lunes, 4 de abril de 2016

Trigo

En esta carretera no hay interlocutores de Dios.
Se han ido y me han dejado aquí solo
 y se han llevado consigo el mundo.

CORMAC MCCARTHY, en La Carretera

Indudablemente ese es el lugar al que debe dirigirse. Vaya si aprieta el sol, pero detrás no ha quedado nada; amén del repentino auxilio de un lejano verdugo, casa, patrimonio, reputación, vínculos, referencias, nada, absolutamente nada después de la tormenta que diezmó la anterior historia. Ahora comienza otra, y este sol, esta luz que incendia y le da en la cara, este sol abrasador, aun a estas siete de la tarde de este día de diciembre. Al viento se le ha dado por soplar durante varias jornadas desde el oeste, como trayendo la invitación de un destino que acaso inconscientemente, se ha ido prefijando, incluso en los momentos en que el rock ’n’ roll de la vida sonaba estruendoso y parecía no dejar lugar a otra cosa. No lleva consigo más que unas pocas pertenencias: una pequeña mochila con una muda de ropa, medio litro de agua, y el dinero que alcanzará para un mes de austera existencia, a lo sumo, si es bien administrado y la suerte no se descuelga con algún accidente que violente este sosiego que empieza a disfrutarse. Ha encanecido abruptamente, ha adelgazado más de dos decenas de kilos; lleva puestos anteojos de sol de marco plateado redondo con lentes de un azul intenso, un jean gastado, una camisa de trabajo verde recién comprada, arremangada, sandalias. Hace meses que su pelo, sus cejas y su barba crecen a su antojo, sin intervenciones. Tiene cincuenta y cuatro años. Encarna una epifanía de connotaciones místicas. Imposible reconocer a este caminante que ha purgado sus flaquezas y encara conmutado el fortuito devenir. La periferia de Cabo Sierras a esta hora ofrece una caliente desolación. Lo alegra escuchar el sonido de una radio apartada en la que empieza a sonar Nada interpretado por Julio Sosa. No sabe casi nada de tango, pero percibe con agrado esta frase instrumental del inicio de la versión, que dada su ubicación, es la parte de la canción que le está llegando más claramente mientras avanza hacia la avenida de circunvalación. Recibe la música como un saludo, más que un saludo, como un póstumo convite a hacer las paces, una caricia de la ciudad dispensando esta tierna nostalgia, dejándolo en libertad, aprobando su apuesta por el oeste, por el futuro. Podría haber evitado este itinerario, comenzar a andar desde el camino vecinal que une la amesetada serranía ―en una de cuyas casas se refugió estos últimos meses―, con la ruta que discurre hacia el destino al que ahora se piensa predestinado, pero había que pasar por la metrópoli a despedirse de las veredas anchas, del océano, de la avenida Independencia, de nada más. Recuerda por enésima vez en el día que hoy hace exactamente treinta años, treinta años de la celebración de su único matrimonio.   

“Una persona distinguida, el mínimo esperable viniendo de donde venís, …, sin cosas raras de las que avergonzarse”, era la más reiterada indicación de la señora de Cuyar a Raúl, el único hijo que había gestado (no sin inconvenientes) el matrimonio. El enlace había quedado establecido a dos años de restituido el régimen democrático en el país, y Raúl nació treinta y un meses después. La casa imponente que habían adquirido cuando el niño tenía seis años, en el reputado barrio Parque Loreto, representaba para la esposa del contador el cumplimiento de un sueño concebido desde su más temprana juventud. La consumación de tan amasado deseo, fue posible gracias a la señera cartera de clientes de Humberto Cuyar, que ya a principios de la década con que se despidió el siglo, hubiese posibilitado el tan anhelado salto inmobiliario que la señora deseaba efectuar. No obstante, el hombre de la casa, siempre difirió con ella en lo concerniente a dar esos pasos fundamentales que Clelia Zermatten (ese era su nombre de soltera y al que se aferró con garras y dientes luego de un acontecimiento que cobró relevancia nacional) juzgaba impostergables. Era también un punto de frecuente disputa conyugal, la presunta vocación docente del marido, que según la opinión de Clelia, restaba dedicación a la actividad a la cual se debía el progreso al que ella adjudicaba tanta importancia. “Me fascina la docencia, siento que contribuyo con algo grande, con el futuro, ni más ni menos que con el futuro de esta bendita nación, que tarde o temprano, empezará a encaminarse y a abrirse a la normalidad” declaró más de una vez en distintos ámbitos el contador. Había sin embargo, para quienes consideraban con reparos su ferviente afición pedagógica, la sospecha de que existía una recóndita motivación para que el prestigioso licenciado Cuyar, quien asesoraba fiscalmente a los más importantes empresarios de la ciudad, siguiese dando clases en el nivel secundario del más exclusivo colegio religioso de Cabo Sierras.     

Sorprendentemente, fue Rita Casciero quien lo visitó en la cárcel desde su séptimo año de reclusión hasta su salida en mayo del pasado otoño. Fue también la Casciero quien aportó el dinero de los ocho meses de alquiler y lo necesario para la austera manutención durante el tiempo en que se fue forjando el peregrino que ahora, camina hacia su destino. Podría haberlo hecho toda la vida si Tres Cascadas no hubiera sido la inevitable predestinación de Cuyar. Cuando salió del penal, fue Gabriel, discreta pareja y asistente personal de la bisoña drag queen, quien lo llevó en su auto a la casa previamente alquilada en Sierra de los Santos. Había que obrar con suma modestia; la artista y su consorte no estaban al tanto de la íntima maduración de su asistido, y juzgaron que el lugar, alejado del centro de la ciudad, era el indicado para pasar un período de varios años de introspección. El otoño ayudó, aportando muy pocos turistas a los alrededores del secreto refugio, y la transformación fue aconteciendo en el marco de una soledad casi absoluta. Además de una tarjeta de débito a nombre de un tercero, hubo que hacer llegar una importante cantidad de dinero en efectivo, y se recurrió a un cuarto personaje al tanto de la iniciativa, para evitar incluso el más remoto peligro de ser descubiertos. Reflexiona, mientras anochece y el camino ofrece una postal ascética, exhibe los restos del diurno incendio que va cediendo espacio a la opacidad de la tibia noche; considera el rol de Rita en su vida como el de un actor capital, inconsciente, artífice de un designio que a la preciada libertad antepuso el descenso a la afrenta y la pérdida. Siente que no podría acometer la etapa que avizora, enredado en los meandros de su antigua vida. ¿Quién ha elucubrado este ser atravesado por algo que sobrepasa su ínfima voluntad? ¿Quién es el que emprende este andar rotundo? ¿Quién le ha enseñado a sucederse a sí mismo, a ir tras el encantamiento al cual bastó un exiguo instante para determinar una vida toda? ¿Qué confidencia retiene la mágica coreografía del trigo? ¿Por qué este incontestable rumbo, el camino a las sierras, el oeste, el oeste?            

Uno de los primeros taxiboys con los que estuvo, fue Tomás. Era la época de la adquisición del caserón de Parque Loreto. En ese entonces él tenía treinta y tres años y el muchacho veinte. Nunca pudo quitarse la extraña costumbre al pagar por un servicio sexual a alguien, sobre todo si era hombre, de hablar, hablar en los interludios del repertorio de singularidades que traía premeditadas y que esgrimía al partenaire con el fin de dejar en claro por qué y cuánto debería cobrarse. Tomás le contó, la primera vez que estuvieron juntos en ese primer piso por escalera de la calle Castelli ―regenteado por un travesti estrafalario que se hacía llamar Cristal―, que fuera de temporada, trabajaba de instructor en un gimnasio de Tres Cascadas, y que desde mediados de diciembre a fines de febrero, ya era el tercer año que optaba por la actividad de venir a la concurrida Costa Atlántica a vender su compañía y “casi toda” su humanidad, puesto que había una parte de su cuerpo que se aclaraba de antemano al cliente que le estaba vedada, principalmente a cierto tipo de incursión. Al señor Cuyar lo fascinó sobre todo, una anécdota referida por Tomás en una de sus conversaciones. El incidente había ocurrido en medio de una pletórica plantación de trigo, a unos diez kilómetros del centro de Tres Cascadas, en una cálida tarde de diciembre. Se trataba de un episodio a partir del cual el joven decía haber descubierto el don de despertar ciertas avideces. El en aquel tiempo adolescente de quince años, había sido descubierto masturbándose, recostado en el tronco de un solitario sauce en el que erróneamente, se creía guarecido. Luego de ordenarle a Tomás subirse la malla, el ingeniero Maciel, dueño de la tierra donde había sido pescado su reprendido tramitando el desahogo de un irreprimible arrebato hormonal, lo obligó ―mientras cargaba la bicicleta en la caja de su camioneta― a subir a la parte delantera, y lo llevó hasta su casa, emplazada en una poco poblada manzana de un barrio de clase trabajadora de las afueras del pueblo. Durante el viaje, fueron vanos todos los intentos del ingeniero por disimular su exaltación. Había pasado de una verborrea en cuyo auxilio invocó hasta al “pobre y ocupado” Jesucristo, a un silencio convulso, extremadamente incómodo. Cuando llegaron, el captor hizo esperar a su rehén, tocó timbre, y al salir la abuela de Tomás, celebró un breve y simpático coloquio con ella, invitando posteriormente al retenido a bajar, mientras lo esperaba del otro lado de la zanja con la bicicleta en la mano. Las manos del cincuentón Maciel temblaban cuando ofreció su amigable derecha a su restituido prisionero, intentando trocar el papel de una crispación sobreactuada, por el de un sorpresivo compinche, quien para los ojos del liberado no representaba otra cosa que un patético grotesco intentando ocultar sus debilidades palmarias. A partir de ese affaire ―sobre el cual el chico, en ese momento, no supo con qué excusa había sido llevado a su casa, ya que la abuela lo recibió con un intrascendente “¿tomamos unos mates Tomi?”―, no sólo Maciel, sino también Ayala el farmacéutico y Gómez Toledo, escribano él, ambos compañeros de la camarilla de golf en la que se enrolaba el ingeniero, comenzaron a solicitar la conversación de Tomás Laguna cada vez que se lo cruzaban en el pueblo.

