lunes, 19 de enero de 2015

Vicente en otoño

Vicente ladraba todo el día. Ladraba, lloraba, aullaba, padecía hasta que pudimos rescatarlo de los suplicios infligidos por Annie II. De esto hace apenas unos días, me refiero al osado salvataje de Vicente. Verla ahora ahí, cerca de las once de la noche, iluminada por los resplandores de la tormenta que se está llevando el último calor del verano, aunque nunca se sabe en estos tiempos en que los fulgores del estío acostumbran extenderse hasta fines de marzo en esta región. Pero en este momento el mar se escucha desde acá, a seis cuadras de distancia, las ráfagas traen consigo el rugido de las olas zurradas por el viento sur que barre con todo, hasta con mis ganas de cesar, …, desde siempre, desde siempre fue así. Ah, Annie, Annie II, hablaba de ella; observarla en este instante tan distinta de cuando azotaba al pobre Vicente. Sin embargo respira y mueve su antebrazo izquierdo, aguanta como su ficcional precursora. La bautizamos así con mi exnovio Gastón, a Annie, Annie II. Nos recordaba a Annie Wilkes, ese personaje siniestro que protagonizó Kathy Bates en Misery, una película de 1990 dirigida por Rob Reiner, basada en una novela de Stephen King que veo al menos dos veces al año. Annie Wilkes es una enfermera que mantiene cautivo en una granja de montaña, en pleno invierno, a Paul Sheldon (el autor de su saga literaria favorita), representado este por James Caan. Lo somete a todo tipo de atrocidades en una mezcla de desenfreno amoroso patológico y empecinamiento por torcer el destino literario que el escritor atinadamente escogió, matando ficcionalmente a la heroína de la popular quimera. Las une la profesión, enfermeras las dos, un notable parecido físico, marcadamente robustas ambas Annies, y ni hablar del espíritu bárbaro de vengar la futilidad de una vida descargando las iras en un ser desasistido en medio de algo bastante parecido al infierno, Sheldon en ese gélido páramo de Colorado, Vicente en el patio de este dúplex (que en realidad debería llamarse tríplex), ya que son tres viviendas aglutinadas e idénticas las que conviven en esta manzana olvidada por el progreso inmobiliario del barrio, que ha tomado otro curso, dejándonos a los Arena, a Annie II, su hija Cecilia y su rehén; y a mí, habitando esta apretada agrupación de casas análogas que hace unos años, pretendieron anticiparse a un poblamiento del vecindario, que por misteriosas razones, decidió anclar en otros bloques que pueden observarse desde mi balcón que da al noreste. Annie II alquiló el dúplex lindante al sudeste con el mío, hace poco más de dos años. Se instaló con el pobre Vicente y Cecilia; una réplica adolescente casi exacta de su madre respecto a las características físicas: dieciséis años, tres consolidados dígitos de peso, hablando en kilos, execrables, inmensos anteojos (excepción a la norma), más de un metro ochenta de altura. Quizás no escuchemos más a Annie II a través de los condenados muros de estas construcciones, engendradas por granujas que ahorran en todo lo que pueden, recalcarle su edad al voluminoso retoño cuando la conmina a bañarse: “tenés dieciséis años y te tengo que mandar a bañar, ¿no te da vergüenza a esta edad?, todas tus amigas de novias y vos en veremos, ¡rata!, rata y fracasada como tu padre saliste, qué lo parió; ¿o te creés que porque me dejó por una pendeja es un ganador ahora?” Por lo general, después de estas arremetidas verbales contra Cecilia, Annie II salía al patio en donde Vicente -atado con una soga que por lo corta, apenas le permitía echarse al piso a dormir sin ahorcarse- recibía una larga tunda de fustazos, prorrumpiendo en alaridos que aún hoy, contemplando al monstruo exangüe en sus acaso últimos hálitos, me siguen martirizando al recordarlos. Lo cierto es que cualquier desajuste emocional la llevaba a castigar al animal a quien, por otra parte, no podíamos considerar exonerado de sus pesares cuando cesaban los flagelos, ya que vivía ligado por esa corta soga a un tapial, en una pequeñísima parcela que en verano recibía de lleno el sol del mediodía y de la tarde, y sin ser demasiado gráficos, en otros meses, las inclemencias de toda estación, pasando por alto el abandono, la frugal alimentación y los días sin agua como castigo extra por vaya a saber qué motivo. Solamente lo desataba esporádicamente, cuando recibía visitas –tal vez con espíritu de adulterar la realidad ante sus invitados-, excepto cuando recibía a su amante, quien parece ser que compartía la decisión de Annie II de imponer ese trato a Vicente. No obstante, esas esporádicas liberaciones hacían que el perro recobrara la esperanza en el buen obrar de su dueña, circunstancia que provocaba, cuando ya no era necesario guardar las apariencias y era llevado nuevamente a su reducto, que aullara durante horas en su inocente pedido de liberación, hecho este que culminaba con una nueva paliza.

