domingo, 4 de septiembre de 2016

Nick Cave & The Bad Seeds: Jesus Alone


Se comparte el video oficial del tema Jesus Alone, adelanto y primer track de Skeleton Tree, decimosexto álbum de estudio de Nick Cave & The Bad Seeds que se edita el próximo 9 de septiembre. El video es un fragmento del documental sobre la banda One More Time With Feeling (clickear para ver el tráiler), film en blanco y negro en el que el director neozelandés Andrew Dominik vuelve a trabajar con Nick Cave y Warren Ellis y cuyas versiones en 2 D y 3 D se proyectarán el próximo jueves (un día antes de la salida del disco) en aproximadamente 700 salas alrededor del mundo.


domingo, 7 de agosto de 2016

Convertido en alguien

Había esperado mucho tiempo la oportunidad de convertirse en alguien, y desoyendo el consejo de su esposa, aceptó finalmente el empleo que su hermano le propuso en la sucursal de la empresa donde el ofertante, había sido nombrado gerente regional hacía tres años. Eran épocas duras, e intuía que la proposición de su único hermano de ocupar ese cargo en particular, conllevaría tener que cumplir con la misión enojosa de despedir a un número importante de operarios y empleados administrativos. Se había abierto indiscriminadamente la importación tras el desembarco de la nueva administración política del país, sin embargo, se le había garantizado que un nuevo y más reducido muestrario de artículos fabricados por la planta ―radicada en la ciudad desde hacía nueve años­― podría seguir siendo colocado, pero en una franja del mercado vernáculo bastante más pequeña. Así y todo, aceptó el desafío, encaró la purga, y en el breve plazo de cuatro meses y tres semanas, esa filial de la firma, pasó de tener noventa y tres trabajadores a contar con tan solo sesenta y seis.
Mientras en la empresa se aplaudían los desahucios que iban siendo decididos y comunicados por él, vino la esperable separación de Carolina, dadas las insalvables diferencias, no solo fundadas en el nuevo arraigo, ya que en rigor de verdad, los contrastes venían acrecentándose desde hacía ya un par de años, necesitando de un detonante incluso menor que la aceptación del controvertido empleo, para provocar el anunciado desenlace. Y en bastante buenos términos, tras nueve años de matrimonio y valiéndose del allanamiento diligencial que representaba la ausencia de descendientes, iniciaron los trámites de divorcio y se desearon suerte el uno al otro en sus nuevas vidas.
La nueva coyuntura de él, conllevó el imperativo de asumir los usos del ámbito al que siempre había aspirado y al que ahora la fortuna le hacía el obsequio de pertenecer, y si a alguien le cupiese alguna duda, el afianzamiento y la repetición de algunas ceremonias cotidianas, sumados a la adquisición de bienes de consideración imprescindible para el desenvolvimiento en su nuevo círculo de relaciones, obrarían como factor apuntalador: renovación casi completa de vestuario, auto nuevo, cambio de gimnasio, cambio de prepaga y médico de cabecera, una novia de veintinueve años ―es decir, doce menor que él, además de linda, y hasta entonces, poseedora de una discreta elegancia y una solapada proclividad por toda postura interpeladora―, alquiler de departamento de soltero en el edificio más vanguardista de la ciudad, reuniones eventuales en algún after office y comparecencia cien por ciento a los almuerzos de trabajo celebrados dos o tres veces por semana, casi siempre en el mismo restaurante del embotellado centro. Pero el tránsito no era problema para Jaime, el maestro del volante que seguía enrolado en la hueste de la empresa como único chofer de plena disponibilidad.        
―¡Qué calor! Vamos a “Victoria’s” Jaime. ¿Soy el único que llevás hoy?
―El resto iba en el coche de su hermano señor, creo que ya están allá… Está más delgado usted.
―Y…, la nueva vida, te habrás enterado, esa mina es un verdadero infierno.
―Y sí, ahora que somos menos, las cosas circulan más rápido que antes. La chica de administración. Rocío ¿no?
―Rocío, Rocío que me está retrotrayendo a una década atrás. Si no fuera por el pelo, que últimamente se está cayendo con más ahínco que nunca, me sentiría un pendejo. Pero a no desesperar, voy a ir a consultar al centro ese que está en Nueva Alianza al 3400, me lo recomendó uno de los pibes de depósito cuando le saqué el tema, antes de que lo despidiésemos, jaja, por ahí sospechando que se le venía la noche. Manotazo de ahogado. Pero le va a ir bien, en estos días se le acreditaba la indemnización a la tanda suya, la última; me contaron que se mudan a Córdoba con la señora. 
―Ojalá les vaya bien, está bravo ahora. Respecto de lo del pelo señor, conozco el lugar que me dice. Mi hermano se atendió ahí y recuperó bastante cabello. Después le implantaron otro tanto. Anda bien. Igual nunca queda como si las langostas no hubiesen pasado, por ponerlo de alguna manera. Además, hay que seguir un tratamiento médico, y en eso son bastante estrictos ahí, o la venden así para hacer su negocio, Dios sabe.  
―Por lo visto vos no heredaste los mismos genes que tu hermano, pasaste ya los sesenta y ni entradas tenés Jaime.
―¿Y quién le dijo eso? Lo que pasa es que yo recurrí a otra cosa, pero para eso hace falta creer.
―¿Creer? No me vas a venir ahora con la iglesia esa a la que me dijiste que estás yendo. Perdoná si te ofendo.
―No señor, no me ofende para nada, pero no es la Iglesia. Esto fue a los treinta y cinco, cuando en lo espiritual iba por muy mal camino, pero el cabello me lo salvó Romilda, a ella se lo debo.
Hasta ese momento, no había sido propenso a ese tipo de tentativas, pero el fragor de esos días, y el hacer lugar a la posibilidad de obtener una solución sin bemoles ni peros respecto de lo que se había transformado en una real obsesión, lo llevó a aceptar el número que le ofreció el solícito chofer, e hizo al día siguiente el llamado. La voz que contestó del otro lado, le recordó a la de una vecina del barrio donde vivía cuando niño, una voz de mujer que encajaba casi perfectamente en la caracterización de lo que para su fallecida abuela era una “señorona”: mayor de sesenta años, complexión física robusta, pero a la vez enérgica, imperturbable, segura de sí, hincapié en las eses de su arenga, y una forma de responder a las preguntas que daba la impresión de encontrarse ante alguien con muchas más certezas que dudas. Sin embargo, el canon de su voz, era roto en ciertos pasajes en los que la mujer intentaba darle énfasis a algunas palabras que se leían como capitales dentro de su alocución, abandonando después, gradualmente, ese tono y ese timbre de su pronunciación, ciertamente turbadores, para recuperar la más tranquilizadora tesitura predominante. Se acordó la dirección, la hora y una suma que representaba el quince por ciento del sueldo que percibía el interesado, y que debía ser entregada en efectivo. Poco se habló del procedimiento, que según Romilda, no había revelado en las décadas que ella llevaba aplicándolo, un solo yerro ni efectos indeseados.

Ya debe ser primavera. A esta altura, me es familiar todo lo que sucede en torno a mí en esta parte del camino. La escucha ya no es mi fuerte. Parece ser que el proceso se ha servido de eso, entre otras cosas, para fortalecer los nuevos prodigios que ha dado mi cuerpo. Pero veo. Eso sí que puedo hacerlo. Observo cada día los detalles de todo lo que se suscita alrededor de la peregrinación que comienza en su casa. ¿La nuestra, podría decirse actualmente? El gordo Fabio ahora ha tenido que adecuarse a las circunstancias y vestirse con un grado menos evidente de incuria. No puede pedírsele mucho, por lo que pude escuchar, cuando podía hacerlo, cuando los preparativos de esta empresa de resonancia mundial se iban gestando en la casa de mi artífice. Como todo principio fue oscuro, parece ser una regla general, no lo sé, pienso en el Big Bang y no lo imagino sino encandilador; pero he escuchado por ahí que en el principio todo fue oscuridad, o algo por el estilo. Los días pasaban y yo en un colchón ruinoso en ese lugar oscuro, oscuro, cuyo olor, cuyos humos, me eran ya familiares. Ella no se dejaba ver, pero yo la escuchaba cantar todo el día. Recuerden que yo escuchaba. Eso sí, en meses todo se está haciendo silencio. La voz la perdí de inmediato, se la llevó la piña que recibí a traición, o vaya uno a saber qué se la puede haber llevado en ese entonces. Pero la nueva cualidad de mi cuerpo, y en relación a la cual toda esta romería se sostiene, ¡vaya si puedo sentirla!, es como la vibración de algo mecánico que hubiese sido incrustado entre mi estómago y mi pecho y que la hace brotar permanentemente, puedo verlo, nunca para de brotar, como un manantial milagroso del cual todos los convocados toman su parte. Me creí secuestrado hasta que mamá y papá vinieron a verme. Ella los convenció con su sagaz elocuencia. Luego vinieron los otros, mis otros, me miraron con ternura y después partieron. Y yo sin poder gritarles, las manos pegadas a las rodillas, la cara como un bollo de masilla que ella esculpía a la distancia. Sigue haciéndolo, salvo cuando solo Fabio es testigo de mi presencia y yo no trato de gritarle al mundo mi verdad. Se ríen de mí, de esta creciente incapacidad de la cual se alimenta su maravilla; me obligan a tomar algo que me sabe a leche condensada. Creo que si no lo tomara, todo el negocio se iría al demonio. Pero ¿cómo negarme si es lo que recibo como único alimento, lo que calma mi hambre y mi sed? Si algo desearía en este instante es volver a tomar un vaso de agua. Veo pasar a los vendedores ambulantes con bebidas para la feligresía ávida del milagro que emana de mí. Odio toda la mugre que afea el paisaje, cuando mi humanidad, si así puede seguir llamándosele, comienza su camino de regreso al encierro desde el cual ellos, planean en secreto los detalles de mi próxima salida a escena.     

