón golpeaba de forma muy violenta, y
al reparar en eso, retroalimentaba su sentimiento de desesperación y desamparo,
con el consiguiente recrudecimiento de la taquicardia. Pensó en llamar al
personal de seguridad del edificio para que pidiesen una ambulancia, pero recordó
que la única vez que eso había ocurrido en el lugar, el destinatario había
fallecido debido a la tardanza. Logró calmarse, o convencerse de que estaba en
tren de lograrlo, al menos en cierta medida. Los ascensores no respondían a su
llamado. Bajó los cinco pisos por las escaleras, entró a la cochera y salió a
toda marcha hacia la casa de la señorona. No le quedaban dudas de que las
malditas gotas eran las responsables de toda esa calamidad. Iba dispuesto a
sonsacar la fórmula de la forma que fuese, necesitaba tal información para que
lo atendieran en la guardia de la clínica en base a algo que le diese un viso
de lógica a la barrabasada de la que se seguía sintiendo corresponsable por
escuchar el consejo de Jaime, tan propenso él a supercherías de toda índole, y
por haberse prestado a la absurda ceremonia en que lo embarcó Romilda en aquel
lugar siniestro. No podía dejar de pensar en los pájaros, en esos cuerpitos
inmóviles, envueltos en aquellos retales de seda azul, en sus ojos, atónitos, expresando
el terror ante la inminencia de lo que indudablemente percibían que era su
fatal y próximo destino. Estacionó el auto en el mismo sitio que las dos veces
anteriores. Una voz cuyo timbre y tono agudo reconoció, le volvió a ofrecer los
servicios de vigilancia del vehículo, oferta a la cual no respondió. Entró por
el portón, lo cerró con la intención de que su enojo se hiciera evidente.
Gritaba con furia el nombre de la curandera, pateaba la puerta, nadie salía de
la casa. Desde el lugar en que se encontraba podía verse la parte delantera de
su auto, con dos adolescentes sentados sobre el capó, tomando cerveza y
riéndose del espectáculo que él estaba dando. Corría por la trotadora para
reprender a los zumbones usurpadores, arrepentido de no haber obrado conforme
su atávico rechazo y de haberse comportado amigablemente en su primer
desembarco al barrio, cuando por detrás, alguien descalzo, vistiendo malla y
camiseta sin mangas, lo golpeó en la nuca, haciéndolo caer desvanecido al húmedo
y agrietado piso de portland con olor a lavandina.
Ahí están mamá y papá. Los trajo ese otro
engendro portador de su sangre, mi antiguo y benigno cáncer. Seguramente, se
encuentran agradeciéndole una vez más a la pertinaz Romilda el haberme
rescatado del abismo en que me habrán creído perdido. Creo que nunca van a
enterarse de que yo soy el opus magnum en su epítome de nigromante. Ahora, se
acuerdan de mí más asiduamente de lo que lo hacían cuando yo era el hombre que
ya no soy. Deben enorgullecerse de haber portado las semillas de esta
celebridad que hoy se encuentra brindando a los desesperados sus mejores
flores. ¿Qué habrá sido de Carolina? El gordo Fabio está recuperando su pésimo
desaliño. Huelo su falta de aseo a diario. Me remite al momento en que me
entregó el gotero con las instrucciones anotadas por su madre; recuerdo también
su golpe a traición, hecho que marcó el comienzo de mi martirio. El disoluto
vástago de Romilda acaba de cortar un manojito de mi barba milagrosa y se lo
está entregando a un paisano con aspecto de niño viejo, pánico cerval en los
ojos; ahí se va, esperanzado, amuleto en mano, acaso con la ilusión de que
aparezca una compañera para mitigar su perentoria soledad. Han venido no pocos
a indagar sobre el milagro, pero la titiritera, de la misma manera que moldea
mis acogedores rasgos de santidad, ha obrado a la distancia para que mis súplicas
se transformen en muecas de repulsa. Evidentemente el negocio ya no depende de
las formas, debido a que el fondo, o sea yo, mejor dicho esta maldita barba que
no para de crecer y de la cual todos toman su parte en pos del milagro por
venir, alcanza para congregar el gentío que se aglutina cada vez que mis restos
son izados acá, al acoplado del camión que maneja Jaime, mi Judas. El sol de
esta supuesta primavera me da en la espalda. Los días en que como hoy, la brisa
marina refresca mi cara, mi permanencia en este itinerante atrio se hace menos
tortuosa. He perdido mi capacidad de calcular el tiempo, sobre todo, a partir
del mediodía; desde ese punto, el sol se hace invisible para mí y ataca por la
retaguardia en estas jornadas que se van prolongando progresivamente.
Mucho tiempo esperé convertirme en alguien, y
de algún modo, ahora lo soy.
domingo, 17 de julio de 2016
El buen amigo gigante, de Steven Spielberg
La última entrega de Spielberg, es una apelación a lo clásico en muchos sentidos. Adaptación del libro de Roald Dahl por Melissa Mathison, la recientemente fallecida guionista de E. T., El buen amigo gigante es un homenaje a los anhelos no abandonados y a la ficción como artífice y promotora de sueños.
Son pocos los cineastas que pueden ejercer un clasicismo en relación con su propia obra. Steven Spielberg, como esos no tantos artistas creadores de un universo propio, ha construido su orbe en base a esas obsesiones narrativas que cifran una filmografía de más de cuatro décadas. Uno de los claros tópicos spielbergeanos, es el del personaje desamparado, solo y en tránsito desde la incomprensión de los demás a la fase redentora de establecer una comunicación con algún tipo de aliado. No solo el Elliott de E. T. (1982) experimenta una soledad que encuentra la compañía y complicidad de su amigo extraterrestre, también el personaje interpretado por Richard Dreyfuss en Close encounters of the third kind (1977) padece un aislamiento respecto de un entorno humano que no lo comprende, y ni hablar del policía encarnado por Roy Scheider en Tiburón (1975); la lista podría extenderse en ejemplos hasta llegar a la Sophie (Ruby Barnhill) de El buen amigo gigante. La literatura de Roald Dahl (Los gremlins, Charlie y la fábrica de chocolate, Matilda) por su parte, es portadora de sus propios exiliados: Sophie es una niña solitaria e impopular que vive en un lúgubre orfanato londinense, entorno victoriano, que es un claro guiño de arranque (si de clasicismos hablamos) a la literatura de Dickens, de hecho, una de las primeras escenas, muestra a la niña con una linterna (si de Spielberg hablamos) en su cama, leyendo Nicholas Nickleby, libro que será llevado en el viaje que piloteará el bueno de BFG (Mark Rylance) -cuya habilidad es la de inducir sueños para torcer la realidad- hacia una tierra de gigantes, en donde también él es un ser solitario y acicateado por un contexto hostil. Podría decirse que puede ser un golpe bajo la apelación al sueño de alguien que no logra dar con lo suyo, sostenido hasta el punto de su materialización. ¿Quién en algún punto no se siente o se ha sentido alguna vez un niño agobiado por las circunstancias en busca de un gigante que luche por la concreción de sus anhelos? Pero en esta historia, y sin ánimos de revelar cuestiones centrales de la trama, la relación héroe-protegido, maestro-discípulo, no se presenta de la forma en que uno lo puede prever, punto para nada menor y genialmente contado en el film. No obstante, más allá de quién guíe a quién en su búsqueda por encontrar o recobrar lo propio, aquí la apelación a la fe y la no renuncia al ideal fijado es una constante, tema que puede ser interpretado como cursi si la supuesta valentía que conllevase el escepticismo no estuviese sujeta a consideraciones críticas. Si bien Spielberg trabajó sobre tantos temas y arquetipos cinematográficos, acaso le quedaba explorar el de la fantasía animada que Disney convirtió en uno de los logros más grandiosos de la industria, rescatando la narrativa tradicional europea y llevándola al terreno del celuloide; y mucho homenaje y recreación de eso hay en El buen amigo gigante, más allá de no tratarse de una cinta de animación, sino de un mix entre escenarios reales y personajes de carne y hueso, conviviendo con ámbitos y personajes de diseño digital. John Williams vuelve a trabajar con Spielberg, en una musicalización que quizás exhiba ciertos baches en los que la narración pareciera requerir de un soporte musical más contundente para sustentarse y por momentos no decaer. La película está dedicada a su guionista, la recientemente fallecida Melissa Mathison, también guionista de E. T, y tiene su precursora de animación del año 1989 dirigida por Brian Cosgrove y adaptada por John Hambley. Si el cine es, entre otras cosas, la posibilidad de dejarse inducir a un sueño, a veces macabro, otras veces esperanzador, el último trabajo de Spielberg, es un homenaje a ese singular pase mágico al que nos consagramos cada vez que nos sentamos ante a una pantalla, experimento que muchas veces nos ayuda a reparar o reinventar los caminos pendientes de transitar o a encontrar aquellos que probablemente se vayan abriendo en la película de nuestra propia vida.