Afortunadamente, la corpulenta hija de quien ahora yace en el césped de su patio, empapada por la lluvia que no para de caer, pasa la mayor parte del tiempo en casa de sus abuelos paternos, y dada la situación que me permite estirar esta extraña y contemplativa venganza, la comunicación en los días en que la chica convive con sus abuelos, es por lo menos en apariencia nula o muy escasa en relación con su madre, particularidad que de truncarse arruinaría mi pasiva represalia.     

En cuanto a los Arena, ¿qué decir?, a fuer de ser honesta, debo referir que ejercen los preceptos religiosos que predican de una forma metódica y rigurosa, a punto tal que en lo tocante a la resolución del affaire Vicente no quisieron participar, esgrimiendo el argumento de que Dios y Su justísima sabiduría obrarían a su tiempo. Gastón, con quien ahora mantengo una hermosa amistad, trataba de embarcar a Juan, el jefe del clan Arena (conformado por éste, su mujer y sus tres hijos varones de once, nueve y cuatro años) en la gestión de una denuncia conjunta por malos tratos hacia el perro, ya que entre los dos habíamos especulado que si la acusación venía solo de nuestro lado, no contaría con demasiadas posibilidades de prosperar. Descartamos filmar las sesiones de tortura desde la ventana del dormitorio en que ahora me encuentro -que por ubicarse en la planta alta, permite una perfecta visión del patio en donde se cometían las fustigaciones- debido a que Annie II nos sorprendió la primera vez que lo intentamos, amenazándonos con que su amante César, personaje cuyo sombrío quehacer ignorábamos, nos la iba a cobrar cara si nos metíamos con ella: “no se metan en lo que no les interesa porque mi novio conoce gente pesada eh. Además yo con mi perro hago lo que quiero.” Previamente habíamos intentado hablar de manera civilizada con Annie (a esta altura del relato ya podemos prescindir del ordinal), pero sus réplicas daban cuenta de una psicología impenetrable por cualquier argumento a que pudiéramos recurrir desde nuestra visión del malhadado conflicto. Por fortuna Gastón no llegó a comunicar a Juan Arena nuestro apresurado plan de rescate del perro, consistente en ingresar de manera furtiva a la propiedad arrendada por su martirizadora; a lo mejor en este caso mi vecino hubiera dejado de lado a la divina vara en la resolución del asunto, e inspirado por sus propios dictámenes, nos hubiera denunciado; o peor aun, encomendándose a la inmaculada admonición, recibiese del Todopoderoso la señal de entregarnos a la justicia humana, y hoy nos encontraríamos mi exnovio y yo acechados por Annie, su temible partenaire y algún magistrado burócrata haciéndonos pasar un mal trance.

Decía que el plan de restitución fue apresurado porque en nuestra contra jugaba el punto de que Annie sabía que la situación de Vicente nos afligía, con lo cual, la desaparición del perro nos delataría o por lo menos nos colocaría en el lugar de principales sospechosos. Pero la delgadez de los muros obró como una doble carta a favor. Hace hoy exactamente una semana, escuché la siguiente conminación de parte de la enfermera a su hija: “comprá de una vez la soga que te encargué para el perro, la que tiene está hecha mierda y en cualquier momento se rompe. Esta tarde te viene a buscar tu abuelo y yo no voy a ir a la ferretería porque no tengo tiempo pendeja. El perro te lo regalaron a vos, y si la soga se corta y se escapa ni sueñes con que te voy a comprar otro.” Unas horas antes de este ultimátum, Cecilia, siguiendo consciente o instintivamente los funestos pasos de su madre, había descubierto un nuevo método de tortura destinado a Vicente. Era el primer día de la ola de calor que hoy culminó en esta tormenta que sigue empapando el cuerpo exánime de Annie, aproximadamente la una de la tarde.  La gigantesca púber, calculando el largo de la soga que mantenía al perro en un mínimo espacio, y contando con que haría más de un día que no bebía agua, llenó el recipiente vacío con agua y lo arrimó a una distancia a la que no pudiese llegar. Como corolario del espectáculo atroz que observé desde la ventana de mi cuarto, Celicia repetía la palabra Vicente, Vicente, Vicente de manera burlona, intercalando una risa macabra ante el intento desesperado de su víctima por llegar al agua, hecho que me dio una vez más la pauta de que la impunidad y la truculencia humanas son moneda mucho más usual de lo que incautamente podemos imaginar. Esa tarde no pude lograr que decante un ápice mi enfado, pero a las pocas horas del penoso tormento, escuché la conminación de la soga. Jugaba a nuestro favor la probabilidad de que Cecilia no comprase la dichosa correa, ya que la advertencia en tono exhortativo había sido bramada por su madre varias veces en otra oportunidad (época en que el salvamento no estaba planeado) sin ser cumplida solícitamente por su asignataria. Por su parte, el hecho de que el abuelo se llevase a la hija de Annie, aportaba un gran porcentaje de previsibilidad de que César se pasase a oficiar una de esas noches en que los intraducibles sollozos de mi vecina, atravesaban la delgadez de la pared medianera. Esa habitual circunstancia fue la segunda carta que colaboraría con nuestro plan. Me puse en contacto con Gastón, con quien ya teníamos un bastante deliberado esbozo de rescate, del cual en su tiempo habíamos desistido especulando con que Annie sospecharía de nosotros al descubrir que el perro había desaparecido. Pero desde esta nueva perspectiva, la desgastada soga se habría cortado por los tirones de Vicente, quien liberado de ella, saltaría fácilmente el bajísimo tapial utilizando como apoyo previo unos cajones de cerveza arrumbados contra él, zafando finalmente de su prolongada penitencia. Asimismo, los gemidos de Annie, junto con la orgiástica avenencia que completaba César, absortos los dos en vaya a saberse qué especie de lasciva ceremonia, nos permitirían proceder con nuestra estratagema con mucho menor riesgo de ser escuchados.

