domingo, 21 de junio de 2020

Flores robadas en los jardines de Quilmes, la novela más celebrada de Jorge Asís, cumple cuarenta años




Hablar del turco Asís es hablar de mucho más que del best seller Flores robadas en los jardines de Quilmes. No obstante, esta novela que está cumpliendo cuarenta años y que inicia una valiosísima tetralogía, se ha convertido en una cifra inevitable del autor de las también fundamentales Diario de la Argentina y Cuaderno del acostado.  

Hace hoy exactamente cuarenta años, el veintiuno de junio de 1980, Editorial Losada le entregaba a Jorge Asís el primer ejemplar de Flores robadas en los jardines de Quilmes. Una novela que acabó transformándose en un indiscutible distintivo del propio autor (es raro ver o leer una entrevista de la índole que sea en que no se le mencione el libro). Oberdan Rocamora, ese seudónimo que muchos ligan a ese periodismo artesanal que ejerce el turco en las actuales columnas semanales en su blog, ya era famoso en aquel entonces por sus publicaciones en el diario Clarín. Ese muchacho nacido en Avellaneda en 1946, con ya varios libros publicados (La manifestación, Don Abdel zalim, el burlador de Domínico, Los reventados, entre otros), había aceptado la propuesta de convertirse en el orificio por donde el "gran diario" respirase, ganándose muy a su pesar el injusto mote de periodista anuente con el proceso militar, pese a haber sido una de las pocas voces en pedir a las puteadas la aparición de su amigo Haroldo Conti, a quien está dedicada la historia de Rodolfo y Samantha, una narración de vaivenes y contrapuntos en el terreno del amor y de la militancia política.

Flores robadas en los jardines de Quilmes es en realidad un libro inescindible de una tetralogía conformada por esa novela y las subsiguientes Carne picada (1981), La calle de los caballos muertos (1982) y Canguros (1983). Las cuatro historias recorren con una maestría, una ironía y un humor verdaderamente brillantes las calles de esos Buenos Aires y Gran Buenos Aires, principalmente desde de los tempranos '70 a los primeros años del proceso. Allí está ese muchacho llamado Rodolfo Zalim (alter ego de Jorge Asís) que vende retratos hechos a partir de fotos provistas por los clientes de las barriadas más profundas del Conurbano. Sobrevuela en todo momento el corte definitivo y la pérdida de la fe en relación con el mundo de la militancia política que aún sueña con revolucionar la Argentina. Allí habita ese personaje de observación aguda, testigo de las desventuras padecidas por Luciano en Carne Picada, que juzga piadosamente al protagonista bajo el dictamen provocador, en modo muy turco, de que “robar no es para los pobres”. Hay asimismo un retrato magistral de un Gran Buenos Aires de marginalidad que ya desde aquellos años se venía prefigurando silenciosamente, emparentado con el delito y el mundo de los barrabravas en La calle de los caballos muertos. Y aparece en Canguros la amistad con Rodolfo Douksas, el Paul Newman compañero de juergas del Omar Shariff de la dupla que es Rodolfo Zalim. 

Se publicó posteriormente una saga (fundamental) de novelas, a la que se alude también como Serie Rivarola por el seodónimo Bartolomé Rivarola, que en la ficción equivale a Oberdan Rocamora. La saga está conformada por Diario de la Argentina (1984), El pretexto de París (1985) y Cuaderno del acostado (1987), e inequívocamente pone más el foco en el Zalim periodista. La relación inaugural con el medio de la prensa escrita de llegada masiva, narrada con una coralidad de personajes y situaciones y una minuciosidad admirables, recorre las páginas de la extensa Diario de la Argentina. Continúa la serie con el primer viaje a Europa en El pretexto de París como excusa para recobrar el contacto con los protagonistas de un exilio que el autor vuelve a mostrar desde un lugar de absoluta incorrección política. Y aquí otra vez el recurso característico de la ironía propia de Asís, porque en realidad el reencuentro con aquellos viejos compañeros de ruta pareciera por momentos no ser más que un pretexto del protagonista para en concreto fondear en París, meca inexorable para todo personaje de la cultura porteña y de buena parte del arte occidental, al menos. Cuaderno del acostado no obstante, narra las penurias, el precio casi insoportable, las pasadas de factura por ese pasado de supuesto hombre del proceso. Libro que hay que leer para comprender la constante causticidad del escritor respecto del radicalismo. En palabras del propio Asís: “En adelante es el turno del Acostado. El clima denso puede percibirse en Cuaderno del Acostado, acaso mi mejor libro que no puedo releer, 1987. Remite a los cuatro años en que nada tuve para hacer en la Argentina. Publiqué otros libros que competían entre sí. Difícil saber cuál pasaba más inadvertido. Si El pretexto de París, 1985; Partes de Inteligencia, 1986; o El cineasta y la partera y el sociólogo marxista que murió de amor, 1989. Aunque el fenómeno se había extinguido, igual vendía algunos miles de ejemplares. Me había transformado en un escritor de culto (o mejor de secta). Costaba asumir que mi trayectoria de escritor se encontraba oficialmente congelada. Aunque escribiera mi Ulises, mi Montaña mágica en adelante ya era inútil. Destino clavado de silencio. A lo sumo, se me podía rescatar. Horrible palabra. Ninguna vocación de náufrago. Cada uno que venía a plantear una entrevista literaria pretendía indagar en los motivos del desprecio que generaba. Me convertían en un maldito de entrecasa.”