miércoles, 6 de julio de 2016
ERIC CLAPTON: Spiral, video promocional de I Still Do, último disco de Slowhand
Se comparte el video del tema Spiral, cuarto track del opus 22 recientemente editado del músico británico. Si bien de manera no excluyente, como en su proverbial From the Cradle (1994), en Riding with the King (2000) o en Me and Mr. Johnson (2004), el blues sobrevuela algunas regiones de este álbum en el cual de las doce composiciones, solo dos (Spiral y Catch the Blues) cuentan con la autoría del ex Cream y The Yardbirds. La portada del disco estuvo a cargo del ya octogenario artista pop británico Peter Blake, quien diseñara en los '60 la emblemática cubierta de Sargent Pepper's Lonely Hearts Club Band (1967) de The Beatles. I Still Do fue producido por Glyn Johns, quien produjera en 1977 el legendario Slowhand, quinto trabajo de estudio en solitario de Eric Calpton.
domingo, 5 de junio de 2016
Mi Gato Halley
A
Federico,
cómplice imprevisto en aquel asfixiante embole,
cómplice imprevisto en aquel asfixiante embole,
por
la charla sobre los eventos del cielo,
por
We're Not
Gonna Take It
y
por convertirse en una de esas valiosas diferencias…
Había aparecido
en el sudoeste hacía apenas unos minutos; eso barruntó Salvador, anonadado, mientras
manejaba. La cola se volvía cada vez más visible y apuntaba hacia arriba, con
una leve inclinación, en el cielo del anochecer. Todavía no decantaba el bullicio;
el fin de año anterior, el comienzo traqueteado de aquel, su cumpleaños número
veintiocho. ¿Habrían anunciado en algún medio que iba a poder observarse a
simple vista lo que estaba viendo? Intuía haber leído algo al respecto en algún
portal de noticias. No podía recordar con exactitud. Había habido varios
recitales de la banda el pasado diciembre, presentación de nuevo disco; hubo
que ponerse a tocar para poder exhibir con cierta autoridad las supuestas destrezas
que había compartido con quienes concurrieron a presenciar su clínica de
batería el día anterior. Un auditorio casi a pleno, teniendo en cuenta que en
enero, Buenos Aires logra recuperarse del caos gracias al exilio de habitantes
huyendo hacia destinos menos asfixiantes. En Mar del Plata lo esperaba el
cuerpo de Halley en el freezer del departamento en el que desde hacía dos días,
Salvador vivía solamente junto a Carol. Ni ellos, ni sus allegados, conocían el
caso de un gato que hubiese estado tan cerca de cumplir veintiún años de vida,
pero los había. La ruta no estaba muy cargada a pesar de que la temporada,
según le había comentado Cristina por teléfono unos días atrás, perecía haber
arrancado muy bien: “…no dábamos abasto anoche Salu, y hasta te diría que pude
encontrar lectores para un par de buenos libros entre la tanta sandez que se
suele vender en verano. Que no muera la buena literatura hijo.”
Halley iba a
ser enterrado en el área de la sierra donde cuando adolescentes, los integrantes
del grupo decidieron usar su nombre en honor a quien, incondicionalmente, era
el primero en entrar a la sala de ensayo ―adosada a la casa con autorización de
Cristina― al advertir los preparativos de una nueva sesión. Los cinco
integrantes de Mi Gato Halley, decían que el animalito lograba captar la
convulsión vibratoria de ese sitio, más que las melodías en sí, si es que las
hubo al comienzo, cuando la sala de ensayo era un proyecto y los pioneros que
se acercaban a hacer música a esa casa no sabían afinar una guitarra, pero se
animaban de todos modos, contando al gato como espectador entusiasta. El debatido
argumento de las limitaciones de Halley respecto de apreciar la música de los
ensayos en su totalidad (más allá de los aporreos de Salvador a su batería y ciertos
pasajes de las secuencias en las que el bajo iba más al frente), estaba fundado
en que se había quedado casi completamente sordo a los tres años de edad a raíz
de una infección generalizada que estuvo a un tris de matarlo.
Llegó con
apenas tres semanas, amarillo, ojos verdes, raquítico de hambre. Se miraron, el
chico de siete años lo alzó y conectaron inmediatamente. Fue de una enorme
ayuda la compañía de su nuevo amigo por esos días, gracias a ella, pudo superar
su angustia por no haber logrado ver pasar al cometa en el que papá, según
habían asegurado Cristina y la abuela, pasaría a conocerlo. Y decidió llamarlo
Halley. De papá, habían quedado los discos de vinilo que Salvador escuchaba
desde que aprendió a usar el equipo de música. Una parte no menor, la había
traído César, un amigo de Carlos, en los setenta, cantante de tango él, de sus
tantos viajes al exterior. De modo que el chico y el gato pasaron incontables
momentos en ese living, haciendo girar principalmente a Queen, David Bowie, Jackes
Brel, Lou Reed y Led Zeppelin, mientras sumaban la música que iba llegando para
incorporarse al recinto sinfónico (así llamaba Cristina al living, cuyo uso
casi exclusivo era el de ser un espacio reservado a la música), en el cual era
posible escindirse y recuperar un ámbito propio, cuyas llaves venían en manos
de aliados tan lejanos en cuanto a distancias, pero tan cercanos respecto de la
pertenencia a un universo vasto, auténtico e inagotable.
La fidelidad de
Halley para con la música de Salvador, fue algo previo a los ensayos. Cuando el
chico, a los catorce años, comenzó a tomar clases de batería y a encerrarse obsesivamente
en el recinto sinfónico a practicar los ejercicios con los que pasaba tardes
enteras, aprovechando que Cristina llegaba muy tarde de la librería, bastaba
con que Halley lo viera encaminarse, palillos en mano hacia el rebautizado
living a la hora usual, para que se le adelantara con la cola en alto y se
sentara siempre en el mismo sillón a escuchar con atención la repetición de esos
patrones rítmicos, que eran reiterados hasta el hartazgo en una suerte de
letanía percusiva, que los dos, intuitivamente, percibían como el adelanto de
algo en lo que solo ellos parecían tener fe.
La casa de
Cristina siempre fue muy concurrida. Especialmente, desde que Carlos no estuvo,
una parte de familiares, vecinos y amigos, entendió que ese espacio tan grande
que había quedado vacío, debía ser llenado con su asistencia a ese domicilio del
macrocentro marplatense. Hubo otro tanto, incluso más numeroso, que no estuvo
dispuesto a asumir los presuntos riesgos, o que los esgrimió a su tiempo para
justificar su deserción definitiva, fundada en otras inconfesadas razones. En
cuanto a Halley, daba la impresión de que las únicas visitas a las que era
proclive, eran aquellas que estaban directamente vinculadas con la música.
César siempre los visitaba al regresar de sus giras en el exterior, y cuando
llegaba, no terminaba de preguntar por el gato antes de sentir el roce de las
ancas amarillas en sus delgadas pantorrillas. César frecuentaba a Cristina y
Salvador junto a su guitarrista, y al terminar las cenas, sabía que estaba
literalmente conminado a ofrecer un mini recital a sus anfitriones y al resto
de los invitados. Invariablemente, durante esas interpretaciones, Halley se
sentaba debajo de la silla del cantante con gesto de disfrutar del repertorio.
“¿Pero cómo, no es sordo el gato?” preguntaban los menos asiduos después del
incidente que había estropeado las facultades auditivas de Halley, y César,
actuando una falsa modestia que no era particularidad suya, atribuía a ese
motivo la presencia del animal solazándose debajo, tan consustanciado con la
circunstancia que lo tenía a él como protagonista.
Carlos, miércoles 21 de junio de 1978
“Aullando
entre relámpagos
perdido
en la tormenta
de
mi noche interminable, Dios
busco
tu nombre...”