La tarde de la cita fue calurosísima, un calor anormal para la época, para esa zona del país y que venía sosteniéndose desde hacía más de una semana. Llegó con cinco minutos de retraso a la casa del alejado suburbio, calle de tierra, sobrepasando unas quince cuadras la avenida de circunvalación, explanada que de manera implícita, representaba el límite geográfico entre dos universos urbanos regidos por realidades, aspiraciones y códigos de pertenencia muy diferentes. Tras la zanja de la vereda de enfrente, un grupo de adolescentes tomaban cerveza al lado de un kiosco de ventana y observaban minuciosamente su desembarco en esa región para él ignota de la ciudad. Uno de ellos, le ofreció cuidar el lujoso coche y él, con la sonrisa de un extranjero que intenta arribar con el pie derecho a un país desconocido y potencialmente hostil, le entregó cien pesos por adelantado y cruzó a la dirección indicada para llamar anunciando su llegada. “Entre por el portón amigo, está abierto”, gritó desde enfrente el contratado para vigilar el rumboso vehículo. Mientras él transitaba medroso la trotadora cubierta por una parra, Romilda abrió la puerta que daba al lugar: “habíamos quedado a las cinco si no me equivoco.” “Disculpe señora, el turismo, fin de temporada y el tránsito no disminuye.” La mujer resultó cuadrar en gran medida con la imagen con que había especulado, basándose en la impresión telefónica: alrededor de setenta años, unos centímetros más baja que él, aproximadamente ciento veinte kilos de peso, ojos escudriñadores, pelo negro azabache con permanente y un batón verde con rayas blancas ceñido al gigantesco cuerpo. Ya en el interior de la vivienda, hablaron someramente sobre el calor, él entregó el dinero, Romilda lo llevó hasta un dormitorio que daba al pequeño living, regresó en un lapso de tiempo en el que hubiese sido imposible verificar una suma tal, y le indicó que de ahí en más, no debía pronunciar una sola palabra; “solo siga todas mis indicaciones”, ordenó, asegurándole (inflexión grave y rasgada de la voz mediante, la mirada fija en su ansioso “paciente”) que todo saldría bien. Atravesaron una amplia cocina que lindaba con el recinto donde se había mantenido la breve conversación, salieron de la casa, cruzaron un pequeño patio de baldosas ardientes y entraron a una construcción con techo de chapa en la cual el calor era agobiante. “Siéntese acá”, dijo Romilda, indicando una silla ubicada en el centro del lugar, junto a una pequeña mesa de madera con su barniz descascarado. La mujer se dirigió a una estantería, enfrentada a él, y tomó un gran frasco rotulado con la palabra “Paraguay” en una etiqueta blanca con letras negras. El envase contenía pequeños trozos de lo que parecía la corteza de alguna especie de árbol.
Le pareció que la percepción del paso de los minutos, había empezado a modificarse. Lo atribuyó al insoportable calor del lugar. Mientras tanto, las letanías pronunciadas por el palmario modelo de señorona, sobre una gran bandeja de loza en la que había sido dispuesto la mitad del contenido del frasco, recreaban el tono inquietante que él había escuchado por primera vez el día anterior por teléfono. Romilda no emitió una sola palabra inteligible durante la seguidilla de sonidos eructados con su voz macabra. El paciente, observaba la escena desde menos de un metro de distancia, ya que la bandeja descansaba sobre la mesa a la que se le había ordenado sentarse. Él perdió la noción de cuánto tiempo llevaba sentado en ese sitio. No pudo evitar cerrar los ojos. Cuando los abrió, ella regresaba del patio con una bolsa de tela cuyo contenido se movía. Sacó el primer gorrión, tomándolo de manera que no pudiese mover las alas. Lo miró fijamente, acción tras la cual el ave quedó inmóvil, abriendo y cerrando los ojos como única señal de vida. Lo envolvió en un retal de seda azul que sacó de un bolsillo lateral de su batón, lo depositó sobre la corteza volcada anteriormente en la bandeja, e hizo lo propio con los otros cinco pájaros que fue extrayendo de la bolsa. La señorona siguió salmodiando con los ojos entrecerrados a su público inmutable. Él nunca había escuchado una polifonía articulada por una sola persona, eso lo despabiló. Una orden implícita en el tétrico y disonante cántico, lo obligó a levantarse y traer una botella del estante desde el cual había sido retirado el frasco. La depositó sobre la mesa, Romilda la levantó, verificó el contenido, bebió un sorbo y luego, con la boca, esparció una buena parte de la especie sobre los gorriones arropados, inmóviles. Retiró una brizna embebida, la prendió fuego con un encendedor que extrajo de su corpiño, la devolvió a su lugar y retomó su canto. Cuando el forzado auditorio acabó de arder, la tenebrosa sacerdotisa fue haciendo silencio paulatinamente, fue hasta un piletón, embebió un paño blanco de algodón en agua, lo escurrió parcialmente y volvió para tapar con él la bandeja humeante. “Venga mañana a la misma hora”, ordenó de manera concluyente en lo que para él, fue una invitación a retirarse, sin más.
A pesar de la inevitable y tardía siesta, logró despertarse a tiempo para bañarse, vestirse, pasar a buscar a Rocío y llevarla a cenar a la hora en que habían convenido.
―¡Qué calor que hace acá! ¿No prenden el aire con lo que uno les deja en una cena?
―Ahora les digo; igual no te preocupes que la cena la pago yo.
―Me cae como el culo lo que me decís. Si querés me llevás a un lugar más baratito, para gente de mi palo.
―Disculpame, no quería referirte lo que interpretaste, pero no estoy para justificaciones hoy…
―Tu hermano estaba más cabrón que lo habitual esta tarde, ¿será porque no fuiste a laburar?
―Tal vez. Igual avisé hace tres días que hoy me tomaba la tarde.
―Prerrogativas de cúpula.
―Uh, ¿venimos otra vez de zurda?
―Simple y franca observación. ¿Te atendió a horario el odontólogo?
―Se retrasó un poco, pero la buena noticia es que en una visita más terminamos por este año.
―Esto está crudo.
―Es la idea, igual, técnicamente no, el ácido de la lima lo cuece, a su manera por supuesto. Dejá de dar vueltas que son casi las mejores vieiras que comí en mi vida, exceptuando las de Chiclayo.
―¿Luna de miel con Carolina? Me voy a poner celosa.
―Es casi una constante en las minas, escenas de celo hasta respecto del pasado del que no fueron parte. Debería probar relacionarme con un tipo. Hasta tenés la ventaja de que el placard se multiplique por dos si tenés el mismo talle que él, como dice Seinfeld.
―Odio el humor de ese tipo, nunca me gustó.
―No me extraña para nada.
―Falta que me digas que el único motivo por el cual te relacionás conmigo es para cojer.
―Bueno, fuera de eso no la hemos pasado muy bien hasta ahora ¿no? Te llevo doce años e igual advierto que en algunas cuestiones, demasiadas para mi gusto, concebís la vida con la lógica de una tía romántica. ¿En qué mundo te creés que estamos? ¿No viste lo que pasó en la empresa? Pragmatismo a full nena. Son los aires de los tiempos que corren. Y si no te va como soy, te levantás y te vas a casita. Quedate tranquila que de la purga ya zafaste; no necesitás caretear conmigo.
―…
―Ah, y obviamente el viaje lo pago yo, …, para variar.
―¡No hace falta pelotudo! Algo de plata me queda a esta altura del mes. Febrero es cortito. Ah, y el lunes a más tardar, renuncio a ese laburo de mierda, por si te preocupa lo del careteo. Me tienen harta vos y el nazi de tu hermano, atormentando a todo el mundo, generando disputas internas, exprimiéndole la moral a los empleados y empecinándose en motorizar una fábrica de amoblamiento premium para cocinas en un país drenado de guita. Y ya que me hablaste de celos, no la conozco a tu ex, pero la verdad es que si trató de impedir que te volvieras esto, como me contaste la primera vez que salimos, no debe ser mala mina.
―¿Qué bicho te picó? ¿Estuviste hablando de nuevo con el delegadito ese? ¿Te estuvo llenando la cabeza? ¿No sabías quién era yo cuando salimos por primera vez?
―Es que te supiste vender como otra cosa al principio, y te creí, como una boluda. Y por otro lado sí, tengo mis contradicciones, como toda persona. Por eso no te mandé antes al carajo. Pero también tengo mis límites, …, así que deshago ahora mismo mi pacto con el diablo, me cueste lo que me cueste.
―Uh, qué justicialista suena lo de las contradicciones. Ahora hablame de redistribución y de justicia social y llenamos cartón.
―Andá a la puta madre que te parió.
Durante la noche, el clima había cambiado radicalmente, y esa mañana de sábado, de la ola de calor no quedaba más rastro que el de la lluvia y los estragos del viento, que habían empujado el bochorno hacia regiones más septentrionales. La ansiedad por que llegue la hora de repetir la visita a casa de Romilda, hizo discurrir la mañana en su despacho con una lentitud exasperante. Le llegó por boca de su hermano la noticia de la renuncia de Rocío. Se alegró al escuchar la novedad. Había sido genuina su falta de interés por retener a la chica la noche anterior. Desde que había dejado aflorar su en otras épocas reprimida inclinación por tal grado de utilitarismo, no reparaba en lo despiadado de sus formas para con los demás, y disfrutaba incluso de los efectos que suelen suscitarse cuando en las relaciones humanas, se aplica determinado tipo de proceder sin contemplación alguna. Incluso en relación con sus asuntos personales, consideraba cada meta alcanzada como el resultado de la autoimposición de tácticas salvajes, y hasta el punto en que se encontraba, no podía ver todo aquello de otro modo que como la única vía para volverse el hombre de éxito que en cierto grado sentía ser. Por su parte, el ámbito cerrado y circular dentro del cual se desarrollaban sus días (exceptuando la intrusión de elementos indeseados pero fáciles de desplazar, como Rocío), no hacía otra cosa que reforzar las ideas que había puesto en práctica con un impulso y una crudeza descarnados.
La segunda visita al extraño lugar de los suburbios que había conocido el día anterior, fue mucho más rápida de lo que esperaba. Un hombre obeso, de unos cincuenta años, en camiseta sin mangas, luciendo una malla manchada con restos de comida, abrió la misma puerta por la que en la calurosa tarde anterior había hecho su aparición Romilda y le entregó un frasco con gotero, lleno de un líquido cuya densidad y color no lograban advertirse, dada la oscuridad del vidrio: “acá le dejó anotado cómo tiene que tomarlo.” Y cerró bruscamente la puerta sin darle tiempo a preguntar nada.
Tomar cuatro gotas con el desayuno, cinco con el almuerzo, seis con la merienda y siete con la cena.
Romilda,
leyó en el papel arrugado escrito con letra manuscrita, pueril; se encontraba en el interior del auto, estacionado en el mismo sitio que la tarde anterior.    
Pocas veces había sentido tal sensación de abandono. Por unos instantes, especuló con llamar a Carolina, después, con ir a casa de sus padres, a los que no veía desde hacía más de un mes; pensó que estaba a tiempo de recuperar su controvertido vínculo con Rocío. Una vez descartada esa nómina de relaciones, pensó en las personas a las que no lo vinculaba otra cosa que los asuntos de trabajo. Y en última instancia, recordó que tenía un hermano, su presente benefactor, respecto de quien, una parte de él, nunca había dejado de desear volverse su ersatz (a pesar de ser el emulado dos años menor), detestándolo ahora más que nunca con la parte restante, aferrándose a un enredo de motivaciones imposibles de individualizar, obrando en la forma en que habían inflexionado casi toda su vida: enlazadas, cohesionadas, como una sinérgica usina de rabia en su instancia más substancial e indecodificable.

Parece que este que viene acá tiene con qué. Cómo se llena de rápido la canasta. De todos modos, ella debe habérselas ingeniado para recibir la guita grande de manera más decorosa. El gordo Fabio hace subir al tipo con esos visajes de adulación que ahora detesto. Reconozco que en algunas oportunidades debo haber compuesto una cara semejante, cuando mis rasgos eran tan otros. Sé que cambiaron tanto, lo sé porque cuando me arropan, me ponen frente a un espejo para acicalarme y peinar el milagro que crece, no para de crecer. Me refería a este que está subiendo a llevarse su parte. Fabio siempre le corta un pedazo más grande. La de la silla de ruedas, allá, allá abajo, debe ser su hija. Me mira desde esa cárcel en que ha quedado atrapada su pobre almita, con ese anhelo que retienen los jóvenes a quienes la vida les viene siendo esquiva, y en este caso, vaya a saber uno desde hace cuántos años. Debo ser su última esperanza. El sol de la mañana, otro protagonista casi excluyente, debe tener que ver con el proceso. El acoplado que hace las veces de altar es estacionado al costado de la ruta y a mí me ubican siempre mirando al este, bien temprano, a la mañana. De ahí en más comienza todo. Todos vienen a por lo mismo, a tomar lo que yo puedo darles. Ahí llega el Trío Polenta, les puse así por la pinta de miserables, muertos de hambre con cara de esforzarse por hacer la diferencia con el montón: papá setentón, desvencijado, barba de pobre, calva salpicada de rugosidades marrones, negras, en forma de huevo; mamá, matriarca despótica, un par de años menor, pelo largo blanco, recogido seguramente con movimientos de autómata, cara de vieja fanática religiosa; y una hija de unos cuarenta años con claras señales de no haber sido agraciada por fluido masculino o femenino alguno en su vida. Estoy seguro de que se llevan su pedazo a la espera del milagroso hallazgo de un novio para la célibe forzada, contrariada por el descuido de Dios. Simulan llegar con su orgullo incólume, cada uno en su bicicleta, fingiendo no ser parte de la grey de caníbales que me devora casi a diario. Madre e hija suben al atrio y depositan sus migajas de ratas hambrientas, conservando la esperanza en que Dios o algo con sentido exista y se acuerde de ellas. Mamá le entrega a la desahuciada hija, pecosa, rasgos de niña diabólica, con ese detestable pelo rizado recogido, especuladores, maliciosos ojos celestes; le entrega la gavillita que recorta el gordo para ella, y ella se va soñando con que su príncipe azul llegue a ponerle fin a una soledad que le debe estar incendiando las vísceras, mientras en casita, escucha lejana la insidiosa y calculadora voz de mami, planificando un día más de desagradable y pueblerina domesticidad. Me repugna la simpleza cuando es fingida: ¡losers yéndola de seres monásticos para ocultar su impericia en su lucha por ganarse un espacio en el mundo! Pero pasando a algo más elegante, entre mis habituales confiscadores, el que más simpático me resulta es un tipo sesentón y solitario con pinta de viajante de comercio, o algo así. El pobre debe estar desocupado. Si merecerá las mercedes de alguien que ha militado a pata y sable en mi antigua nata. Le deseo lo mejor. Al resto, un ejército de dragones que los rodee y haga arder la leña de su alelada esperanza.          