Camina por la banquina de la ruta. Un camión se detuvo hace unos instantes al lado de él, y el conductor, en un portuñol festivo y estruendoso, le preguntó hacia dónde se dirigía. Él contestó que había salido a caminar sin más, sin mirar a los ojos a su interpelador. El chofer le dijo que tenía como destino final una ciudad de la Patagonia, que si lo deseaba podía subir y hacer unos kilómetros con él. El viandante ofreció un saludo disuasorio, valiéndose de una sonrisa mustia, no desviando nunca su vista enfocada hacia adelante y el vehículo se alejó lentamente. El viento le da ahora de lleno en la cara. A pesar de encontrarse en medio del campo, de ser ya pasadas las diez de la noche, los pulsos de aire se sienten todavía tibios. El olor del pastizal lo reconforta. Recuerda la primera vez que junto a su padre pasó por la entrada a Tres Cascadas. Se dirigían a un pueblo del oeste de la provincia, situado en un valle rodeado por esas sierras que para él siempre representaron el anticipo de la Patagonia. Su padre tramitaba en esa época con un vendedor las últimas gestiones de la compra de una finca que él heredó, y que como todas sus posesiones, tal fue su sorpresiva iniciativa, pasaron al dominio de la señora Zermatten mediante las reservadísimas diligencias de la escribanía cuyos honorarios también saldó Rita Casciero en estos últimos meses. Era diciembre también cuando el iniciático viaje junto a su padre a las sierras. En aquel entonces él tenía once años. Recuerda que en la radio del Ford Falcon modelo 70 sonaba Canción de verano y remo, interpretada por Jorge Cafrune. En ese momento, en los alrededores de Tres Cascadas, el trigo refulgía bajo el sol del mediodía. Un viento fresco del sur entraba desde el océano y hacía que las enormes planicies amarillas parecieran un mar que se perdía en el horizonte azul del día cristalino. Durante ese pequeño lapso de Tiempo, ese trayecto del camino parecía predestinado a los silenciosos viajeros, absorbidos por una canción que si bien hablaba de un paisaje distinto, fluvial, litoral, poseía una declaración, por el momento indescifrable, pero que no obstante lograba que los oyentes fundieran por completo su carácter, intuitiva, involuntariamente, con el cuadro pampeano por el que se desplazaban. Tres Cascadas pasó a ser desde ese punto, la puerta a un atavismo que comenzaba a agigantarse cuando ese límite geográfico era evocado. Aunque a veces duraba apenas segundos la percepción que fue perdiendo intensidad conforme el tiempo fue borrando aquel primer fulgor de la niñez, en ese lugar, capturado por la imprecisa fotografía de su memoria, era posible cuando menos, avizorar la puerta de una quimera que siempre esperaría su regreso definitivo a un sitio de genuina pertenencia. 

No fue precisamente un hecho afortunado para el profesor Cuyar y el padre Augusto, que los cuatro alumnos más díscolos de las tardes de recreación de los sábados en el Instituto, fueran un auténtico plantel de bellezas cursando su anteúltimo año de formación secundaria. A poco de comenzadas las clases, cuando el sacerdote y el licenciado comenzaron a activar el ardid para convocarlos a las reuniones dominicales en uno de los departamentos desocupados de Cuyar, con la excusa de encarrilarlos, de afianzar los lazos entre el Señor y esas cuatro almas en riesgo de extraviarse, el encandilamiento de los maquinadores y el espíritu participativo de las cuatro gemas, constituyeron la sinergia perfecta que en pocas semanas, arrastró a los organizadores del secreto paraíso, al público desastre. Una de las mentiras de las que se valieron para convencer a los colegiales, fue que existía la firme posibilidad de hacer un viaje de intercambio a Europa, y que el colegio los tenía preseleccionados de incógnito a ellos y a otros pocos chicos de otros cursos. Había que mantener reserva en relación con el asunto; “incluso con sus padres, cero dato por ahora chicos” declaró Augusto en tren de darle credibilidad al señuelo. La fecha del viaje coincidiría con el Mundial de Fútbol de Alemania, y se les dijo que existían firmes posibilidades de llevarlos también allá a ver al menos los primeros tres partidos que jugaría la selección.
Y se lograron celebrar cuatro bacanales, en las cuales, si se habló del Señor, se lo hizo aludiendo al atributo físico de uno de los convocados. El cuarto domingo de tertulia, a Nazareno, claro cabecilla del cuarteto de beldades, se le ocurrió hacer a escondidas, in situ ―escindiéndose del aglutinamiento de participantes concentrado en uno de los dormitorios―, una copia de una de las filmaciones en las que habían quedado documentadas las primeras tres sesiones (con el objetivo de suscitar el entusiasmo en las correlativas) y exponer el video días después a uno de sus compañeros de curso, que por supuesto no participaba del asunto, lo que desencadenó el derrumbe de Cuyar y el prelado. Los intentos de la rectoría por llegar a un “arreglo beneficioso” entre los padres del cuarteto y la institución, fueron inútiles. Pronto la escandalosa herejía tomó estado público. Los medios nacionales no tardaron en levantar la noticia, reproduciendo incluso las escenas menos picantes de una copia del video de las tantas que circularon en un principio en Cabo Sierras, en una de las cuales, el sacerdote, cinco años mayor que su cómplice, desmelenado, con un pomo de lubricante en la mano, decía a cámara la frase “caramelín caramelito, la tía quiere su chonguito”, mientras se escuchaban las carcajadas de los circunstantes ubicados fuera de campo. Hubo hasta un grupo de música tropical que compuso una canción utilizando como estribillo el enunciado del enajenado clérigo. De parte de la Justicia, dadas las contingencias, no quedó más remedio que actuar sin ambages. Los intentos del arzobispado por llegar a un arreglo con la fiscalía, por “resguardar, dentro de lo posible, el nombre de esta centenaria institución educativa en la que fueron forjadas algunas de las más altas personalidades de las que Cabo Sierras debe enorgullecerse” (la lista incluía al fiscal que obraba en la causa), fueron estériles; el periodismo había plantado bandera. El juicio público, dada la mediatización a escala nacional de los hechos, ya había colocado a su hueste de opinadores a minar el terreno en que el anticipado y público veredicto, no dejaba chance alguna de un futuro en libertad para los promotores de las secretas reuniones de los domingos.  