ENRIQUE S. DISCÉPOLO, en Tormenta
Te vas a despertar después
de una noche de no haber conseguido dormir normalmente. La llamada anónima a la
radio. Habrás logrado conciliar apenas unos fragmentos de un sueño oscuro en el
que no decrecerá el fuego, negro, estremecedor, que inconscientemente habrás
encendido el día anterior. Adentro, a pesar del día gélido, las vísceras
electrizadas de miedo por haber manifestado en tu programa de radio nocturno tu
repudio al forzado éxodo de artistas; las entrañas quemándote, el pavor, atroz,
palpitando, por haber decidido junto al operador pasar la música prohibida por
los organizadores del jolgorio mundialista con el que intuirás el exterminio
que se estará intentando ocultar, tal vez de manera exitosa. Vas a preguntarte
por qué decidieron desafiar al engendro. Lo harás sin lograr responderte. Cristina
te confirmará por la tarde su embarazo, no hará falta esperar más tiempo, solo
los análisis de rigor que ratificarán lo que ambos estarán vislumbrando, que
alrededor del enero sucesivo tu primer hijo o hija llegarán a esa casa en la
que acaso ya no estarás para recibirlo. Atenderás solo la librería por la
mañana. Cristina se quedará a descansar de la pésima noche pasada. No habrán
hablado al despertarse. Sabrás que su silencio estará fundado en que tal vez te
hayas entregado quijotescamente a las bestias que andarán rondando todo el día,
olfateando, espiando, pasando por la librería en un Torino blanco que verás
varias veces. Almorzarán las milanesas con ensalada de tomate y lechuga que
preparará la madre de Cristina en la cocina de tu casa. La mujer te servirá sin
hablarte y vos, no darás con el modo de reaccionar ante la silenciosa y quizás
justificada tirria. Propondrás lavar los platos sin que nadie te conteste; lo
harás de todas maneras y saldrás a caminar a la hora de la siesta. Otra vez el
Torino blanco con tres tipos adentro cruzándote dos veces durante la caminata
en la tarde destemplada. La segunda vez los verás parar a comprar banderitas
argentinas en Colón y Corrientes. Recordarás que en un rato jugarán Brasil con
Polonia, en Mendoza, y más tarde, les tocará el turno a Argentina y Perú, en
Rosario. Irás hasta la rambla, bajarás a la playa, subirás a una de las
escolleras y verás el mar planchado de la siesta de junio, pensando, entre
cosas menos banales, que en dos meses y días hará treinta años que naciste. Después
de ducharte, recordando vagamente a tu madre, tan joven, el ruido de la tierra
sobre la madera parda; y a tu padre, fugado para siempre de las insoportables
garras de esa noche que se agigantará, cada vez más confusa, oscura, Cristina
te hablará en silencio, para que no se entere su madre, te dirá que descarta lo
que ambos vendrán intuyendo desde hará un tiempo. La tarde en la librería será
tranquila e irá muy poca clientela. Escucharás el primer tiempo del partido
entre Argentina y Perú en el local desierto, olor a kerosene de la estufa sobre
la cual pondrás el consabido jarro enlozado con agua y hojas de eucaliptus. Decidirás
cerrar el negocio antes de lo acostumbrado, después del segundo gol de Kempes. Llegarás
a tu casa y encontrarás un clima más amable. Ellas te saludarán casi como si nada
de lo del día anterior y esa mañana y mediodía hubiese ocurrido. Cenarán pollo
al horno con papas, batatas y cebollas, después del seis a cero que habrá
puesto al equipo de tu país en la final que jugará frente a Holanda el domingo
siguiente. Te despedirás de Cristina con un beso más largo que lo habitual. Le
tocarás el vientre, la mirarás y ambos sonreirán imbuidos por un inusitado
arrebato de fe en el porvenir. Acompañarás caminando a tu suegra hasta su casa
y seguirás camino hacia la radio. Hablarás poco en el programa sobre la alegría
mundialista, cuyos bocinazos acabarán de decantar dejando lugar al acostumbrado
silencio de la noche. Le hablarás al operador de un auto blanco. Él te dirá
haberlo visto pasar de manera sospechosa al llegar antes que vos a la radio.
Terminarás el programa, te despedirás del operador y saludarás a quien te sucederá
en la emisora. Saludarás al portero, quien estará más frío que de costumbre al
devolverte el saludo con su fría mano derecha. Saldrás del edificio y caminarás,
casi hasta la esquina. Verás doblar un Torino blanco con un tipo manejando y un
acompañante con medio cuerpo afuera del coche, apuntándote con un arma pequeña
cuya ensordecedora retahíla será sucedida por un calor intenso en tu torso.
Sentirás el golpe
sobre la vereda de pequeñas
baldosas
que parecerán ir
ablandándose,
licuándose
para ser engullidas
junto con vos
por un espacio cada vez más
oscuro,
confuso,
incógnito…
Lo que comenzó
como una lúdica actividad de exploración musical, se transformó en un trabajo
en un relativamente corto período de tiempo, teniendo en cuenta la complejidad
que conlleva el aprendizaje de un instrumento hasta llegar a un nivel de
competencia profesional. Salvador pasó en cuatro años de ser un aprendiz a convertirse
en profesor de batería, y en poco tiempo más, a ser contratado por otros
músicos y formar parte de esa pequeña franja de artistas que gozan del
privilegio de poder vivir de sus propios proyectos. La casa, que seguía siendo
durante casi todo el día un lugar solitario debido a que Cristina atendía la
librería hasta las nueve de la noche, era visitada por un número cada vez más
significativo de alumnos, muchos de los cuales, eran fans de la primera banda
en la que tocó Salvador, antes de que se formase Mi Gato Halley. Con el dinero
que fue ganando, alcanzó de igual modo para ayudar a Cristina con los gastos
domésticos, como para ir construyendo la sala de ensayo en la que ulteriormente
se trabajó sobre tantísimos proyectos musicales, ya que el leal amigo de
Halley, desde que fue tenido en cuenta como sesionista profesional, no solo grabó
los discos de su banda; también fue baterista invitado en trabajos de otros
grupos y de músicos solistas, incluso algunos de origen extranjero. Debido a
sus nuevas exigencias, Salvador tuvo que dividir su tiempo entre Mar del Plata
y Buenos Aires, lo que para Halley representaba dejar de ver a su camarada, a
veces durante varias semanas. “Vieja, cuando no estoy dejale la compu con
música cuando te vas; acá te dejé un compilado que sé que no va a fallar.”
“Pero si está sordo como una tapia gordo.” “Vos haceme caso, poné el volumen en
siete y no pongas el reproductor en aleatorio, acordate que empieza con Space Oddity y termina con Venus in Furs.” “¿Y esto que metiste acá
en el medio? Parece el lavarropas cuando lavo los sweaters en ‘delicado’, con
un violonchelo metido a las piñas.” “Es un performer canadiense que le fascina;
haceme caso y reproducíselo tal como está.”
Carol
El grupo recibió la propuesta
de grabar en Inglaterra su segundo disco. El manager había contactado un
estudio modesto, pero cuyo ingeniero de sonido tenía en sus antecedentes el
haber colaborado con bandas y solistas de fuste. Salvador viajó unos días antes
que el resto de la banda a Londres a fines de ese julio. Por razones que ni él
mismo lograba esclarecer, desde haber cumplido en enero veinticinco años, se
había obsesionado con la visita a esa ciudad como con la de ninguna otra, y
aprovechó la desagendada semana previa al ingreso al estudio, pautado para el 2
de agosto, para adelantarse al resto de los integrantes y encontrarse con las
veredas con las que tanto había especulado involuntariamente, en sueños,
indefectiblemente acompañado por Halley. La tarde del primer día del mes, los
demás músicos, ya llegados a Londres, decidieron no ir al recital de Twisted
Sister en el London Astoria y quedarse en el hotel con la excusa de entrar a
grabar en las mejores condiciones al día siguiente. Por otro lado, conseguir
entradas de reventa iba a ser difícil tan sobre la hora. No obstante Salvador,
decidió hacer el intento, con la promesa de estar la mañana siguiente a la hora
convenida en el estudio. Recordaría por siempre esa secuencia con una nitidez
abrumadora: caminata por la vereda del Dominion Theatre, vecino del Astoria, regateo
con el revendedor lookeado como un homeless, la mano pequeña, impoluta y
femenina del tipo, uñas pintadas de negro, entregando de querusa el ticket y la
bolsita de polietileno con los cristalitos opacos que iban como gentileza del
tal Janick (the invisible), el tipo gritando “the water, don’t forget the water
buddy”, ingreso al Astoria, último trago antes de la apertura, la chica
mirándolo, preciosa como ninguna otra antes, arenga del presentador, voz
rasgada y aguda, desentonando sobre la intro sonando a oscuras, luces
intermitentes, la figura visible de los músicos con el riff de What You Don't Know (Sure Can Hurt You) arreciando,
Dee Snider sosteniendo el micrófono unido al pie, el pelo rubio rizado
relampagueando con los flashes, “Good evening! welcome to our show”, la chica
mirándolo con la complicidad de encontrarse dentro del mismo globo, primer tema
abrazados, comienzo de The Kids are Back,
primer beso con Carol, lo más cercanos posible al escenario, a las vallas de
contención protegiendo a una ingente cantidad de fotógrafos; ellos, atravesados
por el enardecimiento del Astoria, colándose, un sonido iluminando las vísceras
y proyectando un hilo invisible con los músicos, solo de Eddie Ojeda, y Snider,
recobrando protagonismo, hincado frente a los flashes de los fotógrafos,
divismo exonerado, el león haciendo gala de estar comiéndose a una manada
entera de gacelas, entregadas, la sangre del ágape adherida a los ojos, las
fauces y la cara de la fiera, cambiando de colores y el hilo tensándose y
aferrando a amos y esclavos, haciendo posible la liturgia catártica. El recital
con su primera furia, decantando, elegantemente, él abrazado a Carol y
besándose más intensamente. Carol manejando. ¿Cielo iluminado? Tan reciente el
desembarco en esas latitudes… Él proponiendo ir al grano en un inglés
fortuitamente aceptable. Escalera desierta entre el primer y segundo piso del
hotel, ruido de elásticos zurrando piel, en el silencio, oídos ensordecidos, las
piernas de Carol cercando un cuerpo que devuelve la furia de la noche en medio
de un aullido ensordinado por una mano con las uñas pintadas de verde. En ese
momento, Cristina, en Mar del Plata, acariciaba a Halley, quien dormía en su
falda al son del compilado prescripto y programado por Salvador, sentada ella en
un sillón del living, recordando que Carlos siempre decía que las relaciones
que comenzaban con una intensa afinidad sexual, tenían chances de prosperar
mucho más allá que las otras. Y a millones de kilómetros, McNaught seguía
camino a su perihelio, a hacerse visible desde la Tierra, dos años y cinco
meses después.
