Vicente
ladraba todo el día. Ladraba, lloraba, aullaba, padecía hasta que pudimos
rescatarlo de los suplicios infligidos por Annie II. De esto hace apenas unos
días, me refiero al osado salvataje de Vicente. Verla ahora ahí, cerca de las
once de la noche, iluminada por los resplandores de la tormenta que se está
llevando el último calor del verano, aunque nunca se sabe en estos tiempos en
que los fulgores del estío acostumbran extenderse hasta fines de marzo en esta
región. Pero en este momento el mar se escucha desde acá, a seis cuadras de
distancia, las ráfagas traen consigo el rugido de las olas zurradas por el
viento sur que barre con todo, hasta con mis ganas de cesar, …, desde siempre,
desde siempre fue así. Ah, Annie, Annie II, hablaba de ella; observarla en este
instante tan distinta de cuando azotaba al pobre Vicente. Sin embargo respira y
mueve su antebrazo izquierdo, aguanta como su ficcional precursora. La
bautizamos así con mi exnovio Gastón, a Annie, Annie II. Nos recordaba a Annie
Wilkes, ese personaje siniestro que protagonizó Kathy Bates en Misery, una película de 1990 dirigida
por Rob Reiner, basada en una novela de Stephen King que veo al menos dos veces
al año. Annie Wilkes es una enfermera que mantiene cautivo en una granja de
montaña, en pleno invierno, a Paul Sheldon (el autor de su saga literaria
favorita), representado este por James Caan. Lo somete a todo tipo de atrocidades en una mezcla de desenfreno
amoroso patológico y empecinamiento por torcer el destino literario que el
escritor atinadamente escogió, matando ficcionalmente a la heroína de la popular
quimera. Las une la profesión, enfermeras las dos, un notable parecido físico,
marcadamente robustas ambas Annies, y ni hablar del espíritu bárbaro de vengar
la futilidad de una vida descargando las iras en un ser desasistido en medio de
algo bastante parecido al infierno, Sheldon en ese gélido páramo de Colorado,
Vicente en el patio de este dúplex (que en realidad debería llamarse tríplex),
ya que son tres viviendas aglutinadas e idénticas las que conviven en esta
manzana olvidada por el progreso inmobiliario del barrio, que ha tomado otro
curso, dejándonos a los Arena, a Annie II, su hija Cecilia y su rehén; y a mí, habitando
esta apretada agrupación de casas análogas que hace unos años, pretendieron
anticiparse a un poblamiento del vecindario, que por misteriosas razones, decidió
anclar en otros bloques que pueden observarse desde mi balcón que da al noreste.
Annie II alquiló el dúplex lindante al sudeste con el mío, hace poco más de dos
años. Se instaló con el pobre Vicente y Cecilia; una réplica adolescente casi
exacta de su madre respecto a las características físicas: dieciséis años, tres
consolidados dígitos de peso, hablando en kilos, execrables, inmensos anteojos
(excepción a la norma), más de un metro ochenta de altura. Quizás no escuchemos
más a Annie II a través de los condenados muros de estas construcciones,
engendradas por granujas que ahorran en todo lo que pueden, recalcarle su edad
al voluminoso retoño cuando la conmina a bañarse: “tenés dieciséis años y te
tengo que mandar a bañar, ¿no te da vergüenza a esta edad?, todas tus amigas de
novias y vos en veremos, ¡rata!, rata y fracasada como tu padre saliste, qué lo
parió; ¿o te creés que porque me dejó por una pendeja es un ganador ahora?” Por lo general, después de estas arremetidas
verbales contra Cecilia, Annie II salía al patio en donde Vicente -atado con
una soga que por lo corta, apenas le permitía echarse al piso a dormir sin
ahorcarse- recibía una larga tunda de fustazos, prorrumpiendo en alaridos que
aún hoy, contemplando al monstruo exangüe en sus acaso últimos hálitos, me
siguen martirizando al recordarlos. Lo cierto es que cualquier desajuste
emocional la llevaba a castigar al animal a quien, por otra parte, no podíamos
considerar exonerado de sus pesares cuando cesaban los flagelos, ya que vivía
ligado por esa corta soga a un tapial, en una pequeñísima parcela que en verano
recibía de lleno el sol del mediodía y de la tarde, y sin ser demasiado
gráficos, en otros meses, las inclemencias de toda estación, pasando por alto
el abandono, la frugal alimentación y los días sin agua como castigo extra por
vaya a saber qué motivo. Solamente lo desataba esporádicamente, cuando recibía
visitas –tal vez con espíritu de adulterar la realidad ante sus invitados-, excepto
cuando recibía a su amante, quien parece ser que compartía la decisión de Annie
II de imponer ese trato a Vicente. No obstante, esas esporádicas liberaciones
hacían que el perro recobrara la esperanza en el buen obrar de su dueña,
circunstancia que provocaba, cuando ya no era necesario guardar las apariencias
y era llevado nuevamente a su reducto, que aullara durante horas en su inocente
pedido de liberación, hecho este que culminaba con una nueva paliza.