Solo doscientos cincuenta kilómetros separan a Cabo Sierras de Tres Cascadas. Lleva andados más de veinticinco desde el momento en que la avenida de circunvalación se transformó en la vía que ahora transita. El viento sopla ahora desde el norte, tibio. Un nuevo camión se detiene al verlo caminar junto a la ruta que discurre hacia el oeste. El conductor del enorme vehículo, como el anterior, saluda y refiere una ciudad patagónica como destino final de su viaje (en perfecto y lunfardesco castellano). Esta vez acepta el ofrecimiento de ahorrarse el esfuerzo de caminar en la oscura y cálida noche. Sube rápida y atléticamente a la cabina.
―Si quiere tomar mate, ahí tiene el equipo y el termo con agua caliente.
―Si usted quiere preparo, pero para mí solo no.
―Haga mi amigo, haga que tomamos los dos. Mi nombre es Mario.
―Mucho gusto, yo soy… Pablo ―decide que este será su nombre de acá en más.
―¿Y qué se le dio amigazo por mandarse a gambas hasta Tres Cascadas, y encima de noche?
―Berretines de viejo, usted me entenderá. Llega un momento en que si no nos damos ciertos gustos…
―Por lo visto tan viejo no está. Por lo menos caminar puede. Yo con este trabajo me paso el día arriba de este mamotreto. La última vez que me pesé había pasado los ciento veinticinco. Para colmo uno en la ruta come para el culo. Tengo treinta y nueve pirulos y ya estoy con un cuadro de diabetes, hipertensión y toda esa milonga, ¿qué me dice? Jajaj…
―¿Le gusta manejar?
―…
―El trabajo de camionero digo, ¿le agrada?
―Hice toda la vida esto maestro. Tenía catorce años y ya mi viejo y mi abuelo me llevaban con el camión a la ruta y me largaban a hacer unos kilómetros. Además, tengo cuatro pibes que mantener, una esposa y una ex a la que pasarle la manutención de mis dos primeros hijos. Tarjeta refinanciada. No tengo chance a esta altura. “Con la lírica al mopio” maestro, como decía un tío mío; a mí que no me engrupan con la monserga del contamusa. Tanto ladrón viviendo del verso en este ispa… En esta vida, al que no labura y se gana su vento como Dios manda, como debe ser, la vida se lo coje de dorapa.
―…
―¿Usted a qué se dedica?
―…
­―Su trabajo digo. ¿A qué se dedica?
―A simular.
―¿Cómo? Ah, es actor.
―… ―se sonríe mientras mira por la ventanilla el pastizal ondeándose a causa del viento nocturno.
―Me la pone difícil. Ah, no me diga más, trabaja para el gobierno. Inteligencia, por lo de los piratas del asfalto. A ese Carmona no lo pueden agarrar. Es la peste. Y esta ruta es la peor de la provincia. Cuente, cuente que me interesa el tema. Si yo hubiese podido entrar a la policía…
―… ―vuelve a sonreír, forzado, mirando ahora el camino.
―Yo cuando lo vi me di cuenta que era una persona importante, es más, ahora que lo veo me recuerda a alguien, pero no sé a quién. Pero si no quiere hablar de eso hablamos de otra cosa. Muy buen cebador Pablo, muy buenos sus mates. Ese dato suyo ya no me lo va a poder escamotear, jeje… 
―… ―mira a su interlocutor como si estuviese ante un ser de un orbe desconocido. Piensa en el trigo. Se esfuerza por hacerlo. Piensa en el sol refulgiendo sobre ese piélago amarillo, interminable, hincándose magnánimo en el horizonte azul. Piensa en las sierras del oeste. Piensa en un viento más amigable que el que sopla en este momento. Se esfuerza por hacerlo. Siente una repentina asfixia que trasciende los límites de su cuerpo, algo que tiene que ver con este hombre: Mario, contundente, multiplicado, multitud, ejército invencible; algo hunde a Cuyar en el asiento, es como un gigante aplastándolo finalmente después de haberlo perseguido durante toda su vida y haberlo alcanzado. Nada nuevo. Otra vez la imagen del pozo plagado de serpientes mordiéndose su propia cola. “Grelún, grelún”, lo ve y lo oye a Mario repitiéndolo, “grelún”; no sabe si la escena es real o si el camionero y su diatriba se han incorporado a este cuadro que con mínimas variaciones lo alcanza desde los primeros años en que estuvo recluido. Quiero bajarme. ¡Pare! ¡Quiero bajaaar!  

La casa de Parque Loreto se transformó en una solitaria y silenciosa abadía del desconsuelo. El cumpleaños número diecinueve de Raúl, transcurrió sin el más mínimo atisbo de celebración. Clelia Zermatten y su hijo no recordaron que Teresa, una de las dos mucamas, había dejado en la heladera una torta preparada por ella misma como regalo de cumpleaños a quien adoraba y había visto crecer a lo largo de los últimos doce años. Cenaron frugalmente, cada uno por su lado, en sus respectivas habitaciones. Fue esa triste noche la última en que la deshonrada esposa de Humberto Cuyar vio a su hijo. El confinado padre no había logrado hacerlo desde hacía meses. A la mañana siguiente, Teresa golpeó varias veces la puerta del dormitorio de Raúl con el pingüe desayuno servido en una bandeja, pero nadie contestó. No faltó dinero de la caja fuerte de la que madre e hijo tenían llaves. No faltaba un solo bolso, no había sido retirada una sola prenda limpia del enorme y atiborrado placard de la habitación del desaparecido. La cama de Raúl Cuyar estaba hecha por él mismo, tal era la rutina desde hacía ya varios años. A los dos meses de la evasión del muchacho, la búsqueda, como era de esperarse, comenzó a perder intensidad por parte de las instituciones e interés por parte de los medios de comunicación, que en un principio, echaron mano al suceso tratándolo como una secuela del caso central, protagonizado por el contador y el cura que esperaban el juicio en la cárcel. Muchas de las amistades de la familia retomaron relación con Clelia en el tiempo en que su único hijo abandonó el enorme, lujoso y despoblado caserón. Después de todo, no era ella la culpable de la debacle familiar. Pero fue la propia Clelia la que poco a poco fue reacantonándose, dando la orden al personal doméstico de eludir casi todo reclamo del mundo exterior. Los últimos embates que aquel año le asestó, fueron el resultado de las elecciones presidenciales y la asunción, el 10 de diciembre, como jefa de Estado, de esa mujer a quien, junto con el saliente mandatario, Clelia Zermatten y su eludido círculo simplemente detestaban.

En diciembre amanece tan temprano… El escribano Gómez Toledo extraña sus épocas de estrépito ahora que el tiempo pasó a formar parte del catálogo de las tantas cosas que sobran. Al evaluar una vez más los resultados de su existencia, mientras bordea con su moderna pick-up uno de los lindes de su extenso predio en Tres Cascadas ―sembrado de un trigo que será cosechado en unas semanas―, concluye nuevamente que la suerte ha desempeñado un rol decisivo en esta vida pronta a cumplir setenta y cinco años. Empero esta no es precisamente la deducción que esgrime junto a sus generacionales Ayala y Maciel, con quienes sigue encontrándose los sábados para jugar al golf. Es que a los profesionales más jóvenes con los que suelen relacionarse los veteranos en el club, no les sería de provecho, tal vez por mera precaución, abandonar el paradigma del sacrificio. Han resuelto por ende obviar ciertas conclusiones en presencia de los más inexpertos (sumando a esta lista a sus esposas e hijos), acaso no tanto por no hacer honor a una verdad revelada (por lo menos a nivel de esas tres vidas), sino más bien porque el reconocimiento de ciertas cuestiones, trae aparejada necesariamente la obligación de asumir ante los demás, los dogmatismos retóricos de un pasado que a cierta altura de la vida, sería incómodo tener que reconsiderar. Vuelve a recordar por tercera vez en la incipiente mañana a Tomás Laguna, a cuyo entierro concurrió la pasada semana un número no tan importante de personas entre las cuales él se encontraba. Tenía cuarenta y un años, un puesto menor en el Banco Nación de Tres Cascadas, una esposa, dos hijas, y murió fulminado por un cáncer que comenzó a hacer de las suyas por el páncreas. Ni él, ni Ayala el farmacéutico, ni el ingeniero Maciel, ausentes estos dos últimos en el sepelio, van a olvidar las furtivas e intensas reuniones a las que Tomás, cuando adolescente, fue el excluyente y secreto convidado. El sol empieza a apretar. Va a ser un día caliente, como los que lo precedieron. No ve la hora de tomar el vuelo que lo llevará como primer destino a Madrid. Restan unos días de preparativos antes de emprender con su esposa el viaje que decidieron hacer a raíz de la invitación del mayor de sus hijos a pasar las navidades en la Barcelona de la que quizás no retornen más que como fugaces visitantes. Gómez Toledo ve a un hombre vestido con camisa verde de trabajo, jeans gastados, muy delgado, bajando de la caja de una camioneta. Piensa que debe ser Pablo Aguilera. Se acerca a marcha lenta y le pregunta si lo es. El hombre lo observa, mira el cartel de bienvenida al pueblo de Tres Cascadas y asiente con la cabeza sin emitir un solo vocablo.  