A las semanas
de cumplir veinte años, Halley comenzó a padecer cuadros infecciosos que
necesitaban variedades cada vez más sofisticadas de antibióticos para ser
remitidos. Los períodos de bienestar se acortaron progresivamente ese año, y la
música (que debía ser suministrada a volúmenes cada vez más estridentes) siguió
siendo el irreplicable acicate. Carol y Salvador gastaron una verdadera fortuna
en paneles fonoabsorbentes para aislar el living del departamento en que Halley
se quedaba horas mirando las tardes en la plaza de enfrente y escuchando los
repertorios que su amigo prescribía, basándose en esa habilidad instintiva que
nunca había fallado. El septuagenario César, junto a su nuevo y joven
guitarrista, de regreso de su última gira por México, Estados Unidos y un par
de ciudades canadienses, los visitó en septiembre y cantó su última milonga a
Halley y a un reducido grupo de amigos que participaron de una cena
circunstancial e inolvidable. No lograron despertarlo el primer día de
primavera. Lo encontró su cuasi adolescente novia de turno en la habitación del
departamento de Buenos Aires donde paraba cuando decidía pasar unos meses en el
país, sonriendo nostalgioso, aparentando mirar la nada misma, con un CD de
Goyeneche en “repeat” girando desde hacía quién sabe cuántas horas. Pero es sabido
que no a todos los mortales les es concedida la dicha de sortear con tanta
rapidez ese evento inexorable… La primavera pasó, sin César, sin ese tan elocuente
curador de un fuego de bohemia que había legado Carlos y que su amigo se había
ocupado de mantener encendido para los que lo necesitasen. Comenzaron el verano
y el año siguiente, y el ya esperado McNaught, estaba lo suficientemente
cercano para hacer su estelar y para muchos sorpresiva aparición; el cometa se
encontraba lo bastante cerca para llevarse, acaso, algo con él. Y aún ajenos al
evento astronómico del que estaban próximos de ser testigos, Salvador, su
esposa y su madre, celebraron un concilio en el que no hubo necesidad de
defender postura alguna; llamar al veterinario y relevar a Halley de su ya
perdida batalla contra la muerte, fue una decisión tomada con un avenimiento
sorprendente, sobre todo teniendo en cuenta que Cristina y su hijo tenían por
costumbre no coincidir de movida cuando había que adoptar una determinación
importante. Esos últimos días habían sido excesivamente crueles con Halley y
con ellos, testigos cercanos de ese hecho inevitable, que a veces deviene en un
proceso despiadadamente lento. La vida y la muerte tienen demasiado a menudo la
costumbre de debatirse en esa franja inestable, difícil de definir, de acometer
sin rodeos, pero ni por asomo menos contundente que cualquier otra experiencia.
Él pidió a las mujeres que le dieran un par de horas. Necesitaba intimidad
absoluta. Bajó la persiana hasta que la luz fue lo suficientemente escasa, y
recostado en el sillón de tres cuerpos, escuchó entero Led Zeppelin III, acariciando sobre su pecho una pelambre dorada
que aún no había dejado que se evadiera el calor de una vida.
Apagó el aire
acondicionado y abrió la ventanilla para constatar la brisa, la aproximación al
océano. Juzgó nuevamente exitosa la clínica de batería en el auditorio porteño.
Había aparecido en el sudoeste. La estela rasgaba centelleante el espacio negro,
cristalino, por el que se desplazaba. Cuando la noche terminó de afianzarse,
cuando las luces de Maipú quedaron atrás, pudo verlo con toda claridad en medio
de ese confín estrellado y transparente de enero. Al día siguiente irían con
Carol a la sierra a enterrar los restos de quien quizás, enarcado sobre el
cometa McNaught, había interrumpido su viaje a quién sabe dónde para pasar a despedirse.
Ahora, en el reproductor de música del auto de Salvador, volvía a sonar Led Zeppelin III.
lunes, 4 de abril de 2016
Trigo
En esta carretera no hay interlocutores de Dios.
Se han ido y me han dejado aquí solo
y se han
llevado consigo el mundo.
CORMAC MCCARTHY,
en La Carretera
Indudablemente ese es el lugar al que debe dirigirse. Vaya si
aprieta el sol, pero detrás no ha quedado nada; amén del repentino auxilio de
un lejano verdugo, casa, patrimonio, reputación, vínculos, referencias, nada,
absolutamente nada después de la tormenta que diezmó la anterior historia.
Ahora comienza otra, y este sol, esta luz que incendia y le da en la cara, este
sol abrasador, aun a estas siete de la tarde de este día de diciembre. Al
viento se le ha dado por soplar durante varias jornadas desde el oeste, como
trayendo la invitación de un destino que acaso inconscientemente, se ha ido
prefijando, incluso en los momentos en que el rock ’n’ roll de la vida sonaba
estruendoso y parecía no dejar lugar a otra cosa. No lleva consigo más que unas
pocas pertenencias: una pequeña mochila con una muda de ropa, medio litro de
agua, y el dinero que alcanzará para un mes de austera existencia, a lo sumo,
si es bien administrado y la suerte no se descuelga con algún accidente que
violente este sosiego que empieza a disfrutarse. Ha encanecido abruptamente, ha
adelgazado más de dos decenas de kilos; lleva puestos anteojos de sol de marco plateado
redondo con lentes de un azul intenso, un jean gastado, una camisa de trabajo verde
recién comprada, arremangada, sandalias. Hace meses que su pelo, sus cejas y su
barba crecen a su antojo, sin intervenciones. Tiene cincuenta y cuatro años. Encarna
una epifanía de connotaciones místicas. Imposible reconocer a este caminante
que ha purgado sus flaquezas y encara conmutado el fortuito devenir. La
periferia de Cabo Sierras a esta hora ofrece una caliente desolación. Lo alegra
escuchar el sonido de una radio apartada en la que empieza a sonar Nada interpretado por Julio Sosa. No
sabe casi nada de tango, pero percibe con agrado esta frase instrumental del
inicio de la versión, que dada su ubicación, es la parte de la canción que le está
llegando más claramente mientras avanza hacia la avenida de circunvalación. Recibe
la música como un saludo, más que un saludo, como un póstumo convite a hacer
las paces, una caricia de la ciudad dispensando esta tierna nostalgia,
dejándolo en libertad, aprobando su apuesta por el oeste, por el futuro. Podría
haber evitado este itinerario, comenzar a andar desde el camino vecinal que une
la amesetada serranía ―en una de cuyas casas se refugió estos últimos meses―, con
la ruta que discurre hacia el destino al que ahora se piensa predestinado, pero
había que pasar por la metrópoli a despedirse de las veredas anchas, del
océano, de la avenida Independencia, de nada más. Recuerda por enésima vez en
el día que hoy hace exactamente treinta años, treinta años de la celebración de
su único matrimonio.