Volviendo a Flores Robadas, en 1985 y bajo guion del propio Asís, se estrenó el film homónimo dirigido por Antonio Ottone y protagonizado por Soledad Silveyra y Víctor Laplace. Clickear para ver la película completa

La historia posterior es mucho más venturosa y popularmente conocida: embajador argentino ante la Unesco desde 1989 hasta 1994, un corto período como secretario de Cultura de la Nación y embajador argentino en Portugal hasta finales de 1999. Y una franja de producción de ficción que se ha venido intercalando con publicaciones de análisis e investigación política que nunca dejan de hacer honor a la esa marca literaria, que se extiende incluso a su portal Jorge Asís Digital, en el que semanal y religiosamente, desde hace ya muchos años, se hace un personalísimo análisis de coyuntura política.

El turco Asís es obviamente muchísimo más que su best seller Flores robadas en los jardines de Quilmes; hablar de o sobre él es a la vez hacerlo sobre literatura, periodismo político e inteligente y constante espíritu de provocación. Muy difícil trazar los límites entre una y otra de estas tres cosas. Acaso la literatura sea la que prevalezca, casi siempre, porque según el autor todo lo que nos pasa en la vida es un pretexto para transformarlo en literatura. Como si el escribir fuese un acto de redención. Jorge Asís, un hombre que se reconoce como un libremercadista en un país en donde hace un par de décadas que para tantísima gente eso ha pasado a ser una mala palabra, un país en donde todo proceso político, según uno de sus más repetidos dictámenes, “termina invariablemente mal”. Ese “buen leñador que no da hachazos a los árboles caídos”. Ese "periodista artesanal", "profesional de la palabra", depositario de críticas y adhesiones de ambos lados de la grieta conforme van alternándose los gobiernos de distinto signo, quizás por trackear y dar parte de la realidad política desde un lugar y con un estilo y mirada incuestionadamente propios, más allá de los vientos ante los cuales convenga desplegar los velámenes del periodismo.

Fragmento de Flores robadas...

-¿Y militar? -como por joder pregunta Rodolfo, aunque sabe que nunca un porteño habla en broma. Por supuesto entonces la voz es más baja, casi un susurro, apenas más audible que un pensamiento. Porque, ante todo, uno ya es un experto en cuestiones de miniseguridad. Ojito, el temor nos alerta, el terror oculta gendarmes groseros en cualquier rincón, nos espían, hay micrófonos escondidos hasta en los pocillos de café, en los zaguanes, en las paredes, son aparatos modernísimos que detectan con fidelidad hasta el pensamiento. Tal vez por eso mismo nos dejan el libertad, porque somos unos locos sueltos, porque saben lo que, en el fondo, pensamos, que somos unos desechados, ya rezagos inofensivos, alejados totalmente de la militancia, ese buzón.

Sabiéndose abandonada, humillada, desairada, Samantha intentó lo que intentaron la mayoría de las mujeres del universo cuando se sintieron desairadas, humilladas, abandonadas. Desde la conquista, a lo mejor desde los legendarios días de Bizancio, las mujeres vienen intentando lo mismo, es decir, tratar de recuperar a los supuestos malditos, traicioneros, insatisfechos. De más está puntualizar que Samantha no fue ninguna excepción a esa antigia regla, y, como suele ocurrir, se encajetó más.

La lucha por la justicia, por un mundo menos sórdido, el ideal, el afán de ser útil, inscribir nuestra muesquita en el revólver de la historia, como Billy the Kid. La militancia fue un buril que marcó profundamente a mi generación; una de dos, o se militaba o no, había que estar obligatoriamente en algo y era, después de todo, lindo, dicisivo, meterse. La militancia era tan lógica como el amor, o como el sol, o la comida, si se militaba -donde fuera- uno estaba quizás equivocado pero completo, participando activamente de la efervescencia de su tiempo. Y si no se militaba había que explicar por qué causas, pero había penetrado tan hondo el buril que no militar era la mejor manera de cinchar por un aspecto, por un platillo, en una atmósfera de confusión, inmadurez y días precipitados. La no militancia, entonces, tenía sabor a descuelgue, olía a individuo escupido de su época, por eso entonces los valores instaban a la actividad, al riesgo y al fuego, para ubicarse, granjearse un ambiente, aunque no tuviéramos mayor conciencia de lo que pregonábamos, y diéramos la vida, los mejores años, dolorosamente, por ellas, aunque tuviéramos poquita educación política pero el impulso bastaba, la mística cierta o inventada, el optimismo, la seguridad de ser útiles a un proyecto, aferrarnos a una esperanza, a una vaga noción de la justicia.