A más de cuatro años de las tertulias dominicales en el departamento de Humberto Cuyar, el suceso había sido prácticamente olvidado por los medios, sobre todo a nivel de los de llegada nacional. En la primavera de ese año, la inesperada muerte de un importante hombre de Estado, expresidente de la Nación, junto con sus derivaciones sociales y políticas, ocupaba gran parte de las franjas de noticias televisivas, radiales, digitales y de los cada vez más soslayados periódicos en papel. Entretanto, Nazareno Sarduy, una de las cuatro beldades que habían inspirado la malograda juerga del religioso y el licenciado, venía bosquejando un plan desde hacía más de dos años para capitalizar los pormenores más mórbidos de aquel oprobio, sacándolos nuevamente a escena a fin de ponerlos al servicio de una de sus acostumbradas extravagancias. Había que idear una estrategia para poner nuevamente en relieve su figura, resguardada en aquel momento dada la edad de los involucrados en aquella pública hecatombe. Quiso la suerte que el joven de veinte años, a fines de diciembre de ese año, lograra ver cristalizadas las condiciones para activar una de sus hasta entonces premeditadas artimañas. Cleto Demarchi, cronista de espectáculos del más importante multimedio de la región, integrante del Consejo Directivo de una de las asociaciones de prensa con mayor número de afiliados del país, jurado en un programa de concursos de canto ―número uno indiscutido en el prime time televisivo desde hacía más de un lustro­―, cayó rendido ante la belleza de ese muchacho que deambulaba a su antojo por el lujoso hotel en que él se hospedaba. Nazareno había imaginado ese escenario como uno de los factibles para desarrollar una de las maniobras que tenía sopesadas, dado que desde hacía años, el hotel de la cadena cuyo mayor accionista era su padre, era el elegido por muchos de los famosos que se trasladaban en el verano a Cabo Sierras, capital teatral y polo farandulesco incuestionable durante las temporadas estivales. Esta vez no hizo falta ninguna prueba confidencial. Cleto Demarchi y Nazareno Sarduy fueron vistos y fotografiados juntos en teatros y restaurantes de Cabo Sierras. De más estaría citar quién proveyó el dato para que los programas de chimentos fijaran su foco en la particular relación, conectando el desempolvado pasado del más joven, con las sospechas que recaían sobre el más viejo, porque si bien el periodista era casado y tenía tres hijas (dos de las cuales tenían a la sazón edad sobrada para ser la madre de Narareno), en el ambiente eran hartamente conocidas sus verdaderas preferencias sexuales. De hecho era el mismo Demarchi, quien muchas veces en el medio, chistosamente, se ocupaba de reforzar esas conjeturas. Los tiempos habían cambiado, y el jugar con cierto grado de ambigüedad, se había transformado en una herramienta para descomprimir la situación de quienes habían tenido que esconder sus predilecciones durante toda su vida. Pero la coyuntura social en relación al tema, no ofrecía el oxígeno suficiente para que alguien que ya frisaba los setenta años, padre, esposo y abuelo, estuviese dispuesto a blanquear públicamente una relación con una persona de su mismo sexo, casi cincuenta años menor que él, deliberadamente indiscreta y víctima de un otrora famoso caso de abuso de menores. Colosalmente inversa fue la proporcionalidad de resultados del flirt entre Nazareno y el reputado periodista. Para el joven de veinte años, significó una veloz escalada mediática, que en dos años, lo llevó a formar parte de la revista con mayor convocatoria de Buenos Aires bajo el nombre de Rita Casciero, el cual sustituyó rápidamente a su predecesor. La Casciero, como pasó a llamarla la prensa de espectáculos, nació una noche en que en una anunciada entrevista con un joven exrelator de fútbol, devenido en una suerte de David Letterman argentino, el chico apareció sorpresivamente travestido al set televisivo del canal porteño, y abogó durante el extenso mano a mano ―valiéndose de su filosa e inteligente elocuencia― en pos de instalar su nueva condición y su nuevo alias: “sí, Rita por la Pavone, cuando era chico le birlaba los compacts a mamá y cantaba encima; Casciero por un viejo gay que vivía en nuestro edificio y todo el mundo detestaba, me crié en un ambiente tan timorato y reaccionario, …, con todo esto de alguna manera lo reivindico. Que en paz descanse… ¿Por el cross-dressing me preguntabas?, sí, la verdad es que siempre me gustó provocar, odio la pacatería”. Expuso los pormenores de la relación con Cleto Demarchi ante cientos de miles de televidentes, sin la más mínima misericordia para con el septuagenario cronista, quien a partir de ese momento, no logró reponerse de una profunda depresión, fundada no precisamente en el desenmascaramiento público de sus barruntados gustos sexuales, sino en la revelación de sus flaquezas como veterano amante, y en la evidente manipulación de que se había valido su victimario para catapultarse. Por supuesto los sucesos que dieron lugar a la causa que terminó con el encarcelamiento del padre Augusto y el licenciado Cuyar, fueron indagados y referidos, sobre todo al comienzo de la larga entrevista, pero la proximidad del asunto Sarduy-Demarchi, direccionó rápidamente la charla en ese sentido; había mucho que divulgar en relación con eso. Contrariamente, en cuanto a las orgías celebradas hacía años en Cabo Sierras, ya se había cortado demasiada tela en su tiempo, y lo único que lograba sonsacársele a la fondeante Rita Casciero en ese momento, eran meras y ya poco jugosas redundancias.

Hace más de seis meses que está instalado en este lugar. Una casa mediana, rodeada por una ancha galería ―ubicada a menos de cien metros de la transitoriamente clausurada residencia principal―, ambas de escasa antigüedad, pero que no obstante replican el estilo colonial de las construcciones más antiguas del asentamiento. Julio no vino esta semana. Lo está haciendo de forma cada vez menos frecuente. ¿Por qué? Le manifiesta, cuando se llega hasta acá, lo conforme que se encuentra el escribano Gómez Toledo con su trabajo. ¿Qué trabajo? No hizo más que observar desde el enorme ventanal (desde donde vio las mejores puestas de sol de su vida) cómo se cosechó el trigo en enero. “El escribano está muy contento con usted Pablo, va a estar un par de meses más en Europa. Ya sabe que puede disponer de la casa como quiera, siempre y cuando no se hagan reuniones, eso al escribano no le gusta. ¿Necesita más dinero? Cualquier cosa, este es mi celular, se lo anoto, no gaste, llámeme desde el fijo que hay acá.” Cada vez que vino, Julio repitió más o menos las mismas cosas, sin indicarle tarea alguna que hacer. Por lo visto, después de la cosecha del trigo, han decidido no sembrar la extensión de terreno situada al oeste de esta casa que habita en soledad. Al principio, se trasladaba a diario a “La Provisión” con objeto de retirar lo que necesitaba para su consumo personal. Todo lo que adquiría en ese lugar, ubicado a dos kilómetros de la vivienda que lo aloja (recorrido que hacía caminando), era apuntado en la cuenta del escribano, cuenta que seguramente debía saldar mensual o semanalmente Julio, se imagina. Andrea, la chica de veinte años que lo atendía, lo hacía con un esmero sobreactuado. Él se sentía intimidado por la tanta escrupulosidad de parte de esa empleada de ojos marrones achinados y pelo negro, siempre recogido, que lo miraba sin excepción con la expresión de una groupie de rock atendiendo a su ídolo entrando sorpresivamente a comprar algo. Fue una sola vez al centro de Tres Cascadas, a comprar ropa y algunos libros cuya lectura tenía pendiente desde sus tiempos de estudiante universitario. Lo hizo en un micro zonal que pasa por la entrada de “El Recoleto”; tal es el nombre del territorio de más de tres mil hectáreas dentro del cual se desenvuelve en absoluta libertad, saludado muy de vez en cuando por alguno de los habitantes de las tres casas a las que Julio se refiere agrupándolas en un conjunto al que llama “el puesto”. Ve rara vez a las mujeres atravesando el perímetro del pequeño caserío, y a los hombres, desperdigados, realizando tareas cuya naturaleza no llega a decodificar. Se ha cruzado una sola vez con dos niños de entre ocho y once años, calcula. Cuando advirtieron su presencia, el mayor reprendió al más chico y se alejaron mirando intermitentemente en su dirección. Los días se han acortado tanto. Se levanta a la una de la tarde y se acuesta casi siempre a las cinco de la yerta y oscura madrugada. Las tardes se han vuelto plomizas desde hace varios días. Puede ver desde su posición cómo las luces de las casas del lejano puesto son encendidas desde la temprana tarde. El viento del sur se ha afianzado, trayendo unas nubes pesadas que descargan de manera intermitente una llovizna gélida. A menudo las ráfagas vienen impregnadas del mismo bálsamo que desprendía el pastizal de las sierras en los días de invierno que pasó en la finca que compró su padre, lejos en el tiempo, cuando el mundo parecía abrirse sin reserva a los sentidos de ese hijo tan esperado, tras la precoz muerte de su precursor. El invierno va a ser largo y muy frío. Lo sabe. Sabe también que el Tiempo, de cuyo transcurrir es parte por ahora indisoluble, ha sellado, por ahora, los límites de su experiencia. El contorno se aleja progresivamente, las personas se disipan. Julio…, Julio incluso, ya casi no aparece. Hizo las gestiones en “La Provisión” para que semanalmente le llegue a Pablo Aguilera lo que pida por teléfono. Los lunes, la mercadería es depositada en el suelo de la galería de la casa, por la mañana, muy temprano, mientras él duerme. Incluso el andar ha pasado a formar parte de un algo que parece tan distante. Por el momento, no es preciso algodonar cada instante con la exhalación del tener que dar cuenta de sí; aquella furia de lobos se ha aplacado bajo este gris que pareciera quererse perpetuo y que ilumina de manera cada vez más deficiente la desapacible mañana.
Es el primer lunes de Julio, son las dos de la tarde, y el abasto de “La Provisión”, por algún inquietante motivo, no se encuentra en la galería. Nieva intermitentemente, y la planicie que se extiende hacia el oeste, aquella que lo recibió en verano cubierta del mítico trigo de Tres Cascadas, se va volviendo blanca. 