Afortunadamente,
la corpulenta hija de quien ahora yace en el césped de su patio, empapada por
la lluvia que no para de caer, pasa la mayor parte del tiempo en casa de sus
abuelos paternos, y dada la situación que me permite estirar esta extraña y
contemplativa venganza, la comunicación en los días en que la chica convive con
sus abuelos, es por lo menos en apariencia nula o muy escasa en relación con su
madre, particularidad que de truncarse arruinaría mi pasiva represalia.
En
cuanto a los Arena, ¿qué decir?, a fuer de ser honesta, debo referir que
ejercen los preceptos religiosos que predican de una forma metódica y rigurosa,
a punto tal que en lo tocante a la resolución del affaire Vicente no quisieron
participar, esgrimiendo el argumento de que Dios y Su justísima sabiduría
obrarían a su tiempo. Gastón, con quien ahora mantengo una hermosa amistad,
trataba de embarcar a Juan, el jefe del clan Arena (conformado por éste, su
mujer y sus tres hijos varones de once, nueve y cuatro años) en la gestión de
una denuncia conjunta por malos tratos hacia el perro, ya que entre los dos
habíamos especulado que si la acusación venía solo de nuestro lado, no contaría
con demasiadas posibilidades de prosperar. Descartamos filmar las sesiones de
tortura desde la ventana del dormitorio en que ahora me encuentro -que por
ubicarse en la planta alta, permite una perfecta visión del patio en donde se
cometían las fustigaciones- debido a que Annie II nos sorprendió la primera vez
que lo intentamos, amenazándonos con que su amante César, personaje cuyo sombrío
quehacer ignorábamos, nos la iba a cobrar cara si nos metíamos con ella: “no se
metan en lo que no les interesa porque mi novio conoce gente pesada eh. Además
yo con mi perro hago lo que quiero.” Previamente
habíamos intentado hablar de manera civilizada con Annie (a esta altura del
relato ya podemos prescindir del ordinal), pero sus réplicas daban cuenta de
una psicología impenetrable por cualquier argumento a que pudiéramos recurrir
desde nuestra visión del malhadado conflicto. Por fortuna Gastón no llegó a
comunicar a Juan Arena nuestro apresurado plan de rescate del perro, consistente
en ingresar de manera furtiva a la propiedad arrendada por su martirizadora; a
lo mejor en este caso mi vecino hubiera dejado de lado a la divina vara en la
resolución del asunto, e inspirado por sus propios dictámenes, nos hubiera
denunciado; o peor aun, encomendándose a la inmaculada admonición, recibiese
del Todopoderoso la señal de entregarnos a la justicia humana, y hoy nos
encontraríamos mi exnovio y yo acechados por Annie, su temible partenaire y
algún magistrado burócrata haciéndonos pasar un mal trance.