“Una persona distinguida, el mínimo esperable viniendo de
donde venís, …, sin cosas raras de las que avergonzarse”, era la más reiterada
indicación de la señora de Cuyar a Raúl, el único hijo que había gestado (no
sin inconvenientes) el matrimonio. El enlace había quedado establecido a dos
años de restituido el régimen democrático en el país, y Raúl nació treinta y un
meses después. La casa imponente que habían adquirido cuando el niño tenía seis
años, en el reputado barrio Parque Loreto, representaba para la esposa del
contador el cumplimiento de un sueño concebido desde su más temprana juventud. La
consumación de tan amasado deseo, fue posible gracias a la señera cartera de
clientes de Humberto Cuyar, que ya a principios de la década con que se
despidió el siglo, hubiese posibilitado el tan anhelado salto inmobiliario que
la señora deseaba efectuar. No obstante, el hombre de la casa, siempre difirió con
ella en lo concerniente a dar esos pasos fundamentales que Clelia Zermatten (ese
era su nombre de soltera y al que se aferró con garras y dientes luego de un
acontecimiento que cobró relevancia nacional) juzgaba impostergables. Era
también un punto de frecuente disputa conyugal, la presunta vocación docente
del marido, que según la opinión de Clelia, restaba dedicación a la actividad a
la cual se debía el progreso al que ella adjudicaba tanta importancia. “Me
fascina la docencia, siento que contribuyo con algo grande, con el futuro, ni
más ni menos que con el futuro de esta bendita nación, que tarde o temprano,
empezará a encaminarse y a abrirse a la normalidad” declaró más de una vez en
distintos ámbitos el contador. Había sin embargo, para quienes consideraban con
reparos su ferviente afición pedagógica, la sospecha de que existía una recóndita
motivación para que el prestigioso licenciado Cuyar, quien asesoraba fiscalmente
a los más importantes empresarios de la ciudad, siguiese dando clases en el
nivel secundario del más exclusivo colegio religioso de Cabo Sierras.
Sorprendentemente, fue Rita Casciero quien lo visitó en la
cárcel desde su séptimo año de reclusión hasta su salida en mayo del pasado
otoño. Fue también la Casciero quien aportó el dinero de los ocho meses de
alquiler y lo necesario para la austera manutención durante el tiempo en que se
fue forjando el peregrino que ahora, camina hacia su destino. Podría haberlo
hecho toda la vida si Tres Cascadas no hubiera sido la inevitable predestinación
de Cuyar. Cuando salió del penal, fue Gabriel, discreta pareja y asistente
personal de la bisoña drag queen, quien lo llevó en su auto a la casa
previamente alquilada en Sierra de los Santos. Había que obrar con suma
modestia; la artista y su consorte no estaban al tanto de la íntima maduración
de su asistido, y juzgaron que el lugar, alejado del centro de la ciudad, era
el indicado para pasar un período de varios años de introspección. El otoño
ayudó, aportando muy pocos turistas a los alrededores del secreto refugio, y la
transformación fue aconteciendo en el marco de una soledad casi absoluta. Además
de una tarjeta de débito a nombre de un tercero, hubo que hacer llegar una
importante cantidad de dinero en efectivo, y se recurrió a un cuarto personaje
al tanto de la iniciativa, para evitar incluso el más remoto peligro de ser
descubiertos. Reflexiona, mientras anochece y el camino ofrece una postal
ascética, exhibe los restos del diurno incendio que va cediendo espacio a la
opacidad de la tibia noche; considera el rol de Rita en su vida como el de un
actor capital, inconsciente, artífice de un designio que a la preciada libertad
antepuso el descenso a la afrenta y la pérdida. Siente que no podría acometer
la etapa que avizora, enredado en los meandros de su antigua vida. ¿Quién ha
elucubrado este ser atravesado por algo que sobrepasa su ínfima voluntad?
¿Quién es el que emprende este andar rotundo? ¿Quién le ha enseñado a sucederse
a sí mismo, a ir tras el encantamiento al cual bastó un exiguo instante para
determinar una vida toda? ¿Qué confidencia retiene la mágica coreografía del
trigo? ¿Por qué este incontestable rumbo, el camino a las sierras, el oeste, el
oeste?
Uno de los primeros taxiboys con los que estuvo, fue Tomás. Era
la época de la adquisición del caserón de Parque Loreto. En ese entonces él tenía
treinta y tres años y el muchacho veinte. Nunca pudo quitarse la extraña
costumbre al pagar por un servicio sexual a alguien, sobre todo si era hombre,
de hablar, hablar en los interludios del repertorio de singularidades que traía
premeditadas y que esgrimía al partenaire con el fin de dejar en claro por qué
y cuánto debería cobrarse. Tomás le contó, la primera vez que estuvieron juntos
en ese primer piso por escalera de la calle Castelli ―regenteado por un
travesti estrafalario que se hacía llamar Cristal―, que fuera de temporada, trabajaba
de instructor en un gimnasio de Tres Cascadas, y que desde mediados de diciembre
a fines de febrero, ya era el tercer año que optaba por la actividad de venir a
la concurrida Costa Atlántica a vender su compañía y “casi toda” su humanidad,
puesto que había una parte de su cuerpo que se aclaraba de antemano al cliente
que le estaba vedada, principalmente a cierto tipo de incursión. Al señor Cuyar
lo fascinó sobre todo, una anécdota referida por Tomás en una de sus
conversaciones. El incidente había ocurrido en medio de una pletórica
plantación de trigo, a unos diez kilómetros del centro de Tres Cascadas, en una
cálida tarde de diciembre. Se trataba de un episodio a partir del cual el joven
decía haber descubierto el don de despertar ciertas avideces. El en aquel
tiempo adolescente de quince años, había sido descubierto masturbándose,
recostado en el tronco de un solitario sauce en el que erróneamente, se
creía guarecido. Luego de ordenarle a Tomás subirse la malla, el ingeniero Maciel,
dueño de la tierra donde había sido pescado su reprendido tramitando el
desahogo de un irreprimible arrebato hormonal, lo obligó ―mientras cargaba la
bicicleta en la caja de su camioneta― a subir a la parte delantera, y lo llevó
hasta su casa, emplazada en una poco poblada manzana de un barrio de clase
trabajadora de las afueras del pueblo. Durante el viaje, fueron vanos todos los
intentos del ingeniero por disimular su exaltación. Había pasado de una
verborrea en cuyo auxilio invocó hasta al “pobre y ocupado” Jesucristo, a un
silencio convulso, extremadamente incómodo. Cuando llegaron, el captor hizo
esperar a su rehén, tocó timbre, y al salir la abuela de Tomás, celebró un
breve y simpático coloquio con ella, invitando posteriormente al retenido a
bajar, mientras lo esperaba del otro lado de la zanja con la bicicleta en la
mano. Las manos del cincuentón Maciel temblaban cuando ofreció su amigable
derecha a su restituido prisionero, intentando trocar el papel de una
crispación sobreactuada, por el de un sorpresivo compinche, quien para los ojos
del liberado no representaba otra cosa que un patético grotesco intentando
ocultar sus debilidades palmarias. A partir de ese affaire ―sobre el cual el
chico, en ese momento, no supo con qué excusa había sido llevado a su casa, ya
que la abuela lo recibió con un intrascendente “¿tomamos unos mates Tomi?”―, no
sólo Maciel, sino también Ayala el farmacéutico y Gómez Toledo, escribano él, ambos
compañeros de la camarilla de golf en la que se enrolaba el ingeniero, comenzaron
a solicitar la conversación de Tomás Laguna cada vez que se lo cruzaban en el
pueblo.