domingo, 6 de marzo de 2016

Mustang: Belleza salvaje, de Deniz Gamze Ergüven




El primer largometraje de la cineasta turca Deniz Gamze Ergüven, nominado al Oscar 2016 en la categoría "Mejor película de habla no inglesa", narra el proceso de ruptura con un opresivo paternalismo, ambientado en un pueblo del interior profundo de la Turquía actual.   

En Estados Unidos, se les llama Mustang a los caballos cimarrones que por alguna razón han recobrado la libertad adaptándose a vivir de forma salvaje. Por su parte, cómo olvidar Crin blanc: Le cheval sauvage, aquel mediometraje de 1953 realizado por Albert Lamorisse. O viniéndonos por estos lares, difícil sería no recordar aquel personaje libertario interpretado por Héctor Alterio en Caballos Salvajes (1995), película de Marcelo Piñeyro. La imagen del caballo emancipado tiene un valor simbólico que debe acaso al cine su peso representativo. Mustang: Belleza salvaje, es el primer largometraje de Deniz Gamze Ergüven (1978-Ankara, Turquía), quien si bien recibió su formación cinematográfica en Francia, escogió su país de origen como marco para este viaje a la redención que va desde la opresión impuesta por un contexto hostil, a la posibilidad de escoger (conviniendo que la palabra libertad conlleva significancias tan grandes e inabarcables). Cinco hermanas huérfanas (Sonay, Selma, Ece, Nur y Lale) que transitan desde la preadolescencia de las menores hasta la incipiente juventud de la mayor, viven prácticamente encarceladas por su salvaje tío y su abuela falta de carácter, en una casa del interior de Turquía, a más de mil kilómetros de Estambul. El motivo es simple y concreto: preservar la virginidad de las jóvenes en vistas de un buen arreglo matrimonial futuro. El proceso de encierro se va dando en un in crescendo que refleja la terquedad de ciertas culturas en mantener sus tradiciones paternalistas, costumbres que sin embargo, aun en aquellos países en donde pretenden ser sostenidas, parecen encontrarse en estado de controversia. Como respuesta a este proceso, Lale, la más pequeña, tal vez personificando esa idea de la esperanza de transformación cifrada en las nuevas generaciones, es quien toma con más vehemencia la posta del camino hacia la posibilidad de vivir, sin ser vivida por las corrientes circunstancias. El film no se reserva hacer (cámara rabiosamente intrusiva mediante) un realista retrato humano, étnico, atravesado por un paisaje que contrasta y oxigena el subyugamiento reinante en la esfera antropológica del relato, donde por momentos es quizás un tanto obvia y empalagosa la toma de partido de parte de un narrador visiblemente consustanciado con las contingencias que está reflejando (la directora se reparte el guión con Alice Winocour). Esta vena incisiva es acompañada magistralmente por la música del australiano Warren Ellis, que en algunas secuencias cobra un protagonismo que habla por sí mismo, haciendo que las imágenes pasen a un segundo plano, acompañando a esas armonías homogéneas con interesantes atajos melódicos que cuentan ciertos tramos de la película casi por sí solos. El artificio de mostrar a las cinco heroínas como una unidad (Ergüven declaró tener la intención de mostrarlas como una Hidra de Lerna) es efectivo hasta cierto punto, ya que es obvio que hay una primacía de determinación y que está encarnada en la menor de las cautivas. No es la primera vez que Ergüven trata el tema del encierro en su trabajo. En 2004, realizó un documental llamado Libérables, en el que se recogen los testimonios de hombres recién salidos de la cárcel. Quedará para quienes tengan la oportunidad de ver la cinta, la revelación de si la pequeña Lale logra vencer las barreras físicas y psicológicas y emprender su viaje hacia un territorio menos intransigente, arrastrando a alguna de sus hermanas, pero más allá de su final, Mustang: Belleza salvaje propone un itinerario en lenguaje cinematográfico al que vale la pena montarse. En última instancia, la condición humana, con sus muchos velos y pocas certidumbres, suele parecerse a un caballo inquieto, a veces desbocado, buscando recuperar su intuida libertad.   



domingo, 21 de febrero de 2016

Tim Miller



Por estos días se está proyectando Deadpool, de Tim Miller, una película del universo Marvel que ha sorprendido positivamente dada su apuesta por desafiar ciertos tópicos de sus congéneres, sobre todo en lo tocante a su suelta de amarras respecto al comedimiento del que suelen valerse las películas que apuntan a ser los característicos blockbusters de Marvel Studios. Indudablemente Miller ha decidido apostar por no desentenderse de lo que sabe hacer, y la apuesta le salió bien: ruptura de la cuarta pared, el manejo de los slapstick y establecer una complicidad con el público haciendo que el personaje mire-hable a cámara. Claro discípulo y admirador del corto animado de la era dorada -cuyos artífices más representativos fueron Chuck Jones, Tex Avery y Fred Quimby (como productor)- en Deadpool toma esa posta, incorporando asimismo guiños sutiles y en algunos casos mensajes explícitos debido a los cuales, dada su falta de circunspección en lo considerado "recomendable" para el espectador masivo, le han valido al film calificaciones severas en las restricciones de público (SAM 16 c/R) en Argentina. Dicho esto, se comparten dos cortos de Tim Miller: Rockfish (2003), que obtuvo mención de honor en el festival de Ojai y Gopher Broke (2004, co-escrito con Jeff Fowler, quien figura en los créditos como director), auténtica belleza del cine de animación que fue nominada al Oscar en la categoría "Mejor Corto Animado". Miller también es conocido por co-fundar junto a David Stinnett y gato Chapman, en la década de los '90, Blur Studio y se ha ocupado de las secuencias de apertura de The Girl with The Dragon Tattoo (2011) y Thor: The Dark World (2013).   


ROCKFISH

GOPHER BROKE

martes, 2 de febrero de 2016

Richie Kotzen: Live 2015

Se suele decir que hay música para músicos, literatura para escritores, cine para quienes puedan apreciar los artificios que escapan al espectador poco informado. Tal vez esto sea cierto, lo cual no le quita valor a ciertas expresiones artísticas; sino tan solo reduce considerablemente el número de receptores. Richie Kotzen trasciende esta categorización, dada la conocida trayectoria que no es espíritu de esta sucinta entrada revisar. No obstante esto, quien escribe no duda en absoluto que quienes hayan pasado por la experiencia de intentar domar un instrumento y EXPRESAR algo a través de él, van a valorar particularmente el recital que se comparte a continuación. Pocas veces vi tal grado de simbiosis entre un músico y su instrumento. El recital fue grabado el 2 de febrero de 2015 en Japón y editado el pasado 13 de octubre.   


miércoles, 16 de diciembre de 2015

Los renunciantes

Pero, al fin, somos amantes de nuestras agonías;
y lo más triste de la vida es cómo parecemos
preferir lo que al otro día nos matará.

EDUARDO MALLEA, en La noche enseña a la noche.