Decía
que el plan de restitución fue apresurado porque en nuestra contra jugaba el
punto de que Annie sabía que la situación de Vicente nos afligía, con lo cual,
la desaparición del perro nos delataría o por lo menos nos colocaría en el
lugar de principales sospechosos. Pero la delgadez de los muros obró como una
doble carta a favor. Hace hoy exactamente una semana, escuché la siguiente
conminación de parte de la enfermera a su hija: “comprá de una vez la soga que
te encargué para el perro, la que tiene está hecha mierda y en cualquier
momento se rompe. Esta tarde te viene a buscar tu abuelo y yo no voy a ir a la
ferretería porque no tengo tiempo pendeja. El perro te lo regalaron a vos, y si
la soga se corta y se escapa ni sueñes con que te voy a comprar otro.” Unas horas antes de este ultimátum,
Cecilia, siguiendo consciente o instintivamente los funestos pasos de su madre,
había descubierto un nuevo método de tortura destinado a Vicente. Era el primer
día de la ola de calor que hoy culminó en esta tormenta que sigue empapando el
cuerpo exánime de Annie, aproximadamente la una de la tarde. La gigantesca púber, calculando el largo de la
soga que mantenía al perro en un mínimo espacio, y contando con que haría más
de un día que no bebía agua, llenó el recipiente vacío con agua y lo arrimó a
una distancia a la que no pudiese llegar. Como corolario del espectáculo atroz que
observé desde la ventana de mi cuarto, Celicia repetía la palabra Vicente,
Vicente, Vicente de manera burlona, intercalando una risa macabra ante el
intento desesperado de su víctima por llegar al agua, hecho que me dio una vez
más la pauta de que la impunidad y la truculencia humanas son moneda mucho más
usual de lo que incautamente podemos imaginar. Esa tarde no pude lograr que
decante un ápice mi enfado, pero a las pocas horas del penoso tormento, escuché
la conminación de la soga. Jugaba a nuestro favor la probabilidad de que
Cecilia no comprase la dichosa correa, ya que la advertencia en tono
exhortativo había sido bramada por su madre varias veces en otra oportunidad
(época en que el salvamento no estaba planeado) sin ser cumplida solícitamente por
su asignataria. Por su parte, el hecho de que el abuelo se llevase a la hija de
Annie, aportaba un gran porcentaje de previsibilidad de que César se pasase a oficiar
una de esas noches en que los intraducibles sollozos de mi vecina, atravesaban
la delgadez de la pared medianera. Esa habitual circunstancia fue la segunda
carta que colaboraría con nuestro plan. Me puse en contacto con Gastón, con
quien ya teníamos un bastante deliberado esbozo de rescate, del cual en su
tiempo habíamos desistido especulando con que Annie sospecharía de nosotros al
descubrir que el perro había desaparecido. Pero desde esta nueva perspectiva,
la desgastada soga se habría cortado por los tirones de Vicente, quien liberado
de ella, saltaría fácilmente el bajísimo tapial utilizando como apoyo previo
unos cajones de cerveza arrumbados contra él, zafando finalmente de su prolongada
penitencia. Asimismo, los gemidos de Annie, junto con la orgiástica avenencia
que completaba César, absortos los dos en vaya a saberse qué especie de lasciva
ceremonia, nos permitirían proceder con nuestra estratagema con mucho menor
riesgo de ser escuchados.
Previamente
a desistir por los motivos ya expuestos, habíamos hablado con Héctor, un
excompañero de secundaria de Gastón, veterinario, quien se comprometió a
auxiliarnos en lo concerniente a dormir a Vicente, ya que la operación hubiera
resultado inviable sin este paso, dado que el perro ladraba ante cualquier
ruido, y sobre todo en el silencio de la noche, momento en que sería consumado
el salvataje. Héctor invirtió gran parte de la herencia que recibió de un fallecido
familiar sin hijos, en la compra de un predio de unas veinte hectáreas en el
que instaló una reserva a la que va a parar todo tipo de animal con necesidad
de cuidado. Cuenta con un disparador de dardos sedantes, ya que alberga a
varios tigres y pumas provenientes de un zoológico municipal en estado
calamitoso que por fortuna cerró. También con el conocimiento acerca del uso y
la dosis apropiada para los diferentes portes de animales.