Previamente a desistir por los motivos ya expuestos, habíamos hablado con Héctor, un excompañero de secundaria de Gastón, veterinario, quien se comprometió a auxiliarnos en lo concerniente a dormir a Vicente, ya que la operación hubiera resultado inviable sin este paso, dado que el perro ladraba ante cualquier ruido, y sobre todo en el silencio de la noche, momento en que sería consumado el salvataje. Héctor invirtió gran parte de la herencia que recibió de un fallecido familiar sin hijos, en la compra de un predio de unas veinte hectáreas en el que instaló una reserva a la que va a parar todo tipo de animal con necesidad de cuidado. Cuenta con un disparador de dardos sedantes, ya que alberga a varios tigres y pumas provenientes de un zoológico municipal en estado calamitoso que por fortuna cerró. También con el conocimiento acerca del uso y la dosis apropiada para los diferentes portes de animales.

Ante la nueva coyuntura que el azar nos ofrecía, nos pusimos en contacto con Héctor, quien se comprometió a estar pendiente de nuestro potencial aviso. Si la suerte colaboraba con nosotros, al oír yo el motor de la moto del disoluto amante de mi vecina, transmitiría la novedad a mis cómplices para que se acercaran a proceder con lo estipulado.

No hubo que esperar demasiadas horas para que se nos ofrecieran las condiciones convenientes para consumar nuestro cometido. Alrededor de las diez de la noche, al escuchar el estrepitoso motor de la moto de César, contacté con mis aliados. La moto de nuestro turbio galán, oficia como una suerte de prolongación de su instintiva intención de ocultar las oscuridades de su espíritu (operación que no logra otra cosa que ponerlas más a la luz); la maniobra comienza por la sobredosis de cama solar, continúa con su vestimenta, excesivamente apretada y vulgar, vulgaridad que consiste no solo en la espeluznante apariencia de su atuendo, sino también en la combinación de horrores que exacerba la fealdad que singularmente cada prenda posee, y acaba con el rodado en que ruidosa y orondamente se pavonea. ¿Qué decir de la moto? Esos clásicos chatarros que pretenden parecerse a una “Harley-Davidson”, pura chapa y poco motor, comprados en 36 o 48 cómodas cuotas y a los que su dueño anexa todo tipo de barbarie estética: alforjas enormes, manillares con larguísimas tiras de cuero, espejos estrafalarios, aparatos reproductores de música que escuchan a un excesivo volumen en su afán de embelesar a las destinatarias de sus festejos, etc. Gastón me citó respecto de estas cuestiones, una noche que en la que despotricábamos contra César, hartos de las explosiones de ese escape que hacía estallar como despedida final de Annie cuando partía, una frase de Moran, un personaje de Molloy, una novela de Samuel Beckett: “siempre me ha parecido algo abominable la grosera observancia de fachada, que sólo esconde los harapos del alma.”