Decidió empezar con el tratamiento en el desayuno del domingo. Fuera de un ínfimo dejo dulzón, las gotas eran insípidas. No salió de su departamento de soltero en todo el día en el que, por lo que se veía desde la ventana de su habitación, el otoño parecía seguir empecinado en adelantarse, con un cielo en el que las nubes, frías, grises, pesadas, avanzaban hacia el norte, descargando de tanto en tanto una brevísima llovizna que parecía no llegar siquiera a mojar mínimamente la vereda. El amable sonido de los modernos ascensores casi no se escuchaba. Como casi todos los domingos, parecía que todo el mundo se había fugado del edificio. Él, ansioso en parte por la expectativa, pero sobre todo, debido a la sensación de orfandad ante el desatino de Romilda de dejar en manos de ese ramplón intermediario la entrega del líquido milagroso, deambulaba dentro de los límites de esos cincuenta y siete metros cuadrados, haciendo crujir el piso flotante, inventándose razones para ir de acá para allá que no ameritaban mover un párpado, reprochándose a cada instante el haber sido menos estratega con Rocío. Venía pensando desde hacía un tiempo, que la palabra estrategia la había emulado inconscientemente de las arengas de su hermano, hecho que aborrecía, pero ningún término equivalente de los que aparecían en el diccionario de sinónimos, antónimos y parónimos que abrió al atardecer (único libro que había consultado en meses) cuadraba tanto con la sensación de realización que experimentaba cuando evaluaba en su presente, los logros que atribuía a esa escrupulosa planificación con que obraba desde antes de su divorcio de Carolina.
En el departamento había suficiente acopio de alimentos para la cena. Mientras una pizza de muzarella prehecha se calentaba en el horno, empezó a tomar la segunda botella de cerveza de la noche, mirando el comienzo del clásico Racing-Independiente. Comió dos porciones generosas de pizza y se reservó una cuota de hambre para una porción de lemon pie que llevaba dos días en la heladera. Roció el postre con un pote entero de crema de leche y se lo comió en el entretiempo. El partido terminó, el sueño no venía y decidió emborracharse con un pisco peruano que le había regalado Rocío hacía unas semanas. Al recordarla, no pudo evitar reprocharse nuevamente haberse deshecho de quien en ese momento, hubiese podido estar acompañándolo y haciendo que la noche no fuese el fiasco que le parecía ser. A pesar de su beodez, no había olvidado tomar antes del postre las siete gotas del brebaje prescripto por Romilda. “Cuatro, cinco, seis, siete”, se repetía riéndose estruendosamente en la silenciosa soledad de la noche de domingo, intentando expresar en el carácter de la carcajada, la sensación de absurdo ante todo lo que había pasado en esos días extraños. Fue hasta el baño, se miró las entradas en el espejo, se rascó la barbilla y la mejilla derecha sin dejar de observarse (le picaban mucho) y se fue a dormir semivestido, como había pasado todo el día, con el televisor del dormitorio encendido, sintonizando un canal de noticias de cable.
A media mañana de ese lunes, cuando entró su secretaria a entregarle el informe de una consultora recién impreso, se encontraba pensando que la pasada noche había sido incómodamente singular. Se había levantado varias veces a orinar, cosa infrecuente en él, recordaba haberse rascado la cara semidormido, había tenido reflujo y estaba seguro de haber soñado con Romilda sin recordar las escenas del sueño. De todos modos, cada vez que había en esas horas recordado a la señorona, había sentido un rechazo visceral por todo lo vivido en esos días, y sobre todo por haber seguido el consejo de Jaime de optar por un tratamiento tan peregrino para su no tan incipiente calvicie. 
―Dejámelos ahí nomás Carina. Los voy a leer a la tarde.
―Cómo no señor. Mmm… Disculpe que lo interrumpa.
―Decime. Sentate.
―Gracias… Anda circulando el rumor de que se viene otra tanda de despidos. ¿Es verdad eso?
―Por ahora, que yo sepa no. De todas maneras, sabés que yo no tomo esas decisiones. Simplemente se me da la orden y ejecuto. Sabés que lo mío es acomodar la nómina de personal que me piden en base a la implementación de la ecuación i v p.
―Imprescindibles versus prescindibles.
―Estás aprendiendo, jejej. Tenés chances de llegar lejos con el coaching que te está haciendo gratarola tu jefe.
―Gracias señor; lo que pasa es que nos preocupa porque con mi marido estamos al cerrar un crédito en el Banco Hipotecario, para construir, pero con su sueldo solo, nos sería prácticamente imposible afrontar la cuota.
―Te soy sincero Cari, rajo a cualquiera de acá, pero sin secretaria no me quedo ni en pedo. Así que concrétenlo nomás, que además, respecto tuyo no tengo nada que objetar.
―No sabe la alegría que me da señor.
―Andá nomás, ah, buscá a alguien de maestranza que tiré el café a la mierda y no me puedo concentrar con el piso en estas condiciones. Hoy en mi departamento se me cayó un frasco de perfume al piso y la notebook al rato de la primera cagada, con el café ya es la tercera del día.  
―No se preocupe señor. Pasan esas cosas. Nos estamos dejando la barba parece. Le queda bien.
―¿La barba? ―se tocó la mejilla derecha y comprobó que tenía la barba de un largo de por lo menos tres días―. Uh, …, andá nomás…
Podía llegar a pagarse muy cara la deserción de almorzar en “Victoria´s”, pero la confusión pudo más que el sentido de pertenencia (o su fingimiento) a la camarilla gerencial. Desde que había corroborado la observación que le hiciera Carina, había tratado en un principio de reconstruir su primera mañana en el departamento, pero los únicos hechos que lograba recordar con claridad, eran la rotura del frasco de perfume y la caída de la notebook. Si había desayunado y tomado las gotas, si se había duchado, si se había afeitado o no, eran verdaderos misterios, al menos desde lo que lograba desandar en ese momento de turbación. Por otro lado, las náuseas de la mal dormida noche, habían vuelto y acabaron con un vómito en el baño del despacho, seguido de su comunicación a Carina de que se retiraba a su domicilio. Cuando llegó al edificio, volvió a vomitar, en el ascensor, y cuando llegó hasta el baño del departamento para limpiarse, vio que su barba tenía el largo de la de un náufrago de un par de semanas sin ser rescatado. Intentó comunicarse con Romilda, pero nadie contestó. Trató de ponerse en contacto con Jaime, y al no ser atendido, especuló con que podía tratarse de que el grupo, como había ocurrido antes, de sobremesa en el almuerzo, había invitado al chofer a bajar del coche y tomarse un café, y que dado el alboroto del lugar a esa hora pico, el llamado del celular no había sido escuchado por nadie. Eso había pasado ya un par de veces, trataba de repetírselo, repasaba las escenas, para mitigar la taquicardia que le provocaba la sensación de abandono. Pensó en Rocío, pero su orgullo pudo más que su necesidad de compañía. Miró hacia su pecho y la terminación de la barba ya podía observarse sin necesidad de un espejo. “Las gotas de mierda, las gotas del orto de esa gorda yegua” pensó. Las pulsaciones aumentaron. Sentía que el corazón golpeaba de forma muy violenta, y al reparar en eso, retroalimentaba su sentimiento de desesperación y desamparo, con el consiguiente recrudecimiento de la taquicardia. Pensó en llamar al personal de seguridad del edificio para que pidiesen una ambulancia, pero recordó que la única vez que eso había ocurrido en el lugar, el destinatario había fallecido debido a la tardanza. Logró calmarse, o convencerse de que estaba en tren de lograrlo, al menos en cierta medida. Los ascensores no respondían a su llamado. Bajó los cinco pisos por las escaleras, entró a la cochera y salió a toda marcha hacia la casa de la señorona. No le quedaban dudas de que las malditas gotas eran las responsables de toda esa calamidad. Iba dispuesto a sonsacar la fórmula de la forma que fuese, necesitaba tal información para que lo atendieran en la guardia de la clínica en base a algo que le diese un viso de lógica a la barrabasada de la que se seguía sintiendo corresponsable por escuchar el consejo de Jaime, tan propenso él a supercherías de toda índole, y por haberse prestado a la absurda ceremonia en que lo embarcó Romilda en aquel lugar siniestro. No podía dejar de pensar en los pájaros, en esos cuerpitos inmóviles, envueltos en aquellos retales de seda azul, en sus ojos, atónitos, expresando el terror ante la inminencia de lo que indudablemente percibían que era su fatal y próximo destino. Estacionó el auto en el mismo sitio que las dos veces anteriores. Una voz cuyo timbre y tono agudo reconoció, le volvió a ofrecer los servicios de vigilancia del vehículo, oferta a la cual no respondió. Entró por el portón, lo cerró con la intención de que su enojo se hiciera evidente. Gritaba con furia el nombre de la curandera, pateaba la puerta, nadie salía de la casa. Desde el lugar en que se encontraba podía verse la parte delantera de su auto, con dos adolescentes sentados sobre el capó, tomando cerveza y riéndose del espectáculo que él estaba dando. Corría por la trotadora para reprender a los zumbones usurpadores, arrepentido de no haber obrado conforme su atávico rechazo y de haberse comportado amigablemente en su primer desembarco al barrio, cuando por detrás, alguien descalzo, vistiendo malla y camiseta sin mangas, lo golpeó en la nuca, haciéndolo caer desvanecido al húmedo y agrietado piso de portland con olor a lavandina.         

Ahí están mamá y papá. Los trajo ese otro engendro portador de su sangre, mi antiguo y benigno cáncer. Seguramente, se encuentran agradeciéndole una vez más a la pertinaz Romilda el haberme rescatado del abismo en que me habrán creído perdido. Creo que nunca van a enterarse de que yo soy el opus magnum en su epítome de nigromante. Ahora, se acuerdan de mí más asiduamente de lo que lo hacían cuando yo era el hombre que ya no soy. Deben enorgullecerse de haber portado las semillas de esta celebridad que hoy se encuentra brindando a los desesperados sus mejores flores. ¿Qué habrá sido de Carolina? El gordo Fabio está recuperando su pésimo desaliño. Huelo su falta de aseo a diario. Me remite al momento en que me entregó el gotero con las instrucciones anotadas por su madre; recuerdo también su golpe a traición, hecho que marcó el comienzo de mi martirio. El disoluto vástago de Romilda acaba de cortar un manojito de mi barba milagrosa y se lo está entregando a un paisano con aspecto de niño viejo, pánico cerval en los ojos; ahí se va, esperanzado, amuleto en mano, acaso con la ilusión de que aparezca una compañera para mitigar su perentoria soledad. Han venido no pocos a indagar sobre el milagro, pero la titiritera, de la misma manera que moldea mis acogedores rasgos de santidad, ha obrado a la distancia para que mis súplicas se transformen en muecas de repulsa. Evidentemente el negocio ya no depende de las formas, debido a que el fondo, o sea yo, mejor dicho esta maldita barba que no para de crecer y de la cual todos toman su parte en pos del milagro por venir, alcanza para congregar el gentío que se aglutina cada vez que mis restos son izados acá, al acoplado del camión que maneja Jaime, mi Judas. El sol de esta supuesta primavera me da en la espalda. Los días en que como hoy, la brisa marina refresca mi cara, mi permanencia en este itinerante atrio se hace menos tortuosa. He perdido mi capacidad de calcular el tiempo, sobre todo, a partir del mediodía; desde ese punto, el sol se hace invisible para mí y ataca por la retaguardia en estas jornadas que se van prolongando progresivamente.
Mucho tiempo esperé convertirme en alguien, y de  algún modo, ahora lo soy. 


domingo, 17 de julio de 2016

El buen amigo gigante, de Steven Spielberg



La última entrega de Spielberg, es una apelación a lo clásico en muchos sentidos. Adaptación del libro de Roald Dahl por Melissa Mathison, la recientemente fallecida guionista de E. T., El buen amigo gigante es un homenaje a los anhelos no abandonados y a la ficción como artífice y promotora de sueños.   