1
El café
Amelia frecuentaba el café de la avenida Independencia, para leer. Desde hacía ya meses un solo autor seguía suscitando su interés. “¿Para qué más?”, se repetía, en silencio, sin necesidad de persuadir a nadie. Bartolomé, uno de los mozos del local, había enviudado hacía poco tiempo. Estaba prácticamente solo en el mundo, ya que de su unión con su fallecida esposa no había nacido hijo alguno, debido a razones que siempre rehuía argüir cuando al respecto se lo interrogaba. A Amelia le resultaba difícil asistir a la recurrente escena que encarnaba este hombre de cincuenta y tantos, quien trabajaba de domingo a domingo, con un régimen de medio día franco a la semana (cuando le permitían tomárselo) y reiteraba hasta el empacho en sus alborozadas conversaciones con los habitués de la casa, la frase qué se le va a hacer, no queda otra, confiado en que la redundante y pública aceptación de su existencia, provocaba la simpatía de la lectora (su anhelo inconfesado) cuando lo escuchaba. Ella, por su parte, lo hacía sin evidenciar gestualmente su rechazo hacia veredictos de tal especie, y seguía concurriendo al café de la avenida Independencia, a leer. Amelia Sugar aparentaba menos edad de la que en realidad tenía: “no das más de treinta Ame, y ahora que bajaste…”, había declarado a regañadientes y ante la flagrante evidencia Julia, su compañera en la delegación del Registro Civil en donde trabajaban. Se hacía cuesta arriba tener que compartir con Julia esa precaria oficina. A Amelia le disgustaba, entre aspectos tanto más vituperables de su conducta, la fingida camaradería con la que su compañera de trabajo había ponderado su vertiginoso descenso de peso. De todos modos, no quedaba mucho tiempo. Se había fijado sentencia desde hacía tantos años… A partir del momento en que el invierno, sin papá, ya no fuera lo mismo, allá en las sierras, a partir de que su prima Francisca comenzara repentinamente a transformarse en su vehemente enemiga, a partir de que la iracunda tía Martha, con el dejo teutón de su enérgica voz, augurara cada vez más frecuentemente ante un peculiar sondeo atmosférico que ese año la temporada se extendería un par de semanas debido al inusual calor; se había fijado resolución desde el momento en que mamá se acostó a dormir en la cumbre de un afamado cerro, convocante, místico, negocio exitoso si los hubo y los hay. Cuando enterraron a mamá, el hielo de las vísceras no se había derretido aún, “tan despeinada, tan mal arreglada” murmuró una irreconocible voz de las tantas que acudieron a presenciar la precipitada, improvisada, no obstante populosa despedida en aquella inusualmente fría tarde cordobesa.   
Habían pasado los veintiún días de ayuno y allí se encontraba Amelia Sugar, jean recién estrenado, blusa de bambula color verde agua, ojotas de cuero, deslumbrante en la tórrida noche de verano, maravillando a cuanta mirada reparase en esa esbelta mujer de pelo corto, un metro setenta y cinco de estatura, piel cetrina y mirada contemplativa, solitaria, sentada en el café de la avenida Independencia. Bartolomé, el mozo, parloteaba sumiso, receptivo, candorosamente ilusionado, con el doctor Recabarren, adorable truhán de grandes ligas que había forjado sus célebres reputación y patrimonio, embaucando a más de uno en la ciudad sin tener que darse a la fuga debido a los embriagadores encantos de su carisma, conservando, por si aquello fuera poco, su afán de lograr alcanzar la presidencia de un prestigioso club marplatense. Amelia bien pudo haberse pertrechado para el perentorio cometido que estaba a punto de consumar, de los consuetudinarios manjares a base de diversas masas europeas, gírgolas, endibias, quesos semiduros y duros, azules; armarse con el heterogéneo laterío de productos de mar, o con los panes saborizados que en tiempos no tan lejanos adquiría en el mercado del gringo Giuseppe; en fin, llevarse a su cueva el oso las vituallas, antes de volver a la hibernación. Pero por insondables razones, decidió dar curso de manera pública al programado y conclusivo frenesí, prescribiéndose dos, tres (si el estómago se la bancaba) de las incomparables milanesas completas que preparaba la misteriosa cocinera del lugar. Y después que llamen nomás… No, mejor renuncio antes. No sea cosa que se enteren de que Amelia quiere dormir sin ser molestada. Y renunció nomás un par de días antes de empezar el ayuno.    
Todos, menos ella y el propio Marcos, uno de los ayudantes de cocina del café de la avenida Independencia, ignoraban en el lugar que el adolescente colgaría extemporáneamente los guantes en un par de horas, tras el prosaico banquete celebrado por la lectora, seducido el doncel por la importante cifra en moneda extranjera que la zampona oferente había convidado a cambio de que el atlético y potencial partenaire se prestase a una ceremonia en la cual los licores ―enriquecidos con alguna sustancia no declarada― y el agua destilada, constituirían la esencial materia prima; eso, no obviando ciertamente la virtuosa humanidad del pendejo, junto con la respuesta de su organismo al estímulo de la ingesta líquida.  
2
Caminata
―En cualquier momento el cielo estalla. Mirá los relámpagos. En el departamento hay aire acondicionado, el calor no va a ser un problema. ¿Estás intranquilo por haber dejado el trabajo?
―La encargada no lo podía creer cuando le di la chaqueta y le dije que no volvía más. Esa tipa es el mismísimo demonio, y desde que anda con el dueño, peor. Vive prácticamente en el café. A Bartolomé lo maltrata todo el tiempo, le hace pasar vergüenza delante de los clientes. ¡Uh!, y desde hace unos días, para colmo, el lavavajilla no funciona. Van a tener que meter mano todos para sacar la cosa adelante antes de cerrar. ¿Usted está bien señora? Con todo lo que comió…
 ―Decime Amelia chiquito, que sabés a lo que vamos a casa. Ese señora tan ceremonioso que te sale no me va a poner en vena. Prefiero pensar que no le contaste a nadie acerca de todo esto. Te repito que por tu seguridad no te conviene, es mucha guita la que te vas a llevar mañana cuando te vayas. ¿Qué hiciste con los mil que te di como adelanto?
―Eso no se cuenta señ…, Amelia.
―Está bien, me gusta que seas reservado. ¿Vivís solo?
―No, con mis viejos. Mi hermana se casó hace dos años y se mudó al sur.
―¿Qué dijiste en tu casa para justificar que no vas a aparecer hasta mañana?
―Que me quedaba a dormir en lo de un amigo en donde me quedo habitualmente cuando salimos.
―¿No hay peligro de que llamen para averiguar?
―Tengo diecinueve años.
―Tenés razón, retiro la pregunta boluda. ¿Y cuando se enteren de que renunciaste al laburo?
―No pensé en nada todavía.
―¿Tomaste las dos grageas que te di?
―Sí.
­―¿Anoche?
―Sí.
―Si bien no quiero detalles, espero que hayan hecho efecto esta mañana. ¿Estás en ayunas como te pedí?
―Sí.
―Transparente… Ahora, cuando lleguemos al departamento, te das un baño y comenzamos con las ingestas de las que te hablé. Impoluto por dentro y por fuera. De los licores, una pequeña medida nomás, es para que la cuestión tenga el dejo que busco. Y a lanzarte un poquito más que no muerdo. Es bastante elemental lo que sabés que tenés que hacer. Ni se te va a tener que parar. Es más, inferirás que eso obstaculizaría una parte de la ceremonia.
―¿Ceremonia?
―No me hagas caso. Me refiero a lo que te dije que tenés que hacer. Y en algún momento sabés que vas a tener que relajarte y estar receptivo. Tengo igual un par de cosas que te van a afinar para que no te me destemples y me estropees la noche. Mirá esos relámpagos, ¡maravilloso!
―Le juego que esta tormenta se la traga el mar. Como la del otro día, ¿vio cómo el calor no amainó? Con esta pasa lo mismo, le juego lo que quiera.
―Tuteame o suspendo la movida chiquitín. ¿Adónde creés que vas conmigo? 
―Bueno, ¿l…, te repito las instrucciones?
―No hace falta, de la forma en que me estás mirando me doy cuenta de que te las acordás de memoria. Además, para eso fuiste ayer al departamento. Qué calor mi Dios. Tenés razón con lo del clima. No consulté el pronóstico, pero si no llueve y cambia la atmósfera, mañana va a estar abrasador el día. Y vos de vacaciones por unos cuantos meses me imagino.
―Veremos.