Camina por la banquina de la ruta. Un camión se detuvo hace
unos instantes al lado de él, y el conductor, en un portuñol festivo y
estruendoso, le preguntó hacia dónde se dirigía. Él contestó que había salido a
caminar sin más, sin mirar a los ojos a su interpelador. El chofer le dijo que
tenía como destino final una ciudad de la Patagonia, que si lo deseaba podía
subir y hacer unos kilómetros con él. El viandante ofreció un saludo disuasorio,
valiéndose de una sonrisa mustia, no desviando nunca su vista enfocada hacia
adelante y el vehículo se alejó lentamente. El viento le da ahora de lleno en
la cara. A pesar de encontrarse en medio del campo, de ser ya pasadas las diez
de la noche, los pulsos de aire se sienten todavía tibios. El olor del pastizal
lo reconforta. Recuerda la primera vez que junto a su padre pasó por la entrada
a Tres Cascadas. Se dirigían a un pueblo del oeste de la provincia, situado en
un valle rodeado por esas sierras que para él siempre representaron el anticipo
de la Patagonia. Su padre tramitaba en esa época con un vendedor las últimas
gestiones de la compra de una finca que él heredó, y que como todas sus
posesiones, tal fue su sorpresiva iniciativa, pasaron al dominio de la señora
Zermatten mediante las reservadísimas diligencias de la escribanía cuyos
honorarios también saldó Rita Casciero en estos últimos meses. Era diciembre
también cuando el iniciático viaje junto a su padre a las sierras. En aquel
entonces él tenía once años. Recuerda que en la radio del Ford Falcon modelo 70
sonaba Canción de verano y remo, interpretada
por Jorge Cafrune. En ese momento, en los alrededores de Tres Cascadas, el
trigo refulgía bajo el sol del mediodía. Un viento fresco del sur entraba desde
el océano y hacía que las enormes planicies amarillas parecieran un mar que se
perdía en el horizonte azul del día cristalino. Durante ese pequeño lapso de
Tiempo, ese trayecto del camino parecía predestinado a los silenciosos
viajeros, absorbidos por una canción que si bien hablaba de un paisaje
distinto, fluvial, litoral, poseía una declaración, por el momento
indescifrable, pero que no obstante lograba que los oyentes fundieran por
completo su carácter, intuitiva, involuntariamente, con el cuadro pampeano por
el que se desplazaban. Tres Cascadas pasó a ser desde ese punto, la puerta a un
atavismo que comenzaba a agigantarse cuando ese límite geográfico era evocado.
Aunque a veces duraba apenas segundos la percepción que fue perdiendo
intensidad conforme el tiempo fue borrando aquel primer fulgor de la niñez, en
ese lugar, capturado por la imprecisa fotografía de su memoria, era posible
cuando menos, avizorar la puerta de una quimera que siempre esperaría su regreso
definitivo a un sitio de genuina pertenencia.
No fue precisamente un hecho afortunado para el profesor
Cuyar y el padre Augusto, que los cuatro alumnos más díscolos de las tardes de
recreación de los sábados en el Instituto, fueran un auténtico plantel de
bellezas cursando su anteúltimo año de formación secundaria. A poco de
comenzadas las clases, cuando el sacerdote y el licenciado comenzaron a activar
el ardid para convocarlos a las reuniones dominicales en uno de los departamentos
desocupados de Cuyar, con la excusa de encarrilarlos, de afianzar los lazos
entre el Señor y esas cuatro almas en riesgo de extraviarse, el encandilamiento
de los maquinadores y el espíritu participativo de las cuatro gemas, constituyeron
la sinergia perfecta que en pocas semanas, arrastró a los organizadores del
secreto paraíso, al público desastre. Una de las mentiras de las que se valieron
para convencer a los colegiales, fue que existía la firme posibilidad de hacer
un viaje de intercambio a Europa, y que el colegio los tenía preseleccionados de
incógnito a ellos y a otros pocos chicos de otros cursos. Había que mantener
reserva en relación con el asunto; “incluso con sus padres, cero dato por ahora
chicos” declaró Augusto en tren de darle credibilidad al señuelo. La fecha del
viaje coincidiría con el Mundial de Fútbol de Alemania, y se les dijo que existían
firmes posibilidades de llevarlos también allá a ver al menos los primeros tres
partidos que jugaría la selección.
Y se lograron celebrar cuatro bacanales, en las cuales, si se
habló del Señor, se lo hizo aludiendo al atributo físico de uno de los
convocados. El cuarto domingo de tertulia, a Nazareno, claro cabecilla del
cuarteto de beldades, se le ocurrió hacer a escondidas, in situ ―escindiéndose
del aglutinamiento de participantes concentrado en uno de los dormitorios―, una
copia de una de las filmaciones en las que habían quedado documentadas las primeras
tres sesiones (con el objetivo de suscitar el entusiasmo en las correlativas) y
exponer el video días después a uno de sus compañeros de curso, que por
supuesto no participaba del asunto, lo que desencadenó el derrumbe de Cuyar y
el prelado. Los intentos de la rectoría por llegar a un “arreglo beneficioso”
entre los padres del cuarteto y la institución, fueron inútiles. Pronto la
escandalosa herejía tomó estado público. Los medios nacionales no tardaron en
levantar la noticia, reproduciendo incluso las escenas menos picantes de una
copia del video de las tantas que circularon en un principio en Cabo Sierras,
en una de las cuales, el sacerdote, cinco años mayor que su cómplice, desmelenado,
con un pomo de lubricante en la mano, decía a cámara la frase “caramelín
caramelito, la tía quiere su chonguito”, mientras se escuchaban las carcajadas
de los circunstantes ubicados fuera de campo. Hubo hasta un grupo de música
tropical que compuso una canción utilizando como estribillo el enunciado del
enajenado clérigo. De parte de la Justicia, dadas las contingencias, no quedó
más remedio que actuar sin ambages. Los intentos del arzobispado por llegar a
un arreglo con la fiscalía, por “resguardar, dentro de lo posible, el nombre de
esta centenaria institución educativa en la que fueron forjadas algunas de las más
altas personalidades de las que Cabo Sierras debe enorgullecerse” (la lista
incluía al fiscal que obraba en la causa), fueron estériles; el periodismo había
plantado bandera. El juicio público, dada la mediatización a escala nacional de
los hechos, ya había colocado a su hueste de opinadores a minar el terreno en
que el anticipado y público veredicto, no dejaba chance alguna de un futuro en
libertad para los promotores de las secretas reuniones de los domingos.
Solo doscientos cincuenta kilómetros separan a Cabo Sierras
de Tres Cascadas. Lleva andados más de veinticinco desde el momento en que la
avenida de circunvalación se transformó en la vía que ahora transita. El viento
sopla ahora desde el norte, tibio. Un nuevo camión se detiene al verlo caminar
junto a la ruta que discurre hacia el oeste. El conductor del enorme vehículo,
como el anterior, saluda y refiere una ciudad patagónica como destino final de
su viaje (en perfecto y lunfardesco castellano). Esta vez acepta el
ofrecimiento de ahorrarse el esfuerzo de caminar en la oscura y cálida noche. Sube
rápida y atléticamente a la cabina.
―Si quiere tomar mate, ahí tiene el equipo y el termo con
agua caliente.
―Si usted quiere preparo, pero para mí solo no.
―Haga mi amigo, haga que tomamos los dos. Mi nombre es Mario.
―Mucho gusto, yo soy… Pablo ―decide que este será su nombre
de acá en más.
―¿Y qué se le dio amigazo por mandarse a gambas hasta Tres
Cascadas, y encima de noche?
―Berretines de viejo, usted me entenderá. Llega un momento en
que si no nos damos ciertos gustos…
―Por lo visto tan viejo no está. Por lo menos caminar puede.
Yo con este trabajo me paso el día arriba de este mamotreto. La última vez que
me pesé había pasado los ciento veinticinco. Para colmo uno en la ruta come
para el culo. Tengo treinta y nueve pirulos y ya estoy con un cuadro de
diabetes, hipertensión y toda esa milonga, ¿qué me dice? Jajaj…
―¿Le gusta manejar?
―…
―El trabajo de camionero digo, ¿le agrada?
―Hice toda la vida esto maestro. Tenía catorce años y ya mi
viejo y mi abuelo me llevaban con el camión a la ruta y me largaban a hacer
unos kilómetros. Además, tengo cuatro pibes que mantener, una esposa y una ex a
la que pasarle la manutención de mis dos primeros hijos. Tarjeta refinanciada. No
tengo chance a esta altura. “Con la lírica al mopio” maestro, como decía un tío
mío; a mí que no me engrupan con la monserga del contamusa. Tanto ladrón
viviendo del verso en este ispa… En esta vida, al que no labura y se gana su
vento como Dios manda, como debe ser, la vida se lo coje de dorapa.
―…
―¿Usted a qué se dedica?
―…
―Su trabajo digo. ¿A qué se dedica?
―A simular.
―¿Cómo? Ah, es actor.
―… ―se sonríe mientras mira por la ventanilla el pastizal
ondeándose a causa del viento nocturno.
―Me la pone difícil. Ah, no me diga más, trabaja para el
gobierno. Inteligencia, por lo de los piratas del asfalto. A ese Carmona no lo
pueden agarrar. Es la peste. Y esta ruta es la peor de la provincia. Cuente,
cuente que me interesa el tema. Si yo hubiese podido entrar a la policía…
―… ―vuelve a sonreír, forzado, mirando ahora el camino.