Son pocos los cineastas que pueden ejercer un clasicismo en relación con su propia obra. Steven Spielberg, como esos no tantos artistas creadores de un universo propio, ha construido su orbe en base a esas obsesiones narrativas que cifran una filmografía de más de cuatro décadas. Uno de los claros tópicos spielbergeanos, es el del personaje desamparado, solo y en tránsito desde la incomprensión de los demás a la fase redentora de establecer una comunicación con algún tipo de aliado. No solo el Elliott de E. T. (1982) experimenta una soledad que encuentra la compañía y complicidad de su amigo extraterrestre, también el personaje interpretado por Richard Dreyfuss en Close encounters of the third kind (1977) padece un aislamiento respecto de un entorno humano que no lo comprende, y ni hablar del policía encarnado por Roy Scheider en Tiburón (1975); la lista podría extenderse en ejemplos hasta llegar a la Sophie (Ruby Barnhill) de El buen amigo gigante. La literatura de Roald Dahl (Los gremlins, Charlie y la fábrica de chocolate, Matilda) por su parte, es portadora de sus propios exiliados: Sophie es una niña solitaria e impopular que vive en un lúgubre orfanato londinense, entorno victoriano, que es un claro guiño de arranque (si de clasicismos hablamos) a la literatura de Dickens, de hecho, una de las primeras escenas, muestra a la niña con una linterna (si de Spielberg hablamos) en su cama, leyendo Nicholas Nickleby, libro que será llevado en el viaje que piloteará el bueno de BFG (Mark Rylance) -cuya habilidad es la de inducir sueños para torcer la realidad- hacia una tierra de gigantes, en donde también él es un ser solitario y acicateado por un contexto hostil. Podría decirse que puede ser un golpe bajo la apelación al sueño de alguien que no logra dar con lo suyo, sostenido hasta el punto de su materialización. ¿Quién en algún punto no se siente o se ha sentido alguna vez un niño agobiado por las circunstancias en busca de un gigante que luche por la concreción de sus anhelos? Pero en esta historia, y sin ánimos de revelar cuestiones centrales de la trama, la relación héroe-protegido, maestro-discípulo, no se presenta de la forma en que uno lo puede prever, punto para nada menor y genialmente contado en el film. No obstante, más allá de quién guíe a quién en su búsqueda por encontrar o recobrar lo propio, aquí la apelación a la fe y la no renuncia al ideal fijado es una constante, tema que puede ser interpretado como cursi si la supuesta valentía que conllevase el escepticismo no estuviese sujeta a consideraciones críticas. Si bien Spielberg trabajó sobre tantos temas y arquetipos cinematográficos, acaso le quedaba explorar el de la fantasía animada que Disney convirtió en uno de los logros más grandiosos de la industria, rescatando la narrativa tradicional europea y llevándola al terreno del celuloide; y mucho homenaje y recreación de eso hay en El buen amigo gigante, más allá de no tratarse de una cinta de animación, sino de un mix entre escenarios reales y personajes de carne y hueso, conviviendo con ámbitos y personajes de diseño digital. John Williams vuelve a trabajar con Spielberg, en una musicalización que quizás exhiba ciertos baches en los que la narración pareciera requerir de un soporte musical más contundente para sustentarse y por momentos no decaer. La película está dedicada a su guionista, la recientemente fallecida Melissa Mathison, también guionista de E. T, y tiene su precursora de animación del año 1989 dirigida por Brian Cosgrove y adaptada por John Hambley. Si el cine es, entre otras cosas, la posibilidad de dejarse inducir a un sueño, a veces macabro, otras veces esperanzador, el último trabajo de Spielberg, es un homenaje a ese singular pase mágico al que nos consagramos cada vez que nos sentamos ante a una pantalla, experimento que muchas veces nos ayuda a reparar o reinventar los caminos pendientes de transitar o a encontrar aquellos que probablemente se vayan abriendo en la película de nuestra propia vida.   


                              

miércoles, 6 de julio de 2016

ERIC CLAPTON: Spiral, video promocional de I Still Do, último disco de Slowhand



Se comparte el video del tema Spiral, cuarto track del opus 22 recientemente editado del músico británico. Si bien de manera no excluyente, como en su proverbial From the Cradle (1994), en Riding with the King (2000) o en Me and Mr. Johnson (2004), el blues sobrevuela algunas regiones de este álbum en el cual de las doce composiciones, solo dos (Spiral y Catch the Blues) cuentan con la autoría del ex Cream y The Yardbirds. La portada del disco estuvo a cargo del ya octogenario artista pop británico Peter Blake, quien diseñara en los '60 la emblemática cubierta de Sargent Pepper's Lonely Hearts Club Band (1967) de The Beatles. I Still Do fue producido por Glyn Johns, quien produjera en 1977 el legendario Slowhand, quinto trabajo de estudio en solitario de Eric Calpton.  



domingo, 5 de junio de 2016

Mi Gato Halley

A Federico,
cómplice imprevisto en aquel asfixiante embole,
por la charla sobre los eventos del cielo,
por We're Not Gonna Take It
y por convertirse en una de esas valiosas diferencias…

Había aparecido en el sudoeste hacía apenas unos minutos; eso barruntó Salvador, anonadado, mientras manejaba. La cola se volvía cada vez más visible y apuntaba hacia arriba, con una leve inclinación, en el cielo del anochecer. Todavía no decantaba el bullicio; el fin de año anterior, el comienzo traqueteado de aquel, su cumpleaños número veintiocho. ¿Habrían anunciado en algún medio que iba a poder observarse a simple vista lo que estaba viendo? Intuía haber leído algo al respecto en algún portal de noticias. No podía recordar con exactitud. Había habido varios recitales de la banda el pasado diciembre, presentación de nuevo disco; hubo que ponerse a tocar para poder exhibir con cierta autoridad las supuestas destrezas que había compartido con quienes concurrieron a presenciar su clínica de batería el día anterior. Un auditorio casi a pleno, teniendo en cuenta que en enero, Buenos Aires logra recuperarse del caos gracias al exilio de habitantes huyendo hacia destinos menos asfixiantes. En Mar del Plata lo esperaba el cuerpo de Halley en el freezer del departamento en el que desde hacía dos días, Salvador vivía solamente junto a Carol. Ni ellos, ni sus allegados, conocían el caso de un gato que hubiese estado tan cerca de cumplir veintiún años de vida, pero los había. La ruta no estaba muy cargada a pesar de que la temporada, según le había comentado Cristina por teléfono unos días atrás, perecía haber arrancado muy bien: “…no dábamos abasto anoche Salu, y hasta te diría que pude encontrar lectores para un par de buenos libros entre la tanta sandez que se suele vender en verano. Que no muera la buena literatura hijo.”
Halley iba a ser enterrado en el área de la sierra donde cuando adolescentes, los integrantes del grupo decidieron usar su nombre en honor a quien, incondicionalmente, era el primero en entrar a la sala de ensayo ―adosada a la casa con autorización de Cristina― al advertir los preparativos de una nueva sesión. Los cinco integrantes de Mi Gato Halley, decían que el animalito lograba captar la convulsión vibratoria de ese sitio, más que las melodías en sí, si es que las hubo al comienzo, cuando la sala de ensayo era un proyecto y los pioneros que se acercaban a hacer música a esa casa no sabían afinar una guitarra, pero se animaban de todos modos, contando al gato como espectador entusiasta. El debatido argumento de las limitaciones de Halley respecto de apreciar la música de los ensayos en su totalidad (más allá de los aporreos de Salvador a su batería y ciertos pasajes de las secuencias en las que el bajo iba más al frente), estaba fundado en que se había quedado casi completamente sordo a los tres años de edad a raíz de una infección generalizada que estuvo a un tris de matarlo.
Llegó con apenas tres semanas, amarillo, ojos verdes, raquítico de hambre. Se miraron, el chico de siete años lo alzó y conectaron inmediatamente. Fue de una enorme ayuda la compañía de su nuevo amigo por esos días, gracias a ella, pudo superar su angustia por no haber logrado ver pasar al cometa en el que papá, según habían asegurado Cristina y la abuela, pasaría a conocerlo. Y decidió llamarlo Halley. De papá, habían quedado los discos de vinilo que Salvador escuchaba desde que aprendió a usar el equipo de música. Una parte no menor, la había traído César, un amigo de Carlos, en los setenta, cantante de tango él, de sus tantos viajes al exterior. De modo que el chico y el gato pasaron incontables momentos en ese living, haciendo girar principalmente a Queen, David Bowie, Jackes Brel, Lou Reed y Led Zeppelin, mientras sumaban la música que iba llegando para incorporarse al recinto sinfónico (así llamaba Cristina al living, cuyo uso casi exclusivo era el de ser un espacio reservado a la música), en el cual era posible escindirse y recuperar un ámbito propio, cuyas llaves venían en manos de aliados tan lejanos en cuanto a distancias, pero tan cercanos respecto de la pertenencia a un universo vasto, auténtico e inagotable.
La fidelidad de Halley para con la música de Salvador, fue algo previo a los ensayos. Cuando el chico, a los catorce años, comenzó a tomar clases de batería y a encerrarse obsesivamente en el recinto sinfónico a practicar los ejercicios con los que pasaba tardes enteras, aprovechando que Cristina llegaba muy tarde de la librería, bastaba con que Halley lo viera encaminarse, palillos en mano hacia el rebautizado living a la hora usual, para que se le adelantara con la cola en alto y se sentara siempre en el mismo sillón a escuchar con atención la repetición de esos patrones rítmicos, que eran reiterados hasta el hartazgo en una suerte de letanía percusiva, que los dos, intuitivamente, percibían como el adelanto de algo en lo que solo ellos parecían tener fe.
La casa de Cristina siempre fue muy concurrida. Especialmente, desde que Carlos no estuvo, una parte de familiares, vecinos y amigos, entendió que ese espacio tan grande que había quedado vacío, debía ser llenado con su asistencia a ese domicilio del macrocentro marplatense. Hubo otro tanto, incluso más numeroso, que no estuvo dispuesto a asumir los presuntos riesgos, o que los esgrimió a su tiempo para justificar su deserción definitiva, fundada en otras inconfesadas razones. En cuanto a Halley, daba la impresión de que las únicas visitas a las que era proclive, eran aquellas que estaban directamente vinculadas con la música. César siempre los visitaba al regresar de sus giras en el exterior, y cuando llegaba, no terminaba de preguntar por el gato antes de sentir el roce de las ancas amarillas en sus delgadas pantorrillas. César frecuentaba a Cristina y Salvador junto a su guitarrista, y al terminar las cenas, sabía que estaba literalmente conminado a ofrecer un mini recital a sus anfitriones y al resto de los invitados. Invariablemente, durante esas interpretaciones, Halley se sentaba debajo de la silla del cantante con gesto de disfrutar del repertorio. “¿Pero cómo, no es sordo el gato?” preguntaban los menos asiduos después del incidente que había estropeado las facultades auditivas de Halley, y César, actuando una falsa modestia que no era particularidad suya, atribuía a ese motivo la presencia del animal solazándose debajo, tan consustanciado con la circunstancia que lo tenía a él como protagonista.  

Carlos, miércoles 21 de junio de 1978
“Aullando entre relámpagos
perdido en la tormenta
de mi noche interminable, Dios
busco tu nombre...”