―Mientras no te patines la guita en boludeces. Pensá en el infierno del que te saqué y tratá de no terminar como el pobre Bartolomé. Las décadas vuelan como esas nubes rojas que según tu vaticinio se va a tragar el mar… Me gusta que te hayas rapado. ¿Cuánto me dijiste que pesás?
―Ochenta y dos.
―Mmm, me da la impresión de que te agregás un par de kilos. No hace falta que me mientas. ¿Tenés novia?
―No en este momento.
―Así, te parecés a River Phoenix en Stand by Me, obviamente más crecidito.
―¿A quién?
―A nadie.
3
Algunos días de una vida (fragmentos de varios diarios)
Córdoba capital, miércoles 20 de mayo de 1992. Hoy a la mañana, en el hospedaje, me miré al espejo y me deseé feliz cumpleaños. Diecisiete años en este mundo extraño. Escribo esto en un café del centro. Otoño cordobés. Recién terminé de releer La balada del café triste. ¡Te amo Carson McCullers! Ayer al atardecer dejé por fin el hotel de la tía Martha. Robé el DNI de Francisca (y toda la guita que pude), así que ahora puedo acreditar mi supuesta mayoría de edad. Por desgracia somos bastante similares físicamente. Tuvo razón la tía en reprenderme por haberme robado uno de los piononos y comérmelo sola. Tal vez sea genuina su preocupación por mi obesidad. Creo que yo de todos modos buscaba su represalia verbal en tren de tener motivos para la fuga hacia Rosario. Ese lugar, Francisca y su hostigamiento, la desaparición de papá, el suicidio de mamá; un cumpleaños más en esa atmósfera forzada hubiese sido un verdadero bajón. Un grupo de turistas porteños me acercó hasta acá. Creo que paso bien por mochilera. Espero que nadie me haya visto subir a ese minibus. No creo de cualquier manera que les preocupe un pomo encontrarme. ¡Libertad, libertad, libertaaad! Mañana sale mi ómnibus con destino a Rosario.
Rosario, jueves 20 de julio de 1995. Fin de mi noviazgo con Juan. Definitivamente creo que jamás me casaría. Cómo se desvanece el embelesamiento de los inicios. Tan trillado todo lo que puede esperarse. Me entristeció verlo llorar cuando me di vuelta. Que siga labrándose un futuro. No aguanto más a esa familia fascista que lo asesinó moralmente en nombre de qué sé yo cuanta pelotudez irrelevante. Si lo que importa es la guita, se forraría cantando tangos en Europa. Que lo siga haciendo a escondidas mientras le administra la distribuidora al papito torturador indultado por el sultanato. Ayer corroboré que del río sigo enamorada. El invierno, el viento sur, lo adormecen, lo funden con el paisaje, lo cristalizan en algo parecido a mi esperanza, …, gris. En la funeraria me deben el sueldo de junio. Me he convertido en una experta en enfrentar tan asiduamente el dolor de los deudos sin demasiados sobresaltos. Sigo disfrutando de las charlas y los mates con Eduardo  ―quien sigue soñando con mudarse a Mar del Plata― mientras apresta los cadáveres. Es todo un experto. Los observo, esos cuerpos inertes, parecen haber pasado por tan poco, aun los más viejos. Compartimos tanto con Eduardo. Casi la misma edad. Yo dejé a mi novio y el suyo lo dejó a él por una mina. Y probablemente, no dentro de mucho, nos mudemos a vivir a Mar del Plata como me propuso. Amo a los putos. Siempre admiré ese brillo especial, esa égida ingeniosa que esgrimen cuando alguien les muestra su rechazo. Me encantaría ser un puto, cojer con un igual, tener pija, penetrar… Si leyera esto Francisca. Tan timorata la conchuda. ¿Cojerá o seguirá esperando que su principito serrano baje montado en una mula de la montaña y se la encuentre por accidente? Barriendo, barriendo y barriendo la galería del hotel. Me fui al carajo, pero lo dejo así.
Mar del Plata, jueves 27 de julio de 2000. Finalmente estuve yo sola en el crematorio del cementerio. Los familiares de Eduardo no pudieron o no quisieron venir desde Rosario a tramitar la exhumación y la reducción de restos. Seguirán sin perdonarlo por lo que pasó. Tuve que acreditar tantas cosas para que me permitieran ocuparme del asunto… Tengo las cenizas en una caja de zapatos sobre una silla al lado de mi cama. Mañana las voy a esparcir en la cima de la sierra que tanto le gustaba. La esposa de su último empleador pagó todos los gastos. “Parecía que dormía dentro del cajón esa gente” me decía cuando se refería al trabajo de Eduardo. Tres años que murió y la vieja lo recuerda. Éramos tan pocos el día del entierro. Ese viento y esa lloviznita pinchuda, pertinaces… Sigo sin laburo. No me quedan muchos ahorros y debo dos meses de alquiler. Las esperanzas en el nuevo gobierno se esfumaron como una bocanada en medio de un vendaval. Bocanada, no paro de escuchar el disco. Cerati me acompaña, y Alejandra, siempre Alejandra y sus niñas, sus lilas y sus bosques.
Mar del Plata, lunes 9 de julio de 2007. Nieva en Buenos Aires y en zonas del país en donde no acostumbra hacerlo. En la tele no paran de mostrarlo, se ha convertido en el suceso excluyente de la jornada. Qué porteñocéntricos estos canales del orto. Me imagino lo que pensará una persona de la Patagonia cuando ve a estos giles haciendo muñequitos de nieve de veinte centímetros a la vera de la General Paz. La vieja del departamento de al lado no baja el volumen de ese mortificante televisor. Estas paredes son un maldito cartón. Voy a tratar de extender la licencia. Si no trasladan a la lela de Julia a Tandil contemplaré el ofrecimiento de mudarme a la delegación de Bahía Blanca. Hablando de Bahía Blanca, cuánto hace que no releo a Mallea. Al fin y al cabo, no solo todo verdor perecerá, todo, tarde o temprano, pasará a formar parte de esa nada misma que es la historia de los nadies que habitamos el mundo, …, Julia y sus malditos corrillos (los primeros en la lista) serán olvido. También mis pobres e insignificantes huellas. Tan pocas las almas despiertas que han encendido esos profanos fuegos. Cojer con Javier me está aburriendo. Tiene veintidós años y habla como un viejo. “¡Te estás haciendo al hijo de la portera Amelia!” hubiese sentenciado Eduardo con esas eses aspiradas de puta santafesina con las que hablaba, y hubiésemos parloteado horas y horas acerca del pendejo. Diez años sin la Edu, cómo la extraño. Tengo que ir a la sierra a visitarlo.
Mar del Plata, viernes 1 de enero de 2010. Hoy a la mañana se tiró del balcón una mina del edificio de enfrente. Tardó en reunirse gente. La resaca de ayer. Todo el mundo guardado en su refugio. Rechacé por tercer año consecutivo la invitación de Jorge a pasar con él y su familia la noche de fin de año. El año que viene desiste. Eso espero. De todos modos lo prefiero como compañero de oficina. Ceremonioso y lenteja, pero no jode. Habló de más cuando me contó que vuelve Julia de Tandil. Pobre Jorge, si se enterara de los comentarios que en su momento hizo Julia acerca del engaño de su esposa. Sin embargo, creo que a ella la atrae. Quizás el hacer circular la noticia fue otra de sus habituales y poco sutiles estratagemas. En el Registro dicen que sigue soltera. ¿Quién la aguanta si vuelve con dos años más de despecho en la mochila? Este laburo no da para más… Los canas siguen en la puerta del edificio de enfrente. Debe ser una buena muerte después de todo estallar contra una vereda tras más de treinta metros de caída. A Eduardo le bastaron dos pisos. De cualquier forma, con todo lo que se había metido previamente, no había necesidad de ejecutar el salto del ángel. El alma de diva, la última cabriola de la Edu abandonada por el más eximio de sus chongos.  
Mar del Plata, … de febrero de 201... Cincuenta y cinco kilos. En otra época hubiese levitado de alegría ante una constatación tal. Hoy viene Marcos a buscar los mil dólares de adelanto y a reconocer el escenario. La cara que puso el otro día cuando lo esperé en la vereda y le hice la propuesta. Lo que puede la guita, ..., o la curiosidad. Espero que el chiquito no hable porque van a creer que soy rica. Si supieran… Se lo ve bastante lúcido y precavido. Confío en que lo repliegue su instinto de conservación. Edu, ayudame desde donde estés para que no se arredre cuando empiece la movida, la noche D, la noche de las lluvias, de la transparencia, la noche fluvial. Algo habrá que ponerle a los colores para que el nene se suelte. Veremos. Tengo tiempo hasta mañana para ajustar detalles. La sorpresa que le voy a dar a Bartolomé cuando empiece a pedir, pedir y pedir. Y el alcohol, lo dejaremos para cuando lleguemos con Marquitos. No quiero echar nada a perder.
4
El cordero y las aguas