―Yo cuando lo vi me di cuenta que era una persona importante,
es más, ahora que lo veo me recuerda a alguien, pero no sé a quién. Pero si no
quiere hablar de eso hablamos de otra cosa. Muy buen cebador Pablo, muy buenos
sus mates. Ese dato suyo ya no me lo va a poder escamotear, jeje…
―… ―mira a su interlocutor como si estuviese ante un ser de
un orbe desconocido. Piensa en el trigo. Se esfuerza por hacerlo. Piensa en el
sol refulgiendo sobre ese piélago amarillo, interminable, hincándose magnánimo
en el horizonte azul. Piensa en las sierras del oeste. Piensa en un viento más
amigable que el que sopla en este momento. Se esfuerza por hacerlo. Siente una repentina
asfixia que trasciende los límites de su cuerpo, algo que tiene que ver con este
hombre: Mario, contundente, multiplicado, multitud, ejército invencible; algo hunde
a Cuyar en el asiento, es como un gigante aplastándolo finalmente después de
haberlo perseguido durante toda su vida y haberlo alcanzado. Nada nuevo. Otra
vez la imagen del pozo plagado de serpientes mordiéndose su propia cola. “Grelún,
grelún”, lo ve y lo oye a Mario repitiéndolo, “grelún”; no sabe si la escena es
real o si el camionero y su diatriba se han incorporado a este cuadro que con
mínimas variaciones lo alcanza desde los primeros años en que estuvo recluido―. Quiero
bajarme. ¡Pare! ¡Quiero bajaaar!
La casa de Parque Loreto se transformó en una solitaria y
silenciosa abadía del desconsuelo. El cumpleaños número diecinueve de Raúl,
transcurrió sin el más mínimo atisbo de celebración. Clelia Zermatten y su hijo
no recordaron que Teresa, una de las dos mucamas, había dejado en la heladera
una torta preparada por ella misma como regalo de cumpleaños a quien adoraba y
había visto crecer a lo largo de los últimos doce años. Cenaron frugalmente,
cada uno por su lado, en sus respectivas habitaciones. Fue esa triste noche la
última en que la deshonrada esposa de Humberto Cuyar vio a su hijo. El confinado
padre no había logrado hacerlo desde hacía meses. A la mañana siguiente, Teresa
golpeó varias veces la puerta del dormitorio de Raúl con el pingüe desayuno
servido en una bandeja, pero nadie contestó. No faltó dinero de la caja fuerte
de la que madre e hijo tenían llaves. No faltaba un solo bolso, no había sido
retirada una sola prenda limpia del enorme y atiborrado placard de la
habitación del desaparecido. La cama de Raúl Cuyar estaba hecha por él mismo,
tal era la rutina desde hacía ya varios años. A los dos meses de la evasión del
muchacho, la búsqueda, como era de esperarse, comenzó a perder intensidad por
parte de las instituciones e interés por parte de los medios de comunicación,
que en un principio, echaron mano al suceso tratándolo como una secuela del
caso central, protagonizado por el contador y el cura que esperaban el juicio
en la cárcel. Muchas de las amistades de la familia retomaron relación con
Clelia en el tiempo en que su único hijo abandonó el enorme, lujoso y
despoblado caserón. Después de todo, no era ella la culpable de la debacle familiar.
Pero fue la propia Clelia la que poco a poco fue reacantonándose, dando la
orden al personal doméstico de eludir casi todo reclamo del mundo exterior. Los
últimos embates que aquel año le asestó, fueron el resultado de las elecciones
presidenciales y la asunción, el 10 de diciembre, como jefa de Estado, de esa
mujer a quien, junto con el saliente mandatario, Clelia Zermatten y su eludido
círculo simplemente detestaban.
En diciembre amanece tan temprano… El escribano Gómez Toledo
extraña sus épocas de estrépito ahora que el tiempo pasó a formar parte del
catálogo de las tantas cosas que sobran. Al evaluar una vez más los resultados
de su existencia, mientras bordea con su moderna pick-up uno de los lindes de
su extenso predio en Tres Cascadas ―sembrado de un trigo que será cosechado en
unas semanas―, concluye nuevamente que la suerte ha desempeñado un rol decisivo
en esta vida pronta a cumplir setenta y cinco años. Empero esta no es
precisamente la deducción que esgrime junto a sus generacionales Ayala y
Maciel, con quienes sigue encontrándose los sábados para jugar al golf. Es que
a los profesionales más jóvenes con los que suelen relacionarse los veteranos
en el club, no les sería de provecho, tal vez por mera precaución, abandonar el
paradigma del sacrificio. Han resuelto por ende obviar ciertas conclusiones en
presencia de los más inexpertos (sumando a esta lista a sus esposas e hijos),
acaso no tanto por no hacer honor a una verdad revelada (por lo menos a nivel
de esas tres vidas), sino más bien porque el reconocimiento de ciertas
cuestiones, trae aparejada necesariamente la obligación de asumir ante los
demás, los dogmatismos retóricos de un pasado que a cierta altura de la vida, sería
incómodo tener que reconsiderar. Vuelve a recordar por tercera vez en la incipiente
mañana a Tomás Laguna, a cuyo entierro concurrió la pasada semana un número no
tan importante de personas entre las cuales él se encontraba. Tenía cuarenta y
un años, un puesto menor en el Banco Nación de Tres Cascadas, una esposa, dos
hijas, y murió fulminado por un cáncer que comenzó a hacer de las suyas por el páncreas.
Ni él, ni Ayala el farmacéutico, ni el ingeniero Maciel, ausentes estos dos
últimos en el sepelio, van a olvidar las furtivas e intensas reuniones a las
que Tomás, cuando adolescente, fue el excluyente y secreto convidado. El sol
empieza a apretar. Va a ser un día caliente, como los que lo precedieron. No ve
la hora de tomar el vuelo que lo llevará como primer destino a Madrid. Restan
unos días de preparativos antes de emprender con su esposa el viaje que
decidieron hacer a raíz de la invitación del mayor de sus hijos a pasar las
navidades en la Barcelona de la que quizás no retornen más que como fugaces
visitantes. Gómez Toledo ve a un hombre vestido con camisa verde de trabajo,
jeans gastados, muy delgado, bajando de la caja de una camioneta. Piensa que
debe ser Pablo Aguilera. Se acerca a marcha lenta y le pregunta si lo es. El
hombre lo observa, mira el cartel de bienvenida al pueblo de Tres Cascadas y
asiente con la cabeza sin emitir un solo vocablo.