ENRIQUE S. DISCÉPOLO, en Tormenta

Te vas a despertar después de una noche de no haber conseguido dormir normalmente. La llamada anónima a la radio. Habrás logrado conciliar apenas unos fragmentos de un sueño oscuro en el que no decrecerá el fuego, negro, estremecedor, que inconscientemente habrás encendido el día anterior. Adentro, a pesar del día gélido, las vísceras electrizadas de miedo por haber manifestado en tu programa de radio nocturno tu repudio al forzado éxodo de artistas; las entrañas quemándote, el pavor, atroz, palpitando, por haber decidido junto al operador pasar la música prohibida por los organizadores del jolgorio mundialista con el que intuirás el exterminio que se estará intentando ocultar, tal vez de manera exitosa. Vas a preguntarte por qué decidieron desafiar al engendro. Lo harás sin lograr responderte. Cristina te confirmará por la tarde su embarazo, no hará falta esperar más tiempo, solo los análisis de rigor que ratificarán lo que ambos estarán vislumbrando, que alrededor del enero sucesivo tu primer hijo o hija llegarán a esa casa en la que acaso ya no estarás para recibirlo. Atenderás solo la librería por la mañana. Cristina se quedará a descansar de la pésima noche pasada. No habrán hablado al despertarse. Sabrás que su silencio estará fundado en que tal vez te hayas entregado quijotescamente a las bestias que andarán rondando todo el día, olfateando, espiando, pasando por la librería en un Torino blanco que verás varias veces. Almorzarán las milanesas con ensalada de tomate y lechuga que preparará la madre de Cristina en la cocina de tu casa. La mujer te servirá sin hablarte y vos, no darás con el modo de reaccionar ante la silenciosa y quizás justificada tirria. Propondrás lavar los platos sin que nadie te conteste; lo harás de todas maneras y saldrás a caminar a la hora de la siesta. Otra vez el Torino blanco con tres tipos adentro cruzándote dos veces durante la caminata en la tarde destemplada. La segunda vez los verás parar a comprar banderitas argentinas en Colón y Corrientes. Recordarás que en un rato jugarán Brasil con Polonia, en Mendoza, y más tarde, les tocará el turno a Argentina y Perú, en Rosario. Irás hasta la rambla, bajarás a la playa, subirás a una de las escolleras y verás el mar planchado de la siesta de junio, pensando, entre cosas menos banales, que en dos meses y días hará treinta años que naciste. Después de ducharte, recordando vagamente a tu madre, tan joven, el ruido de la tierra sobre la madera parda; y a tu padre, fugado para siempre de las insoportables garras de esa noche que se agigantará, cada vez más confusa, oscura, Cristina te hablará en silencio, para que no se entere su madre, te dirá que descarta lo que ambos vendrán intuyendo desde hará un tiempo. La tarde en la librería será tranquila e irá muy poca clientela. Escucharás el primer tiempo del partido entre Argentina y Perú en el local desierto, olor a kerosene de la estufa sobre la cual pondrás el consabido jarro enlozado con agua y hojas de eucaliptus. Decidirás cerrar el negocio antes de lo acostumbrado, después del segundo gol de Kempes. Llegarás a tu casa y encontrarás un clima más amable. Ellas te saludarán casi como si nada de lo del día anterior y esa mañana y mediodía hubiese ocurrido. Cenarán pollo al horno con papas, batatas y cebollas, después del seis a cero que habrá puesto al equipo de tu país en la final que jugará frente a Holanda el domingo siguiente. Te despedirás de Cristina con un beso más largo que lo habitual. Le tocarás el vientre, la mirarás y ambos sonreirán imbuidos por un inusitado arrebato de fe en el porvenir. Acompañarás caminando a tu suegra hasta su casa y seguirás camino hacia la radio. Hablarás poco en el programa sobre la alegría mundialista, cuyos bocinazos acabarán de decantar dejando lugar al acostumbrado silencio de la noche. Le hablarás al operador de un auto blanco. Él te dirá haberlo visto pasar de manera sospechosa al llegar antes que vos a la radio. Terminarás el programa, te despedirás del operador y saludarás a quien te sucederá en la emisora. Saludarás al portero, quien estará más frío que de costumbre al devolverte el saludo con su fría mano derecha. Saldrás del edificio y caminarás, casi hasta la esquina. Verás doblar un Torino blanco con un tipo manejando y un acompañante con medio cuerpo afuera del coche, apuntándote con un arma pequeña cuya ensordecedora retahíla será sucedida por un calor intenso en tu torso. Sentirás el golpe
sobre la vereda de pequeñas baldosas
que parecerán ir ablandándose,
licuándose
para ser engullidas
junto con vos
por un espacio cada vez más oscuro,
confuso,
incógnito…

Lo que comenzó como una lúdica actividad de exploración musical, se transformó en un trabajo en un relativamente corto período de tiempo, teniendo en cuenta la complejidad que conlleva el aprendizaje de un instrumento hasta llegar a un nivel de competencia profesional. Salvador pasó en cuatro años de ser un aprendiz a convertirse en profesor de batería, y en poco tiempo más, a ser contratado por otros músicos y formar parte de esa pequeña franja de artistas que gozan del privilegio de poder vivir de sus propios proyectos. La casa, que seguía siendo durante casi todo el día un lugar solitario debido a que Cristina atendía la librería hasta las nueve de la noche, era visitada por un número cada vez más significativo de alumnos, muchos de los cuales, eran fans de la primera banda en la que tocó Salvador, antes de que se formase Mi Gato Halley. Con el dinero que fue ganando, alcanzó de igual modo para ayudar a Cristina con los gastos domésticos, como para ir construyendo la sala de ensayo en la que ulteriormente se trabajó sobre tantísimos proyectos musicales, ya que el leal amigo de Halley, desde que fue tenido en cuenta como sesionista profesional, no solo grabó los discos de su banda; también fue baterista invitado en trabajos de otros grupos y de músicos solistas, incluso algunos de origen extranjero. Debido a sus nuevas exigencias, Salvador tuvo que dividir su tiempo entre Mar del Plata y Buenos Aires, lo que para Halley representaba dejar de ver a su camarada, a veces durante varias semanas. “Vieja, cuando no estoy dejale la compu con música cuando te vas; acá te dejé un compilado que sé que no va a fallar.” “Pero si está sordo como una tapia gordo.” “Vos haceme caso, poné el volumen en siete y no pongas el reproductor en aleatorio, acordate que empieza con Space Oddity y termina con Venus in Furs.” “¿Y esto que metiste acá en el medio? Parece el lavarropas cuando lavo los sweaters en ‘delicado’, con un violonchelo metido a las piñas.” “Es un performer canadiense que le fascina; haceme caso y reproducíselo tal como está.”

Carol

El grupo recibió la propuesta de grabar en Inglaterra su segundo disco. El manager había contactado un estudio modesto, pero cuyo ingeniero de sonido tenía en sus antecedentes el haber colaborado con bandas y solistas de fuste. Salvador viajó unos días antes que el resto de la banda a Londres a fines de ese julio. Por razones que ni él mismo lograba esclarecer, desde haber cumplido en enero veinticinco años, se había obsesionado con la visita a esa ciudad como con la de ninguna otra, y aprovechó la desagendada semana previa al ingreso al estudio, pautado para el 2 de agosto, para adelantarse al resto de los integrantes y encontrarse con las veredas con las que tanto había especulado involuntariamente, en sueños, indefectiblemente acompañado por Halley. La tarde del primer día del mes, los demás músicos, ya llegados a Londres, decidieron no ir al recital de Twisted Sister en el London Astoria y quedarse en el hotel con la excusa de entrar a grabar en las mejores condiciones al día siguiente. Por otro lado, conseguir entradas de reventa iba a ser difícil tan sobre la hora. No obstante Salvador, decidió hacer el intento, con la promesa de estar la mañana siguiente a la hora convenida en el estudio. Recordaría por siempre esa secuencia con una nitidez abrumadora: caminata por la vereda del Dominion Theatre, vecino del Astoria, regateo con el revendedor lookeado como un homeless, la mano pequeña, impoluta y femenina del tipo, uñas pintadas de negro, entregando de querusa el ticket y la bolsita de polietileno con los cristalitos opacos que iban como gentileza del tal Janick (the invisible), el tipo gritando “the water, don’t forget the water buddy”, ingreso al Astoria, último trago antes de la apertura, la chica mirándolo, preciosa como ninguna otra antes, arenga del presentador, voz rasgada y aguda, desentonando sobre la intro sonando a oscuras, luces intermitentes, la figura visible de los músicos con el riff de What You Don't Know (Sure Can Hurt You) arreciando, Dee Snider sosteniendo el micrófono unido al pie, el pelo rubio rizado relampagueando con los flashes, “Good evening! welcome to our show”, la chica mirándolo con la complicidad de encontrarse dentro del mismo globo, primer tema abrazados, comienzo de The Kids are Back, primer beso con Carol, lo más cercanos posible al escenario, a las vallas de contención protegiendo a una ingente cantidad de fotógrafos; ellos, atravesados por el enardecimiento del Astoria, colándose, un sonido iluminando las vísceras y proyectando un hilo invisible con los músicos, solo de Eddie Ojeda, y Snider, recobrando protagonismo, hincado frente a los flashes de los fotógrafos, divismo exonerado, el león haciendo gala de estar comiéndose a una manada entera de gacelas, entregadas, la sangre del ágape adherida a los ojos, las fauces y la cara de la fiera, cambiando de colores y el hilo tensándose y aferrando a amos y esclavos, haciendo posible la liturgia catártica. El recital con su primera furia, decantando, elegantemente, él abrazado a Carol y besándose más intensamente. Carol manejando. ¿Cielo iluminado? Tan reciente el desembarco en esas latitudes… Él proponiendo ir al grano en un inglés fortuitamente aceptable. Escalera desierta entre el primer y segundo piso del hotel, ruido de elásticos zurrando piel, en el silencio, oídos ensordecidos, las piernas de Carol cercando un cuerpo que devuelve la furia de la noche en medio de un aullido ensordinado por una mano con las uñas pintadas de verde. En ese momento, Cristina, en Mar del Plata, acariciaba a Halley, quien dormía en su falda al son del compilado prescripto y programado por Salvador, sentada ella en un sillón del living, recordando que Carlos siempre decía que las relaciones que comenzaban con una intensa afinidad sexual, tenían chances de prosperar mucho más allá que las otras. Y a millones de kilómetros, McNaught seguía camino a su perihelio, a hacerse visible desde la Tierra, dos años y cinco meses después.

A las semanas de cumplir veinte años, Halley comenzó a padecer cuadros infecciosos que necesitaban variedades cada vez más sofisticadas de antibióticos para ser remitidos. Los períodos de bienestar se acortaron progresivamente ese año, y la música (que debía ser suministrada a volúmenes cada vez más estridentes) siguió siendo el irreplicable acicate. Carol y Salvador gastaron una verdadera fortuna en paneles fonoabsorbentes para aislar el living del departamento en que Halley se quedaba horas mirando las tardes en la plaza de enfrente y escuchando los repertorios que su amigo prescribía, basándose en esa habilidad instintiva que nunca había fallado. El septuagenario César, junto a su nuevo y joven guitarrista, de regreso de su última gira por México, Estados Unidos y un par de ciudades canadienses, los visitó en septiembre y cantó su última milonga a Halley y a un reducido grupo de amigos que participaron de una cena circunstancial e inolvidable. No lograron despertarlo el primer día de primavera. Lo encontró su cuasi adolescente novia de turno en la habitación del departamento de Buenos Aires donde paraba cuando decidía pasar unos meses en el país, sonriendo nostalgioso, aparentando mirar la nada misma, con un CD de Goyeneche en “repeat” girando desde hacía quién sabe cuántas horas. Pero es sabido que no a todos los mortales les es concedida la dicha de sortear con tanta rapidez ese evento inexorable… La primavera pasó, sin César, sin ese tan elocuente curador de un fuego de bohemia que había legado Carlos y que su amigo se había ocupado de mantener encendido para los que lo necesitasen. Comenzaron el verano y el año siguiente, y el ya esperado McNaught, estaba lo suficientemente cercano para hacer su estelar y para muchos sorpresiva aparición; el cometa se encontraba lo bastante cerca para llevarse, acaso, algo con él. Y aún ajenos al evento astronómico del que estaban próximos de ser testigos, Salvador, su esposa y su madre, celebraron un concilio en el que no hubo necesidad de defender postura alguna; llamar al veterinario y relevar a Halley de su ya perdida batalla contra la muerte, fue una decisión tomada con un avenimiento sorprendente, sobre todo teniendo en cuenta que Cristina y su hijo tenían por costumbre no coincidir de movida cuando había que adoptar una determinación importante. Esos últimos días habían sido excesivamente crueles con Halley y con ellos, testigos cercanos de ese hecho inevitable, que a veces deviene en un proceso despiadadamente lento. La vida y la muerte tienen demasiado a menudo la costumbre de debatirse en esa franja inestable, difícil de definir, de acometer sin rodeos, pero ni por asomo menos contundente que cualquier otra experiencia. Él pidió a las mujeres que le dieran un par de horas. Necesitaba intimidad absoluta. Bajó la persiana hasta que la luz fue lo suficientemente escasa, y recostado en el sillón de tres cuerpos, escuchó entero Led Zeppelin III, acariciando sobre su pecho una pelambre dorada que aún no había dejado que se evadiera el calor de una vida.