Héctor y Gastón tuvieron la precaución de dejar el auto a varias cuadras de la manzana en la que convivíamos tan estrechamente los Arena, Annie con su hija y Vicente y yo. Cuando llegaron, mi vecina estaba recibiendo los apasionados embates de su amante, acompañados por los consecuentes alaridos, razón por la cual, ya que el plan estaba suficientemente meditado, procedimos. Abrí muy silenciosamente la ventana de mi cuarto, Gastón iluminó con una linterna al perro que dormía y Héctor disparó un dardo que cuando se internó en el anca de su destinatario, arrancó de su parte un gimoteo bastante ruidoso pero relativamente breve. Salimos cautelosamente de mi dúplex y dimos la vuelta rodeando el de Annie, con motivo de evitar que los Arena, cuya vivienda linda al noroeste con la mía, notasen algún movimiento. Gastón saltó lo más silenciosamente que pudo el tapial frontero con la desolación que ciñe las tres viviendas, retiró el dardo del anca del perro tal cual le había indicado su amigo, cortó la soga en el lugar más desgastado, lo alzó, y Héctor y yo lo recibimos. El resto de la empresa no consistió en otra cosa que en mis aliados alejándose con Vicente totalmente sedado. Cuando volví a mi refugio, Annie seguía bramando en su correspondencia con el atlético esmero del cocoliche, lo que arrojaba la pauta de que los amantes no habían notado ninguno de nuestros movimientos. A los pocos minutos recibí un mensaje de Gastón a mi celular confirmándome que ya estaban en camino al destino que previamente habíamos acordado para alojar a nuestro rescatado.    

La gala de mis contiguos fornicantes se extendió hasta la una y media de la madrugada. No se escuchó demasiado diálogo ni movimiento ulterior. El garañón voló pronto. Probablemente Annie y César se encuentren en una de esas fases en donde algunas relaciones amorosas comienzan a ser minadas por la fuerza del hábito, norma que deja de obrar en principio y en alguna medida en los momentos netamente sexuales, para arrojar también sus sombras sobre ese aspecto en un cercano o lejano futuro, dependiendo de las múltiples variables que suelen actuar sobre los vínculos humanos. Antes de las dos de la calurosa madrugada, oí el motor de la moto de César, con las consabidas aceleradas de despedida y la partida, partida que me atizó bastante ya que temí que Annie, antes de acostarse, verificase la presencia de su víctima en el patio. Pero no ocurrió lo temido por mí. Pronto se hizo un agradable silencio, que sin embargo no colaboró con que yo pudiese conciliar el sueño rápidamente.       

Juan Arena y Annie están hablando entre paredes de mármol con un gigantesco hombre de traje negro, cara de sapo. El hombre se hace cada vez más grande, explota y la sangrienta piel se adhiere a mi cuerpo, huele a puerto. Ya no están, pero me encuentro en un fangal del cual no puedo levantar mis piernas para dar un paso. Ahora Buenos Aires, bicicleta, calle empedrada, nadie a la vista. En una enorme terminal espero un bus que sé que debe venir a buscarme. Llega, subo, César lo conduce. No me habla. Suena un tango instrumental. Patagonia, estepa, cárcel. Paramos. Entro y me introduzco sola en una celda idéntica a mi habitación. Una luz insoportable. Un grito grotesco, agudísimo, me aturde: “Viceeenteeee, hijo de puutaaa, Viceeenteeee.” Me despierto. Observo la escena desde los orificios de mi persiana. Mi vecina golpea su cabeza contra el tapial que anoche saltó Gastón. Ahora corre hacia adentro de la casa, la sigo escuchando gritar. Pienso en los Arena. Ruego que no escuchen. Annie sale nuevamente al patio y repite los topetazos de su cabeza contra la pared. Se da vuelta como para correr nuevamente hacia el interior del dúplex. Frena en mitad del patio. Mira el sol del mediodía, prorrumpe en un definitivo y ahogado grito y cae de espaldas, con las piernas apuntando hacia mi punto de observación. Respira rápidamente. Pasan los minutos y la respiración se hace más lenta. Mueve su antebrazo izquierdo. 

Pasaron seis días y el cuerpo sorprendentemente sigue moviéndose, cada vez de forma más excepcional. Son las once y cuarto de la noche. Llueve cada vez más fuerte. El viento sur arrecia, ahora más impetuoso. Gastón y Héctor están al tanto de lo ocurrido con Annie. Creo en ellos cuando me juran que no van a contar a nadie nuestro salvamento de Vicente y nuestra decisión de hacer silencio ante las derivaciones. Ayer fueron a visitarlo a la quinta en donde vive desde hace unos días. Una gran familia humana y perruna lo ha recibido muy bien. Dicen que no para de correr y jugar con sus nuevos amigos. Los Arena no me preguntaron por mi vecina en estos días. Tal vez mañana finalmente llame alguien y decidan venir a ver qué pasó. Estaría de vacaciones, ya que evidentemente nadie en su lugar de trabajo ha intentado comunicarse con ella. Tampoco su familia y César lo hicieron. Cuando ocurra lo inexorable, si me interrogan, declararé que debido al calor, mi ventana y la cortina estuvieron cerradas herméticamente todos estos días, y encendido el aire acondicionado. Si la contingencia se posterga un par de jornadas más, pensaré en un argumento convincente para los ventosos y frescos días de otoño que se avecinan. Me voy a dormir escuchando The Head on the Door, de The Cure.

In between days ♫…