amarillo: amansado el cordero,
descepado de la cotidiana lucha por
permanecer en el marchito preludio,
le es otorgada la primera llave del ingente abismo;
entregarse primero para poder después escapar…  

El sonido de las llaves abriendo la puerta del moderno departamento se fusiona al de los truenos. Esta vez el mar no se tragó la tormenta. Llueve cuantiosamente. Ella enciende el aire acondicionado mientras él comienza a ducharse. Se encontrará en unos minutos atisbando en el reflejo de la mampara cómo la espuma se desliza por una de las prolongaciones de su cuerpo. Ha recibido instrucciones respecto de cómo realizar la minuciosa operación de higiene. Se le ha pedido terminar la maniobra con la frotación de una esencia que lo aguarda en la cómoda del único dormitorio que posee el departamento. Debe hacer su entrada con una toalla blanca enganchada en su cintura, sin demasiada teatralidad, al living en donde se procederá a hacer la primera ingesta líquida y todo lo demás. La oferente aprendió de su tía Martha el arte de escoger los frutos y transformarlos en los famosos elixires que entre prodigios menos inestimables hicieron famoso al hotel de las sierras. Ella prefiere llamarlos por sus colores, ya que la simple mención de su base constitutiva echaría por tierra el proceso de elaboración, que en este caso ha conllevado el pulso férvido de la expectativa. Ha sabido detener a tiempo el desarrollo del pedestre ágape acabado hace menos de una hora. Los veintiún días de ayuno jugaron más a favor que en contra. Mientras su vientre es un torbellino de procesos involuntarios que van recuperando espacios en donde se van forjando apetencias nuevas, una botella que transparenta el intenso amarillo de su contenido es traída a la mesa del living desde la cocina. Lamenta que la molienda de comprimidos que ha sido disuelta previamente en las tres botellas, la amarilla, la naranja y la roja, enturbie ligeramente sus contenidos. Siempre tuvo que renunciar a las anheladas purezas, no solo a las materiales, ha sido más dispendioso hacerlo con los avatares del habla y sus fútiles meandros. Por eso ahora calla, sirve y espera. Él conoce las generalidades del proceso. Sin embargo, lo que hará que la ceremonia corone, será la maestría de la oferente al desplegar sus alas imaginarias bajo la lluvia. “Tomate la medida de un saque y sacate la toalla.” “Y después en aquél sillón.” “Muy bien.” “AMARILLO ¿Después el agua?” “Qué bien te aprendiste el libreto, …, no hablemos más. Sacate la toalla.” Lo observa, iluminado por el fuego que estalla en el cielo de la noche de febrero y se cuela por el enorme ventanal. La tormenta arrecia. Adentro, una escena casi inerte, un silencio largo, cargados de expectación por un lado y de temor por el otro. Los corderos suelen transitar ciertos rituales despidiendo el trémulo perfume de su casto temperamento. La lectora olfatea la sangre bullendo, camina, observa desde varios puntos, se acerca, toca, pondera, acaricia y vuelve a alejarse, adivina el repiquetear de una ansiedad que no obstante va siendo disuelta por la leve turbiedad que ha sido incorporada al amarillo. Ay de las flores cítricas que endulzaban las tardes de soles débiles. Retorna el paisaje a través de un cuerpo que suda, iluminado, jadea, se entrega en sacrificio y a la vez espera su turno de proyectarse. El tiempo no está muerto, late, lento pero penetrante. “Estoy. ¿No se va a sacar la ropa?” “Hacé lo que te dije.”

naranja: la iniciación en la praxis
está por hacer historia,
por determinar algunos futuros pasos…

Otra botella ha sido depositada sobre la mesa. “Tomate la medida y después el agua Marquitos, otro litro. Y una de estas dos, yo me tomo la otra para que no desconfíes. Elegí la que quieras.” Él vuelve a llenarse. La tormenta no escampa. La oferente optó por no secarse. Lleva el estigma de la etapa anterior hasta en las manos y hace sonar un disco de Ben Frost desde un artefacto ubicado en el dormitorio. Vuelve con un maletín negro. Lo abre. Escoge. Exhibe. Sonríe. Él conoce de memoria el guión y se abraza al respaldo de un sillón con las rodillas sobre el asiento. Durante la próxima hora, un repertorio de extravagancias recorrerá el interior de un cuerpo resaltado por la luz de las centellas penetrando un recinto apenas iluminado.

rojo: atajo imprevisto;
la dinámica del baile
cuando amo y esclavo
se entregan al franco intercambio...

El instrumental con que se ha llevado a cabo la operación previa es retirado mientras Marcos oculta su pelvis con la toalla, jadeante. La lectora decide, mientras recoge, construir una tangente, improvisar antes de la tercera etapa de la ceremonia algo que seguramente conllevará un pago extra. Amanece. El cielo está totalmente cubierto. El viento ha rotado al sur y ya no es necesario que siga funcionando el aire acondicionado. “Uno de esos adelantos del otoño” piensa ella mientras comprueba que sigue lloviendo, aunque más débilmente. Se alegra. “Despabilate.” Arranca arrebatadamente la toalla que cubre el cuerpo desnudo. Le habla al oído… “Si te va, te doy trescientos más.” “Está bien.” “Empezá que voy a buscar el cuenco.” Cuando regresa, él la mira mientras agita. Se sonríe. Entiende, mientras procede artificiosamente con el spin-off del protocolo, que lo peor ha pasado. No se imagina lo que añorará el momento más ríspido del affaire al evocarlo. La operación toma varios minutos. “Acá, hasta la última gota.” Amelia no mira hacia la parte medular de la escena, se inclina por observar la contracción de los músculos de Marcos en el momento en que producto de la culminación se vierte en el recipiente. Lleva el cuenco a la cocina y lo guarda en el freezer. “¿Ahora el rojo?” “Después el agua. ¿Otra de estas?” “Dale.”      
5
Los destinos
Cuando salió del edificio en uno de cuyos departamentos se ofició la ceremonia, Marcos se detuvo en la vereda para ponerse el sweater que llevaba entre la muda limpia de ropa que ocupaba su mochila la noche previa. Las demás prendas ya ataviaban su recientemente incautada complexión. Había tomado un segundo baño antes de recibir su importante recompensa y despedirse. Una de las cláusulas del conversado convenio había sido que dejase en poder de la parte ofertante la ropa que se quitó antes de la primera ducha en el semipiso. El anticipo del otoño marplatense había llegado con más fuerza que lo habitual. El viento del sur soplaba intensamente, aportando a la atmósfera de la mañana un viso harto diferente al del día anterior. Mientras pequeñas gotas de lluvia pinchaban su cara, quien todavía no lograba superar el efecto de lo consumido en la preludiar noche que tanto recordaría durante toda su vida, no pensaba en otra cosa que en llegar al escondite que había previsto para el dinero que llevaba consigo. ¿Abriría su propio café como había especulado desde el momento en que aceptó la proposición? ¿Se mudaría a Villa la Angostura, lugar en donde su cuñado le había ofrecido trabajar como guía de pesca en lo que se proclamaba como una actividad con incuestionable futuro? ¿Haría el tan añorado viaje iniciático por América del Sur en busca de paraísos ignotos? Si algo puede narrarse de seguro respecto del destino de Marcos, es que volvió a merodear varias veces por el lugar en donde pasó una excéntrica noche, pero sin atreverse a preguntar por la lectora.
A Amelia por su parte no le quedaban fuerzas esa mañana para restituir el escenario previo al evento planeado durante tantos meses. Consumió lo necesario para dormir, impregnada del bálsamo para cuya consagración tanto había trabajado y que había juzgado exitosa. El verano retornó a los pocos días. La pulcritud volvió a imperar en el pequeño reino. Por la enorme ventana se atisbaban los días bochornosos, con esa característica, iluminada bruma de algunas tardes del febrero marplatense. Pidió a la encargada del edificio no ser molestada, aludiendo un voto de silencio atribuido a una religión inexistente, nombre que la mujer repetía defectuosamente, toda vez que hablando con los vecinos, citaba el encargo, haciéndolo con el mismo aire de censura y amedrentamiento con que refería cada episodio tocante a nuestro misántropo personaje. La lectora pagó por adelantado varios meses de expensas y se consagró finalmente a esperar durante varias semanas, en ayunas, en estado de anticipada hibernación, la llegada del sueño.   
¿Y en cuanto al ilusionado Bartolomé? Esperó, esperó y esperó con idéntico afán; por un lado, el regreso de quien se sentaba horas largas a leer casi siempre en la misma mesa del café de la avenida Independencia, y por el otro, el triunfo de la lista del truhán Recabarren en las elecciones del club (quien le había prometido un mejor empleo en caso de “llegar”). Pero ninguna de las dos cosas ocurrió. En la mañana del Viernes Santo, entrando por la puerta principal a su lugar de trabajo, acción que a los empleados del café de la avenida Independencia les estaba terminantemente prohibida, asesinó de un disparo en la frente (no era cuestión de morir sin enterarse) delante de la tumultuosa concurrencia, a la encargada del establecimiento, quien le había negado a último momento los francos que se le debían y de los que planeaba disponer para ir a visitar a su hermana a un pueblo serrano del oeste de la provincia de Buenos Aires. Cabe subrayarse que más de un empleado del lugar exhaló más tarde, secretamente, un aire de profundo regocijo motivado por el arrebato del que fue testigo tanto público. Bartolomé corrió hacia la vereda en medio del pavoroso estrépito y la diáspora de clientes y personal, con el revólver calibre 38 en la mano derecha, y sentado en el cordón, erigió su agitado rostro para esperar, sintiendo el sol del otoño.