Apagó el aire acondicionado y abrió la ventanilla para constatar la brisa, la aproximación al océano. Juzgó nuevamente exitosa la clínica de batería en el auditorio porteño. Había aparecido en el sudoeste. La estela rasgaba centelleante el espacio negro, cristalino, por el que se desplazaba. Cuando la noche terminó de afianzarse, cuando las luces de Maipú quedaron atrás, pudo verlo con toda claridad en medio de ese confín estrellado y transparente de enero. Al día siguiente irían con Carol a la sierra a enterrar los restos de quien quizás, enarcado sobre el cometa McNaught, había interrumpido su viaje a quién sabe dónde para pasar a despedirse. Ahora, en el reproductor de música del auto de Salvador, volvía a sonar Led Zeppelin III.     
                       

lunes, 4 de abril de 2016

Trigo

En esta carretera no hay interlocutores de Dios.
Se han ido y me han dejado aquí solo
 y se han llevado consigo el mundo.

CORMAC MCCARTHY, en La Carretera

Indudablemente ese es el lugar al que debe dirigirse. Vaya si aprieta el sol, pero detrás no ha quedado nada; amén del repentino auxilio de un lejano verdugo, casa, patrimonio, reputación, vínculos, referencias, nada, absolutamente nada después de la tormenta que diezmó la anterior historia. Ahora comienza otra, y este sol, esta luz que incendia y le da en la cara, este sol abrasador, aun a estas siete de la tarde de este día de diciembre. Al viento se le ha dado por soplar durante varias jornadas desde el oeste, como trayendo la invitación de un destino que acaso inconscientemente, se ha ido prefijando, incluso en los momentos en que el rock ’n’ roll de la vida sonaba estruendoso y parecía no dejar lugar a otra cosa. No lleva consigo más que unas pocas pertenencias: una pequeña mochila con una muda de ropa, medio litro de agua, y el dinero que alcanzará para un mes de austera existencia, a lo sumo, si es bien administrado y la suerte no se descuelga con algún accidente que violente este sosiego que empieza a disfrutarse. Ha encanecido abruptamente, ha adelgazado más de dos decenas de kilos; lleva puestos anteojos de sol de marco plateado redondo con lentes de un azul intenso, un jean gastado, una camisa de trabajo verde recién comprada, arremangada, sandalias. Hace meses que su pelo, sus cejas y su barba crecen a su antojo, sin intervenciones. Tiene cincuenta y cuatro años. Encarna una epifanía de connotaciones místicas. Imposible reconocer a este caminante que ha purgado sus flaquezas y encara conmutado el fortuito devenir. La periferia de Cabo Sierras a esta hora ofrece una caliente desolación. Lo alegra escuchar el sonido de una radio apartada en la que empieza a sonar Nada interpretado por Julio Sosa. No sabe casi nada de tango, pero percibe con agrado esta frase instrumental del inicio de la versión, que dada su ubicación, es la parte de la canción que le está llegando más claramente mientras avanza hacia la avenida de circunvalación. Recibe la música como un saludo, más que un saludo, como un póstumo convite a hacer las paces, una caricia de la ciudad dispensando esta tierna nostalgia, dejándolo en libertad, aprobando su apuesta por el oeste, por el futuro. Podría haber evitado este itinerario, comenzar a andar desde el camino vecinal que une la amesetada serranía ―en una de cuyas casas se refugió estos últimos meses―, con la ruta que discurre hacia el destino al que ahora se piensa predestinado, pero había que pasar por la metrópoli a despedirse de las veredas anchas, del océano, de la avenida Independencia, de nada más. Recuerda por enésima vez en el día que hoy hace exactamente treinta años, treinta años de la celebración de su único matrimonio.   

“Una persona distinguida, el mínimo esperable viniendo de donde venís, …, sin cosas raras de las que avergonzarse”, era la más reiterada indicación de la señora de Cuyar a Raúl, el único hijo que había gestado (no sin inconvenientes) el matrimonio. El enlace había quedado establecido a dos años de restituido el régimen democrático en el país, y Raúl nació treinta y un meses después. La casa imponente que habían adquirido cuando el niño tenía seis años, en el reputado barrio Parque Loreto, representaba para la esposa del contador el cumplimiento de un sueño concebido desde su más temprana juventud. La consumación de tan amasado deseo, fue posible gracias a la señera cartera de clientes de Humberto Cuyar, que ya a principios de la década con que se despidió el siglo, hubiese posibilitado el tan anhelado salto inmobiliario que la señora deseaba efectuar. No obstante, el hombre de la casa, siempre difirió con ella en lo concerniente a dar esos pasos fundamentales que Clelia Zermatten (ese era su nombre de soltera y al que se aferró con garras y dientes luego de un acontecimiento que cobró relevancia nacional) juzgaba impostergables. Era también un punto de frecuente disputa conyugal, la presunta vocación docente del marido, que según la opinión de Clelia, restaba dedicación a la actividad a la cual se debía el progreso al que ella adjudicaba tanta importancia. “Me fascina la docencia, siento que contribuyo con algo grande, con el futuro, ni más ni menos que con el futuro de esta bendita nación, que tarde o temprano, empezará a encaminarse y a abrirse a la normalidad” declaró más de una vez en distintos ámbitos el contador. Había sin embargo, para quienes consideraban con reparos su ferviente afición pedagógica, la sospecha de que existía una recóndita motivación para que el prestigioso licenciado Cuyar, quien asesoraba fiscalmente a los más importantes empresarios de la ciudad, siguiese dando clases en el nivel secundario del más exclusivo colegio religioso de Cabo Sierras.     

Sorprendentemente, fue Rita Casciero quien lo visitó en la cárcel desde su séptimo año de reclusión hasta su salida en mayo del pasado otoño. Fue también la Casciero quien aportó el dinero de los ocho meses de alquiler y lo necesario para la austera manutención durante el tiempo en que se fue forjando el peregrino que ahora, camina hacia su destino. Podría haberlo hecho toda la vida si Tres Cascadas no hubiera sido la inevitable predestinación de Cuyar. Cuando salió del penal, fue Gabriel, discreta pareja y asistente personal de la bisoña drag queen, quien lo llevó en su auto a la casa previamente alquilada en Sierra de los Santos. Había que obrar con suma modestia; la artista y su consorte no estaban al tanto de la íntima maduración de su asistido, y juzgaron que el lugar, alejado del centro de la ciudad, era el indicado para pasar un período de varios años de introspección. El otoño ayudó, aportando muy pocos turistas a los alrededores del secreto refugio, y la transformación fue aconteciendo en el marco de una soledad casi absoluta. Además de una tarjeta de débito a nombre de un tercero, hubo que hacer llegar una importante cantidad de dinero en efectivo, y se recurrió a un cuarto personaje al tanto de la iniciativa, para evitar incluso el más remoto peligro de ser descubiertos. Reflexiona, mientras anochece y el camino ofrece una postal ascética, exhibe los restos del diurno incendio que va cediendo espacio a la opacidad de la tibia noche; considera el rol de Rita en su vida como el de un actor capital, inconsciente, artífice de un designio que a la preciada libertad antepuso el descenso a la afrenta y la pérdida. Siente que no podría acometer la etapa que avizora, enredado en los meandros de su antigua vida. ¿Quién ha elucubrado este ser atravesado por algo que sobrepasa su ínfima voluntad? ¿Quién es el que emprende este andar rotundo? ¿Quién le ha enseñado a sucederse a sí mismo, a ir tras el encantamiento al cual bastó un exiguo instante para determinar una vida toda? ¿Qué confidencia retiene la mágica coreografía del trigo? ¿Por qué este incontestable rumbo, el camino a las sierras, el oeste, el oeste?            

Uno de los primeros taxiboys con los que estuvo, fue Tomás. Era la época de la adquisición del caserón de Parque Loreto. En ese entonces él tenía treinta y tres años y el muchacho veinte. Nunca pudo quitarse la extraña costumbre al pagar por un servicio sexual a alguien, sobre todo si era hombre, de hablar, hablar en los interludios del repertorio de singularidades que traía premeditadas y que esgrimía al partenaire con el fin de dejar en claro por qué y cuánto debería cobrarse. Tomás le contó, la primera vez que estuvieron juntos en ese primer piso por escalera de la calle Castelli ―regenteado por un travesti estrafalario que se hacía llamar Cristal―, que fuera de temporada, trabajaba de instructor en un gimnasio de Tres Cascadas, y que desde mediados de diciembre a fines de febrero, ya era el tercer año que optaba por la actividad de venir a la concurrida Costa Atlántica a vender su compañía y “casi toda” su humanidad, puesto que había una parte de su cuerpo que se aclaraba de antemano al cliente que le estaba vedada, principalmente a cierto tipo de incursión. Al señor Cuyar lo fascinó sobre todo, una anécdota referida por Tomás en una de sus conversaciones. El incidente había ocurrido en medio de una pletórica plantación de trigo, a unos diez kilómetros del centro de Tres Cascadas, en una cálida tarde de diciembre. Se trataba de un episodio a partir del cual el joven decía haber descubierto el don de despertar ciertas avideces. El en aquel tiempo adolescente de quince años, había sido descubierto masturbándose, recostado en el tronco de un solitario sauce en el que erróneamente, se creía guarecido. Luego de ordenarle a Tomás subirse la malla, el ingeniero Maciel, dueño de la tierra donde había sido pescado su reprendido tramitando el desahogo de un irreprimible arrebato hormonal, lo obligó ―mientras cargaba la bicicleta en la caja de su camioneta― a subir a la parte delantera, y lo llevó hasta su casa, emplazada en una poco poblada manzana de un barrio de clase trabajadora de las afueras del pueblo. Durante el viaje, fueron vanos todos los intentos del ingeniero por disimular su exaltación. Había pasado de una verborrea en cuyo auxilio invocó hasta al “pobre y ocupado” Jesucristo, a un silencio convulso, extremadamente incómodo. Cuando llegaron, el captor hizo esperar a su rehén, tocó timbre, y al salir la abuela de Tomás, celebró un breve y simpático coloquio con ella, invitando posteriormente al retenido a bajar, mientras lo esperaba del otro lado de la zanja con la bicicleta en la mano. Las manos del cincuentón Maciel temblaban cuando ofreció su amigable derecha a su restituido prisionero, intentando trocar el papel de una crispación sobreactuada, por el de un sorpresivo compinche, quien para los ojos del liberado no representaba otra cosa que un patético grotesco intentando ocultar sus debilidades palmarias. A partir de ese affaire ―sobre el cual el chico, en ese momento, no supo con qué excusa había sido llevado a su casa, ya que la abuela lo recibió con un intrascendente “¿tomamos unos mates Tomi?”―, no sólo Maciel, sino también Ayala el farmacéutico y Gómez Toledo, escribano él, ambos compañeros de la camarilla de golf en la que se enrolaba el ingeniero, comenzaron a solicitar la conversación de Tomás Laguna cada vez que se lo cruzaban en el pueblo.