Ante
la nueva coyuntura que el azar nos ofrecía, nos pusimos en contacto con Héctor,
quien se comprometió a estar pendiente de nuestro potencial aviso. Si la suerte
colaboraba con nosotros, al oír yo el motor de la moto del disoluto amante de
mi vecina, transmitiría la novedad a mis cómplices para que se acercaran a
proceder con lo estipulado.
No
hubo que esperar demasiadas horas para que se nos ofrecieran las condiciones
convenientes para consumar nuestro cometido. Alrededor de las diez de la noche,
al escuchar el estrepitoso motor de la moto de César, contacté con mis aliados.
La moto de nuestro turbio galán, oficia como una suerte de prolongación de su
instintiva intención de ocultar las oscuridades de su espíritu (operación que
no logra otra cosa que ponerlas más a la luz); la maniobra comienza por la
sobredosis de cama solar, continúa con su vestimenta, excesivamente apretada y vulgar,
vulgaridad que consiste no solo en la espeluznante apariencia de su atuendo,
sino también en la combinación de horrores que exacerba la fealdad que
singularmente cada prenda posee, y acaba con el rodado en que ruidosa y
orondamente se pavonea. ¿Qué decir de la moto? Esos clásicos chatarros que
pretenden parecerse a una “Harley-Davidson”, pura chapa y poco motor, comprados
en 36 o 48 cómodas cuotas y a los que su dueño anexa todo tipo de barbarie
estética: alforjas enormes, manillares con larguísimas tiras de cuero, espejos
estrafalarios, aparatos reproductores de música que escuchan a un excesivo
volumen en su afán de embelesar a las destinatarias de sus festejos, etc.
Gastón me citó respecto de estas cuestiones, una noche que en la que
despotricábamos contra César, hartos de las explosiones de ese escape que hacía
estallar como despedida final de Annie cuando partía, una frase de Moran, un
personaje de Molloy, una novela de
Samuel Beckett: “siempre me ha parecido
algo abominable la grosera observancia de fachada, que sólo esconde los harapos
del alma.”
Héctor
y Gastón tuvieron la precaución de dejar el auto a varias cuadras de la manzana
en la que convivíamos tan estrechamente los Arena, Annie con su hija y Vicente
y yo. Cuando llegaron, mi vecina estaba recibiendo los apasionados embates de
su amante, acompañados por los consecuentes alaridos, razón por la cual, ya que
el plan estaba suficientemente meditado, procedimos. Abrí muy silenciosamente
la ventana de mi cuarto, Gastón iluminó con una linterna al perro que dormía y
Héctor disparó un dardo que cuando se internó en el anca de su destinatario,
arrancó de su parte un gimoteo bastante ruidoso pero relativamente breve. Salimos
cautelosamente de mi dúplex y dimos la vuelta rodeando el de Annie, con motivo
de evitar que los Arena, cuya vivienda linda al noroeste con la mía, notasen
algún movimiento. Gastón saltó lo más silenciosamente que pudo el tapial
frontero con la desolación que ciñe las tres viviendas, retiró el dardo del
anca del perro tal cual le había indicado su amigo, cortó la soga en el lugar
más desgastado, lo alzó, y Héctor y yo lo recibimos. El resto de la empresa no
consistió en otra cosa que en mis aliados alejándose con Vicente totalmente
sedado. Cuando volví a mi refugio, Annie seguía bramando en su correspondencia
con el atlético esmero del cocoliche, lo que arrojaba la pauta de que los
amantes no habían notado ninguno de nuestros movimientos. A los pocos minutos
recibí un mensaje de Gastón a mi celular confirmándome que ya estaban en camino
al destino que previamente habíamos acordado para alojar a nuestro rescatado.