A más de cuatro años de las tertulias dominicales en el
departamento de Humberto Cuyar, el suceso había sido prácticamente olvidado por
los medios, sobre todo a nivel de los de llegada nacional. En la primavera de
ese año, la inesperada muerte de un importante hombre de Estado, expresidente
de la Nación, junto con sus derivaciones sociales y políticas, ocupaba gran
parte de las franjas de noticias televisivas, radiales, digitales y de los cada
vez más soslayados periódicos en papel. Entretanto, Nazareno Sarduy, una de las
cuatro beldades que habían inspirado la malograda juerga del religioso y el
licenciado, venía bosquejando un plan desde hacía más de dos años para
capitalizar los pormenores más mórbidos de aquel oprobio, sacándolos nuevamente
a escena a fin de ponerlos al servicio de una de sus acostumbradas
extravagancias. Había que idear una estrategia para poner nuevamente en relieve
su figura, resguardada en aquel momento dada la edad de los involucrados en
aquella pública hecatombe. Quiso la suerte que el joven de veinte años, a fines
de diciembre de ese año, lograra ver cristalizadas las condiciones para activar
una de sus hasta entonces premeditadas artimañas. Cleto Demarchi, cronista de
espectáculos del más importante multimedio de la región, integrante del Consejo
Directivo de una de las asociaciones de prensa con mayor número de afiliados
del país, jurado en un programa de concursos de canto ―número uno indiscutido
en el prime time televisivo desde hacía más de un lustro―, cayó rendido ante
la belleza de ese muchacho que deambulaba a su antojo por el lujoso hotel en
que él se hospedaba. Nazareno había imaginado ese escenario como uno de los
factibles para desarrollar una de las maniobras que tenía sopesadas, dado que
desde hacía años, el hotel de la cadena cuyo mayor accionista era su padre, era
el elegido por muchos de los famosos que se trasladaban en el verano a Cabo
Sierras, capital teatral y polo farandulesco incuestionable durante las
temporadas estivales. Esta vez no hizo falta ninguna prueba confidencial. Cleto
Demarchi y Nazareno Sarduy fueron vistos y fotografiados juntos en teatros y
restaurantes de Cabo Sierras. De más estaría citar quién proveyó el dato para
que los programas de chimentos fijaran su foco en la particular relación,
conectando el desempolvado pasado del más joven, con las sospechas que recaían
sobre el más viejo, porque si bien el periodista era casado y tenía tres hijas
(dos de las cuales tenían a la sazón edad sobrada para ser la madre de
Narareno), en el ambiente eran hartamente conocidas sus verdaderas preferencias
sexuales. De hecho era el mismo Demarchi, quien muchas veces en el medio, chistosamente,
se ocupaba de reforzar esas conjeturas. Los tiempos habían cambiado, y el jugar
con cierto grado de ambigüedad, se había transformado en una herramienta para
descomprimir la situación de quienes habían tenido que esconder sus
predilecciones durante toda su vida. Pero la coyuntura social en relación al
tema, no ofrecía el oxígeno suficiente para que alguien que ya frisaba los
setenta años, padre, esposo y abuelo, estuviese dispuesto a blanquear
públicamente una relación con una persona de su mismo sexo, casi cincuenta años
menor que él, deliberadamente indiscreta y víctima de un otrora famoso caso de
abuso de menores. Colosalmente inversa fue la proporcionalidad de resultados
del flirt entre Nazareno y el reputado periodista. Para el joven de veinte
años, significó una veloz escalada mediática, que en dos años, lo llevó a
formar parte de la revista con mayor convocatoria de Buenos Aires bajo el
nombre de Rita Casciero, el cual sustituyó rápidamente a su predecesor. La Casciero,
como pasó a llamarla la prensa de espectáculos, nació una noche en que en una
anunciada entrevista con un joven exrelator de fútbol, devenido en una suerte
de David Letterman argentino, el chico apareció sorpresivamente travestido al
set televisivo del canal porteño, y abogó durante el extenso mano a mano
―valiéndose de su filosa e inteligente elocuencia― en pos de instalar su nueva
condición y su nuevo alias: “sí, Rita por la Pavone, cuando era chico le
birlaba los compacts a mamá y cantaba encima; Casciero por un viejo gay que
vivía en nuestro edificio y todo el mundo detestaba, me crié en un ambiente tan
timorato y reaccionario, …, con todo esto de alguna manera lo reivindico. Que
en paz descanse… ¿Por el cross-dressing me preguntabas?, sí, la verdad es que
siempre me gustó provocar, odio la pacatería”. Expuso los pormenores de la
relación con Cleto Demarchi ante cientos de miles de televidentes, sin la más
mínima misericordia para con el septuagenario cronista, quien a partir de ese
momento, no logró reponerse de una profunda depresión, fundada no precisamente
en el desenmascaramiento público de sus barruntados gustos sexuales, sino en la
revelación de sus flaquezas como veterano amante, y en la evidente manipulación
de que se había valido su victimario para catapultarse. Por supuesto los
sucesos que dieron lugar a la causa que terminó con el encarcelamiento del padre
Augusto y el licenciado Cuyar, fueron indagados y referidos, sobre todo al comienzo
de la larga entrevista, pero la proximidad del asunto Sarduy-Demarchi,
direccionó rápidamente la charla en ese sentido; había mucho que divulgar en
relación con eso. Contrariamente, en cuanto a las orgías celebradas hacía años
en Cabo Sierras, ya se había cortado demasiada tela en su tiempo, y lo único que
lograba sonsacársele a la fondeante Rita Casciero en ese momento, eran meras y ya
poco jugosas redundancias.
Hace más de seis meses que está instalado en este lugar. Una
casa mediana, rodeada por una ancha galería ―ubicada a menos de cien metros de
la transitoriamente clausurada residencia principal―, ambas de escasa
antigüedad, pero que no obstante replican el estilo colonial de las
construcciones más antiguas del asentamiento. Julio no vino esta semana. Lo
está haciendo de forma cada vez menos frecuente. ¿Por qué? Le manifiesta,
cuando se llega hasta acá, lo conforme que se encuentra el escribano Gómez
Toledo con su trabajo. ¿Qué trabajo? No hizo más que observar desde el enorme
ventanal (desde donde vio las mejores puestas de sol de su vida) cómo se
cosechó el trigo en enero. “El escribano está muy contento con usted Pablo, va
a estar un par de meses más en Europa. Ya sabe que puede disponer de la casa
como quiera, siempre y cuando no se hagan reuniones, eso al escribano no le
gusta. ¿Necesita más dinero? Cualquier cosa, este es mi celular, se lo anoto, no
gaste, llámeme desde el fijo que hay acá.” Cada vez que vino, Julio repitió más
o menos las mismas cosas, sin indicarle tarea alguna que hacer. Por lo visto, después
de la cosecha del trigo, han decidido no sembrar la extensión de terreno
situada al oeste de esta casa que habita en soledad. Al principio, se trasladaba
a diario a “La Provisión” con objeto de retirar lo que necesitaba para su consumo
personal. Todo lo que adquiría en ese lugar, ubicado a dos kilómetros de la
vivienda que lo aloja (recorrido que hacía caminando), era apuntado en la
cuenta del escribano, cuenta que seguramente debía saldar mensual o
semanalmente Julio, se imagina. Andrea, la chica de veinte años que lo atendía,
lo hacía con un esmero sobreactuado. Él se sentía intimidado por la tanta
escrupulosidad de parte de esa empleada de ojos marrones achinados y pelo
negro, siempre recogido, que lo miraba sin excepción con la expresión de una
groupie de rock atendiendo a su ídolo entrando sorpresivamente a comprar algo. Fue
una sola vez al centro de Tres Cascadas, a comprar ropa y algunos libros cuya
lectura tenía pendiente desde sus tiempos de estudiante universitario. Lo hizo
en un micro zonal que pasa por la entrada de “El Recoleto”; tal es el nombre
del territorio de más de tres mil hectáreas dentro del cual se desenvuelve en
absoluta libertad, saludado muy de vez en cuando por alguno de los habitantes
de las tres casas a las que Julio se refiere agrupándolas en un conjunto al que
llama “el puesto”. Ve rara vez a las mujeres atravesando el perímetro del
pequeño caserío, y a los hombres, desperdigados, realizando tareas cuya
naturaleza no llega a decodificar. Se ha cruzado una sola vez con dos niños de
entre ocho y once años, calcula. Cuando advirtieron su presencia, el mayor
reprendió al más chico y se alejaron mirando intermitentemente en su dirección.
Los días se han acortado tanto. Se levanta a la una de la tarde y se acuesta
casi siempre a las cinco de la yerta y oscura madrugada. Las tardes se han
vuelto plomizas desde hace varios días. Puede ver desde su posición cómo las
luces de las casas del lejano puesto son encendidas desde la temprana tarde. El
viento del sur se ha afianzado, trayendo unas nubes pesadas que descargan de
manera intermitente una llovizna gélida. A menudo las ráfagas vienen
impregnadas del mismo bálsamo que desprendía el pastizal de las sierras en los días
de invierno que pasó en la finca que compró su padre, lejos en el tiempo,
cuando el mundo parecía abrirse sin reserva a los sentidos de ese hijo tan
esperado, tras la precoz muerte de su precursor. El invierno va a ser largo y
muy frío. Lo sabe. Sabe también que el Tiempo, de cuyo transcurrir es parte por
ahora indisoluble, ha sellado, por ahora, los límites de su experiencia. El
contorno se aleja progresivamente, las personas se disipan. Julio…, Julio
incluso, ya casi no aparece. Hizo las gestiones en “La Provisión” para que
semanalmente le llegue a Pablo Aguilera lo que pida por teléfono. Los lunes, la
mercadería es depositada en el suelo de la galería de la casa, por la mañana,
muy temprano, mientras él duerme. Incluso el andar ha pasado a formar parte de
un algo que parece tan distante. Por el momento, no es preciso algodonar cada
instante con la exhalación del tener que dar cuenta de sí; aquella furia de
lobos se ha aplacado bajo este gris que pareciera quererse perpetuo y que
ilumina de manera cada vez más deficiente la desapacible mañana.
Es el primer lunes de Julio, son las dos de la tarde, y el
abasto de “La Provisión”, por algún inquietante motivo, no se encuentra en la
galería. Nieva intermitentemente, y la planicie que se extiende hacia el oeste,
aquella que lo recibió en verano cubierta del mítico trigo de Tres Cascadas, se
va volviendo blanca.
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