Camina por la banquina de la ruta. Un camión se detuvo hace unos instantes al lado de él, y el conductor, en un portuñol festivo y estruendoso, le preguntó hacia dónde se dirigía. Él contestó que había salido a caminar sin más, sin mirar a los ojos a su interpelador. El chofer le dijo que tenía como destino final una ciudad de la Patagonia, que si lo deseaba podía subir y hacer unos kilómetros con él. El viandante ofreció un saludo disuasorio, valiéndose de una sonrisa mustia, no desviando nunca su vista enfocada hacia adelante y el vehículo se alejó lentamente. El viento le da ahora de lleno en la cara. A pesar de encontrarse en medio del campo, de ser ya pasadas las diez de la noche, los pulsos de aire se sienten todavía tibios. El olor del pastizal lo reconforta. Recuerda la primera vez que junto a su padre pasó por la entrada a Tres Cascadas. Se dirigían a un pueblo del oeste de la provincia, situado en un valle rodeado por esas sierras que para él siempre representaron el anticipo de la Patagonia. Su padre tramitaba en esa época con un vendedor las últimas gestiones de la compra de una finca que él heredó, y que como todas sus posesiones, tal fue su sorpresiva iniciativa, pasaron al dominio de la señora Zermatten mediante las reservadísimas diligencias de la escribanía cuyos honorarios también saldó Rita Casciero en estos últimos meses. Era diciembre también cuando el iniciático viaje junto a su padre a las sierras. En aquel entonces él tenía once años. Recuerda que en la radio del Ford Falcon modelo 70 sonaba Canción de verano y remo, interpretada por Jorge Cafrune. En ese momento, en los alrededores de Tres Cascadas, el trigo refulgía bajo el sol del mediodía. Un viento fresco del sur entraba desde el océano y hacía que las enormes planicies amarillas parecieran un mar que se perdía en el horizonte azul del día cristalino. Durante ese pequeño lapso de Tiempo, ese trayecto del camino parecía predestinado a los silenciosos viajeros, absorbidos por una canción que si bien hablaba de un paisaje distinto, fluvial, litoral, poseía una declaración, por el momento indescifrable, pero que no obstante lograba que los oyentes fundieran por completo su carácter, intuitiva, involuntariamente, con el cuadro pampeano por el que se desplazaban. Tres Cascadas pasó a ser desde ese punto, la puerta a un atavismo que comenzaba a agigantarse cuando ese límite geográfico era evocado. Aunque a veces duraba apenas segundos la percepción que fue perdiendo intensidad conforme el tiempo fue borrando aquel primer fulgor de la niñez, en ese lugar, capturado por la imprecisa fotografía de su memoria, era posible cuando menos, avizorar la puerta de una quimera que siempre esperaría su regreso definitivo a un sitio de genuina pertenencia. 

No fue precisamente un hecho afortunado para el profesor Cuyar y el padre Augusto, que los cuatro alumnos más díscolos de las tardes de recreación de los sábados en el Instituto, fueran un auténtico plantel de bellezas cursando su anteúltimo año de formación secundaria. A poco de comenzadas las clases, cuando el sacerdote y el licenciado comenzaron a activar el ardid para convocarlos a las reuniones dominicales en uno de los departamentos desocupados de Cuyar, con la excusa de encarrilarlos, de afianzar los lazos entre el Señor y esas cuatro almas en riesgo de extraviarse, el encandilamiento de los maquinadores y el espíritu participativo de las cuatro gemas, constituyeron la sinergia perfecta que en pocas semanas, arrastró a los organizadores del secreto paraíso, al público desastre. Una de las mentiras de las que se valieron para convencer a los colegiales, fue que existía la firme posibilidad de hacer un viaje de intercambio a Europa, y que el colegio los tenía preseleccionados de incógnito a ellos y a otros pocos chicos de otros cursos. Había que mantener reserva en relación con el asunto; “incluso con sus padres, cero dato por ahora chicos” declaró Augusto en tren de darle credibilidad al señuelo. La fecha del viaje coincidiría con el Mundial de Fútbol de Alemania, y se les dijo que existían firmes posibilidades de llevarlos también allá a ver al menos los primeros tres partidos que jugaría la selección.
Y se lograron celebrar cuatro bacanales, en las cuales, si se habló del Señor, se lo hizo aludiendo al atributo físico de uno de los convocados. El cuarto domingo de tertulia, a Nazareno, claro cabecilla del cuarteto de beldades, se le ocurrió hacer a escondidas, in situ ―escindiéndose del aglutinamiento de participantes concentrado en uno de los dormitorios―, una copia de una de las filmaciones en las que habían quedado documentadas las primeras tres sesiones (con el objetivo de suscitar el entusiasmo en las correlativas) y exponer el video días después a uno de sus compañeros de curso, que por supuesto no participaba del asunto, lo que desencadenó el derrumbe de Cuyar y el prelado. Los intentos de la rectoría por llegar a un “arreglo beneficioso” entre los padres del cuarteto y la institución, fueron inútiles. Pronto la escandalosa herejía tomó estado público. Los medios nacionales no tardaron en levantar la noticia, reproduciendo incluso las escenas menos picantes de una copia del video de las tantas que circularon en un principio en Cabo Sierras, en una de las cuales, el sacerdote, cinco años mayor que su cómplice, desmelenado, con un pomo de lubricante en la mano, decía a cámara la frase “caramelín caramelito, la tía quiere su chonguito”, mientras se escuchaban las carcajadas de los circunstantes ubicados fuera de campo. Hubo hasta un grupo de música tropical que compuso una canción utilizando como estribillo el enunciado del enajenado clérigo. De parte de la Justicia, dadas las contingencias, no quedó más remedio que actuar sin ambages. Los intentos del arzobispado por llegar a un arreglo con la fiscalía, por “resguardar, dentro de lo posible, el nombre de esta centenaria institución educativa en la que fueron forjadas algunas de las más altas personalidades de las que Cabo Sierras debe enorgullecerse” (la lista incluía al fiscal que obraba en la causa), fueron estériles; el periodismo había plantado bandera. El juicio público, dada la mediatización a escala nacional de los hechos, ya había colocado a su hueste de opinadores a minar el terreno en que el anticipado y público veredicto, no dejaba chance alguna de un futuro en libertad para los promotores de las secretas reuniones de los domingos.  

Solo doscientos cincuenta kilómetros separan a Cabo Sierras de Tres Cascadas. Lleva andados más de veinticinco desde el momento en que la avenida de circunvalación se transformó en la vía que ahora transita. El viento sopla ahora desde el norte, tibio. Un nuevo camión se detiene al verlo caminar junto a la ruta que discurre hacia el oeste. El conductor del enorme vehículo, como el anterior, saluda y refiere una ciudad patagónica como destino final de su viaje (en perfecto y lunfardesco castellano). Esta vez acepta el ofrecimiento de ahorrarse el esfuerzo de caminar en la oscura y cálida noche. Sube rápida y atléticamente a la cabina.
―Si quiere tomar mate, ahí tiene el equipo y el termo con agua caliente.
―Si usted quiere preparo, pero para mí solo no.
―Haga mi amigo, haga que tomamos los dos. Mi nombre es Mario.
―Mucho gusto, yo soy… Pablo ―decide que este será su nombre de acá en más.
―¿Y qué se le dio amigazo por mandarse a gambas hasta Tres Cascadas, y encima de noche?
―Berretines de viejo, usted me entenderá. Llega un momento en que si no nos damos ciertos gustos…
―Por lo visto tan viejo no está. Por lo menos caminar puede. Yo con este trabajo me paso el día arriba de este mamotreto. La última vez que me pesé había pasado los ciento veinticinco. Para colmo uno en la ruta come para el culo. Tengo treinta y nueve pirulos y ya estoy con un cuadro de diabetes, hipertensión y toda esa milonga, ¿qué me dice? Jajaj…
―¿Le gusta manejar?
―…
―El trabajo de camionero digo, ¿le agrada?
―Hice toda la vida esto maestro. Tenía catorce años y ya mi viejo y mi abuelo me llevaban con el camión a la ruta y me largaban a hacer unos kilómetros. Además, tengo cuatro pibes que mantener, una esposa y una ex a la que pasarle la manutención de mis dos primeros hijos. Tarjeta refinanciada. No tengo chance a esta altura. “Con la lírica al mopio” maestro, como decía un tío mío; a mí que no me engrupan con la monserga del contamusa. Tanto ladrón viviendo del verso en este ispa… En esta vida, al que no labura y se gana su vento como Dios manda, como debe ser, la vida se lo coje de dorapa.
―…
―¿Usted a qué se dedica?
―…
­―Su trabajo digo. ¿A qué se dedica?
―A simular.
―¿Cómo? Ah, es actor.
―… ―se sonríe mientras mira por la ventanilla el pastizal ondeándose a causa del viento nocturno.
―Me la pone difícil. Ah, no me diga más, trabaja para el gobierno. Inteligencia, por lo de los piratas del asfalto. A ese Carmona no lo pueden agarrar. Es la peste. Y esta ruta es la peor de la provincia. Cuente, cuente que me interesa el tema. Si yo hubiese podido entrar a la policía…
―… ―vuelve a sonreír, forzado, mirando ahora el camino.
―Yo cuando lo vi me di cuenta que era una persona importante, es más, ahora que lo veo me recuerda a alguien, pero no sé a quién. Pero si no quiere hablar de eso hablamos de otra cosa. Muy buen cebador Pablo, muy buenos sus mates. Ese dato suyo ya no me lo va a poder escamotear, jeje… 
―… ―mira a su interlocutor como si estuviese ante un ser de un orbe desconocido. Piensa en el trigo. Se esfuerza por hacerlo. Piensa en el sol refulgiendo sobre ese piélago amarillo, interminable, hincándose magnánimo en el horizonte azul. Piensa en las sierras del oeste. Piensa en un viento más amigable que el que sopla en este momento. Se esfuerza por hacerlo. Siente una repentina asfixia que trasciende los límites de su cuerpo, algo que tiene que ver con este hombre: Mario, contundente, multiplicado, multitud, ejército invencible; algo hunde a Cuyar en el asiento, es como un gigante aplastándolo finalmente después de haberlo perseguido durante toda su vida y haberlo alcanzado. Nada nuevo. Otra vez la imagen del pozo plagado de serpientes mordiéndose su propia cola. “Grelún, grelún”, lo ve y lo oye a Mario repitiéndolo, “grelún”; no sabe si la escena es real o si el camionero y su diatriba se han incorporado a este cuadro que con mínimas variaciones lo alcanza desde los primeros años en que estuvo recluido. Quiero bajarme. ¡Pare! ¡Quiero bajaaar!  

La casa de Parque Loreto se transformó en una solitaria y silenciosa abadía del desconsuelo. El cumpleaños número diecinueve de Raúl, transcurrió sin el más mínimo atisbo de celebración. Clelia Zermatten y su hijo no recordaron que Teresa, una de las dos mucamas, había dejado en la heladera una torta preparada por ella misma como regalo de cumpleaños a quien adoraba y había visto crecer a lo largo de los últimos doce años. Cenaron frugalmente, cada uno por su lado, en sus respectivas habitaciones. Fue esa triste noche la última en que la deshonrada esposa de Humberto Cuyar vio a su hijo. El confinado padre no había logrado hacerlo desde hacía meses. A la mañana siguiente, Teresa golpeó varias veces la puerta del dormitorio de Raúl con el pingüe desayuno servido en una bandeja, pero nadie contestó. No faltó dinero de la caja fuerte de la que madre e hijo tenían llaves. No faltaba un solo bolso, no había sido retirada una sola prenda limpia del enorme y atiborrado placard de la habitación del desaparecido. La cama de Raúl Cuyar estaba hecha por él mismo, tal era la rutina desde hacía ya varios años. A los dos meses de la evasión del muchacho, la búsqueda, como era de esperarse, comenzó a perder intensidad por parte de las instituciones e interés por parte de los medios de comunicación, que en un principio, echaron mano al suceso tratándolo como una secuela del caso central, protagonizado por el contador y el cura que esperaban el juicio en la cárcel. Muchas de las amistades de la familia retomaron relación con Clelia en el tiempo en que su único hijo abandonó el enorme, lujoso y despoblado caserón. Después de todo, no era ella la culpable de la debacle familiar. Pero fue la propia Clelia la que poco a poco fue reacantonándose, dando la orden al personal doméstico de eludir casi todo reclamo del mundo exterior. Los últimos embates que aquel año le asestó, fueron el resultado de las elecciones presidenciales y la asunción, el 10 de diciembre, como jefa de Estado, de esa mujer a quien, junto con el saliente mandatario, Clelia Zermatten y su eludido círculo simplemente detestaban.