La
gala de mis contiguos fornicantes se extendió hasta la una y media de la
madrugada. No se escuchó demasiado diálogo ni movimiento ulterior. El garañón
voló pronto. Probablemente Annie y César se encuentren en una de esas fases en
donde algunas relaciones amorosas comienzan a ser minadas por la fuerza del
hábito, norma que deja de obrar en principio y en alguna medida en los momentos
netamente sexuales, para arrojar también sus sombras sobre ese aspecto en un
cercano o lejano futuro, dependiendo de las múltiples variables que suelen
actuar sobre los vínculos humanos. Antes de las dos de la calurosa madrugada,
oí el motor de la moto de César, con las consabidas aceleradas de despedida y
la partida, partida que me atizó bastante ya que temí que Annie, antes de
acostarse, verificase la presencia de su víctima en el patio. Pero no ocurrió
lo temido por mí. Pronto se hizo un agradable silencio, que sin embargo no
colaboró con que yo pudiese conciliar el sueño rápidamente.
Juan Arena y Annie
están hablando entre paredes de mármol con un gigantesco hombre de traje negro,
cara de sapo. El hombre se hace cada vez más grande, explota y la sangrienta
piel se adhiere a mi cuerpo, huele a puerto. Ya no están, pero me encuentro en
un fangal del cual no puedo levantar mis piernas para dar un paso. Ahora Buenos
Aires, bicicleta, calle empedrada, nadie a la vista. En una enorme terminal
espero un bus que sé que debe venir a buscarme. Llega, subo, César lo conduce.
No me habla. Suena un tango instrumental. Patagonia, estepa, cárcel. Paramos.
Entro y me introduzco sola en una celda idéntica a mi habitación. Una luz insoportable.
Un grito grotesco, agudísimo, me aturde: “Viceeenteeee, hijo de puutaaa,
Viceeenteeee.” Me despierto. Observo la escena desde los orificios de mi
persiana. Mi vecina golpea su cabeza contra el tapial que anoche saltó Gastón.
Ahora corre hacia adentro de la casa, la sigo escuchando gritar. Pienso en los
Arena. Ruego que no escuchen. Annie sale nuevamente al patio y repite los
topetazos de su cabeza contra la pared. Se da vuelta como para correr nuevamente
hacia el interior del dúplex. Frena en mitad del patio. Mira el sol del
mediodía, prorrumpe en un definitivo y ahogado grito y cae de espaldas, con las
piernas apuntando hacia mi punto de observación. Respira rápidamente. Pasan los
minutos y la respiración se hace más lenta. Mueve su antebrazo izquierdo.
Pasaron
seis días y el cuerpo sorprendentemente sigue moviéndose, cada vez de forma más
excepcional. Son las once y cuarto de la noche. Llueve cada vez más fuerte. El
viento sur arrecia, ahora más impetuoso. Gastón y Héctor están al tanto de lo
ocurrido con Annie. Creo en ellos cuando me juran que no van a contar a nadie
nuestro salvamento de Vicente y nuestra decisión de hacer silencio ante las
derivaciones. Ayer fueron a visitarlo a la quinta en donde vive desde hace unos
días. Una gran familia humana y perruna lo ha recibido muy bien. Dicen que no
para de correr y jugar con sus nuevos amigos. Los Arena no me preguntaron por
mi vecina en estos días. Tal vez mañana finalmente llame alguien y decidan
venir a ver qué pasó. Estaría de vacaciones, ya que evidentemente nadie en su
lugar de trabajo ha intentado comunicarse con ella. Tampoco su familia y César
lo hicieron. Cuando ocurra lo inexorable, si me interrogan, declararé que
debido al calor, mi ventana y la cortina estuvieron cerradas herméticamente todos
estos días, y encendido el aire acondicionado. Si la contingencia se posterga
un par de jornadas más, pensaré en un argumento convincente para los ventosos y
frescos días de otoño que se avecinan. Me voy a dormir escuchando The
Head on the Door, de The Cure.
♫
In between days ♫…