En diciembre amanece tan temprano… El escribano Gómez Toledo extraña sus épocas de estrépito ahora que el tiempo pasó a formar parte del catálogo de las tantas cosas que sobran. Al evaluar una vez más los resultados de su existencia, mientras bordea con su moderna pick-up uno de los lindes de su extenso predio en Tres Cascadas ―sembrado de un trigo que será cosechado en unas semanas―, concluye nuevamente que la suerte ha desempeñado un rol decisivo en esta vida pronta a cumplir setenta y cinco años. Empero esta no es precisamente la deducción que esgrime junto a sus generacionales Ayala y Maciel, con quienes sigue encontrándose los sábados para jugar al golf. Es que a los profesionales más jóvenes con los que suelen relacionarse los veteranos en el club, no les sería de provecho, tal vez por mera precaución, abandonar el paradigma del sacrificio. Han resuelto por ende obviar ciertas conclusiones en presencia de los más inexpertos (sumando a esta lista a sus esposas e hijos), acaso no tanto por no hacer honor a una verdad revelada (por lo menos a nivel de esas tres vidas), sino más bien porque el reconocimiento de ciertas cuestiones, trae aparejada necesariamente la obligación de asumir ante los demás, los dogmatismos retóricos de un pasado que a cierta altura de la vida, sería incómodo tener que reconsiderar. Vuelve a recordar por tercera vez en la incipiente mañana a Tomás Laguna, a cuyo entierro concurrió la pasada semana un número no tan importante de personas entre las cuales él se encontraba. Tenía cuarenta y un años, un puesto menor en el Banco Nación de Tres Cascadas, una esposa, dos hijas, y murió fulminado por un cáncer que comenzó a hacer de las suyas por el páncreas. Ni él, ni Ayala el farmacéutico, ni el ingeniero Maciel, ausentes estos dos últimos en el sepelio, van a olvidar las furtivas e intensas reuniones a las que Tomás, cuando adolescente, fue el excluyente y secreto convidado. El sol empieza a apretar. Va a ser un día caliente, como los que lo precedieron. No ve la hora de tomar el vuelo que lo llevará como primer destino a Madrid. Restan unos días de preparativos antes de emprender con su esposa el viaje que decidieron hacer a raíz de la invitación del mayor de sus hijos a pasar las navidades en la Barcelona de la que quizás no retornen más que como fugaces visitantes. Gómez Toledo ve a un hombre vestido con camisa verde de trabajo, jeans gastados, muy delgado, bajando de la caja de una camioneta. Piensa que debe ser Pablo Aguilera. Se acerca a marcha lenta y le pregunta si lo es. El hombre lo observa, mira el cartel de bienvenida al pueblo de Tres Cascadas y asiente con la cabeza sin emitir un solo vocablo.  

A más de cuatro años de las tertulias dominicales en el departamento de Humberto Cuyar, el suceso había sido prácticamente olvidado por los medios, sobre todo a nivel de los de llegada nacional. En la primavera de ese año, la inesperada muerte de un importante hombre de Estado, expresidente de la Nación, junto con sus derivaciones sociales y políticas, ocupaba gran parte de las franjas de noticias televisivas, radiales, digitales y de los cada vez más soslayados periódicos en papel. Entretanto, Nazareno Sarduy, una de las cuatro beldades que habían inspirado la malograda juerga del religioso y el licenciado, venía bosquejando un plan desde hacía más de dos años para capitalizar los pormenores más mórbidos de aquel oprobio, sacándolos nuevamente a escena a fin de ponerlos al servicio de una de sus acostumbradas extravagancias. Había que idear una estrategia para poner nuevamente en relieve su figura, resguardada en aquel momento dada la edad de los involucrados en aquella pública hecatombe. Quiso la suerte que el joven de veinte años, a fines de diciembre de ese año, lograra ver cristalizadas las condiciones para activar una de sus hasta entonces premeditadas artimañas. Cleto Demarchi, cronista de espectáculos del más importante multimedio de la región, integrante del Consejo Directivo de una de las asociaciones de prensa con mayor número de afiliados del país, jurado en un programa de concursos de canto ―número uno indiscutido en el prime time televisivo desde hacía más de un lustro­―, cayó rendido ante la belleza de ese muchacho que deambulaba a su antojo por el lujoso hotel en que él se hospedaba. Nazareno había imaginado ese escenario como uno de los factibles para desarrollar una de las maniobras que tenía sopesadas, dado que desde hacía años, el hotel de la cadena cuyo mayor accionista era su padre, era el elegido por muchos de los famosos que se trasladaban en el verano a Cabo Sierras, capital teatral y polo farandulesco incuestionable durante las temporadas estivales. Esta vez no hizo falta ninguna prueba confidencial. Cleto Demarchi y Nazareno Sarduy fueron vistos y fotografiados juntos en teatros y restaurantes de Cabo Sierras. De más estaría citar quién proveyó el dato para que los programas de chimentos fijaran su foco en la particular relación, conectando el desempolvado pasado del más joven, con las sospechas que recaían sobre el más viejo, porque si bien el periodista era casado y tenía tres hijas (dos de las cuales tenían a la sazón edad sobrada para ser la madre de Narareno), en el ambiente eran hartamente conocidas sus verdaderas preferencias sexuales. De hecho era el mismo Demarchi, quien muchas veces en el medio, chistosamente, se ocupaba de reforzar esas conjeturas. Los tiempos habían cambiado, y el jugar con cierto grado de ambigüedad, se había transformado en una herramienta para descomprimir la situación de quienes habían tenido que esconder sus predilecciones durante toda su vida. Pero la coyuntura social en relación al tema, no ofrecía el oxígeno suficiente para que alguien que ya frisaba los setenta años, padre, esposo y abuelo, estuviese dispuesto a blanquear públicamente una relación con una persona de su mismo sexo, casi cincuenta años menor que él, deliberadamente indiscreta y víctima de un otrora famoso caso de abuso de menores. Colosalmente inversa fue la proporcionalidad de resultados del flirt entre Nazareno y el reputado periodista. Para el joven de veinte años, significó una veloz escalada mediática, que en dos años, lo llevó a formar parte de la revista con mayor convocatoria de Buenos Aires bajo el nombre de Rita Casciero, el cual sustituyó rápidamente a su predecesor. La Casciero, como pasó a llamarla la prensa de espectáculos, nació una noche en que en una anunciada entrevista con un joven exrelator de fútbol, devenido en una suerte de David Letterman argentino, el chico apareció sorpresivamente travestido al set televisivo del canal porteño, y abogó durante el extenso mano a mano ―valiéndose de su filosa e inteligente elocuencia― en pos de instalar su nueva condición y su nuevo alias: “sí, Rita por la Pavone, cuando era chico le birlaba los compacts a mamá y cantaba encima; Casciero por un viejo gay que vivía en nuestro edificio y todo el mundo detestaba, me crié en un ambiente tan timorato y reaccionario, …, con todo esto de alguna manera lo reivindico. Que en paz descanse… ¿Por el cross-dressing me preguntabas?, sí, la verdad es que siempre me gustó provocar, odio la pacatería”. Expuso los pormenores de la relación con Cleto Demarchi ante cientos de miles de televidentes, sin la más mínima misericordia para con el septuagenario cronista, quien a partir de ese momento, no logró reponerse de una profunda depresión, fundada no precisamente en el desenmascaramiento público de sus barruntados gustos sexuales, sino en la revelación de sus flaquezas como veterano amante, y en la evidente manipulación de que se había valido su victimario para catapultarse. Por supuesto los sucesos que dieron lugar a la causa que terminó con el encarcelamiento del padre Augusto y el licenciado Cuyar, fueron indagados y referidos, sobre todo al comienzo de la larga entrevista, pero la proximidad del asunto Sarduy-Demarchi, direccionó rápidamente la charla en ese sentido; había mucho que divulgar en relación con eso. Contrariamente, en cuanto a las orgías celebradas hacía años en Cabo Sierras, ya se había cortado demasiada tela en su tiempo, y lo único que lograba sonsacársele a la fondeante Rita Casciero en ese momento, eran meras y ya poco jugosas redundancias.

Hace más de seis meses que está instalado en este lugar. Una casa mediana, rodeada por una ancha galería ―ubicada a menos de cien metros de la transitoriamente clausurada residencia principal―, ambas de escasa antigüedad, pero que no obstante replican el estilo colonial de las construcciones más antiguas del asentamiento. Julio no vino esta semana. Lo está haciendo de forma cada vez menos frecuente. ¿Por qué? Le manifiesta, cuando se llega hasta acá, lo conforme que se encuentra el escribano Gómez Toledo con su trabajo. ¿Qué trabajo? No hizo más que observar desde el enorme ventanal (desde donde vio las mejores puestas de sol de su vida) cómo se cosechó el trigo en enero. “El escribano está muy contento con usted Pablo, va a estar un par de meses más en Europa. Ya sabe que puede disponer de la casa como quiera, siempre y cuando no se hagan reuniones, eso al escribano no le gusta. ¿Necesita más dinero? Cualquier cosa, este es mi celular, se lo anoto, no gaste, llámeme desde el fijo que hay acá.” Cada vez que vino, Julio repitió más o menos las mismas cosas, sin indicarle tarea alguna que hacer. Por lo visto, después de la cosecha del trigo, han decidido no sembrar la extensión de terreno situada al oeste de esta casa que habita en soledad. Al principio, se trasladaba a diario a “La Provisión” con objeto de retirar lo que necesitaba para su consumo personal. Todo lo que adquiría en ese lugar, ubicado a dos kilómetros de la vivienda que lo aloja (recorrido que hacía caminando), era apuntado en la cuenta del escribano, cuenta que seguramente debía saldar mensual o semanalmente Julio, se imagina. Andrea, la chica de veinte años que lo atendía, lo hacía con un esmero sobreactuado. Él se sentía intimidado por la tanta escrupulosidad de parte de esa empleada de ojos marrones achinados y pelo negro, siempre recogido, que lo miraba sin excepción con la expresión de una groupie de rock atendiendo a su ídolo entrando sorpresivamente a comprar algo. Fue una sola vez al centro de Tres Cascadas, a comprar ropa y algunos libros cuya lectura tenía pendiente desde sus tiempos de estudiante universitario. Lo hizo en un micro zonal que pasa por la entrada de “El Recoleto”; tal es el nombre del territorio de más de tres mil hectáreas dentro del cual se desenvuelve en absoluta libertad, saludado muy de vez en cuando por alguno de los habitantes de las tres casas a las que Julio se refiere agrupándolas en un conjunto al que llama “el puesto”. Ve rara vez a las mujeres atravesando el perímetro del pequeño caserío, y a los hombres, desperdigados, realizando tareas cuya naturaleza no llega a decodificar. Se ha cruzado una sola vez con dos niños de entre ocho y once años, calcula. Cuando advirtieron su presencia, el mayor reprendió al más chico y se alejaron mirando intermitentemente en su dirección. Los días se han acortado tanto. Se levanta a la una de la tarde y se acuesta casi siempre a las cinco de la yerta y oscura madrugada. Las tardes se han vuelto plomizas desde hace varios días. Puede ver desde su posición cómo las luces de las casas del lejano puesto son encendidas desde la temprana tarde. El viento del sur se ha afianzado, trayendo unas nubes pesadas que descargan de manera intermitente una llovizna gélida. A menudo las ráfagas vienen impregnadas del mismo bálsamo que desprendía el pastizal de las sierras en los días de invierno que pasó en la finca que compró su padre, lejos en el tiempo, cuando el mundo parecía abrirse sin reserva a los sentidos de ese hijo tan esperado, tras la precoz muerte de su precursor. El invierno va a ser largo y muy frío. Lo sabe. Sabe también que el Tiempo, de cuyo transcurrir es parte por ahora indisoluble, ha sellado, por ahora, los límites de su experiencia. El contorno se aleja progresivamente, las personas se disipan. Julio…, Julio incluso, ya casi no aparece. Hizo las gestiones en “La Provisión” para que semanalmente le llegue a Pablo Aguilera lo que pida por teléfono. Los lunes, la mercadería es depositada en el suelo de la galería de la casa, por la mañana, muy temprano, mientras él duerme. Incluso el andar ha pasado a formar parte de un algo que parece tan distante. Por el momento, no es preciso algodonar cada instante con la exhalación del tener que dar cuenta de sí; aquella furia de lobos se ha aplacado bajo este gris que pareciera quererse perpetuo y que ilumina de manera cada vez más deficiente la desapacible mañana.
Es el primer lunes de Julio, son las dos de la tarde, y el abasto de “La Provisión”, por algún inquietante motivo, no se encuentra en la galería. Nieva intermitentemente, y la planicie que se extiende hacia el oeste, aquella que lo recibió en verano cubierta del mítico trigo de Tres Cascadas, se va volviendo blanca.