lunes, 6 de mayo de 2013

El cielo rojo de Gabriel

No sé por qué regresé a este lugar, pero ya es tarde para arrepentirme. Tengo cincuenta y un años, y a pesar de tanto descuido, mi salud es aceptable. Puedo caminar como a los veinticinco, una enormidad de kilómetros sin cansarme. Estoy en la casa que acabo de permutar, escuchando por enésima vez en mi vida Closing Time, de Tom Waits. Acaba de irse el camión que trajo casi todas mis pertenencias desde Bahía Blanca y que va a trasladar al mismo lugar las del antiguo propietario de este domicilio, actual dueño de la vivienda que dejé ayer. Lo primero que hice fue armar la computadora sobre una mesa y poner este disco, el de Waits. Hace tanto frío, un frío inusual para este lugar. Son las nueve de la mañana. Viajé toda la noche en bus y no pude pegar un ojo, sin embargo no tengo nada de sueño. Tengo tantas ganas de reencontrarme con el río, …, -tantos años-, pero como es feriado, puede que a pesar del frío haya mucha gente paseando en auto por la costanera, y quizás alguien me reconozca. No quiero que se difunda todavía la noticia de mi retorno, prefiero, si la suerte me lo permite, ser un ser anónimo, al menos por hoy. En realidad, siempre me incliné por esa opción, …, siquiera desde que comencé a caer, casi siempre, en la cuenta de que la mayoría de las conversaciones son una absoluta ineptitud. Esa inferencia me convirtió en un verdadero misántropo, de hecho no hablo casi con nadie, más allá de las convenciones requeridas por la vida corriente –comprar el diario, saludar a la cajera del supermercado, preguntar amablemente a la empleada de la biblioteca sobre el porqué del mal funcionamiento de la calefacción-. Puedo permitirme esta prerrogativa desde que decidí abandonar mi empleo, acaso por las razones que mencioné anteriormente, y vivir de una pequeña renta proveniente de una casa que heredé de una tía soltera que falleció hace un par de años.

Me desbordan las ganas de salir a caminar después de tantas horas con el culo en ese asiento de coche semicama. El frío es tan intenso, me entusiasma. Por otro lado prefiero no tropezar por muchos días con las cosas que tengo por acomodar en este pequeño nuevo refugio. Pero pensándolo bien, este clima tan poco habitual no se va a repetir por años, y en cuanto a la disposición final de esta esmirriada colección de pertrechos, tengo toda la vida para hacer con ellos lo que quiera. Estoy preparando unos mates con el equipo que traje conmigo en el viaje. Miro el cielo desde la ventana de la cocina que da a un pequeño patio. Perece que va a llover, el cielo está de un gris extraño, inusual. El viento del sur zamarrea el enorme sauce del vecino, algunas de cuyas ramas, se han mudado al patio de mi nueva casa. El martillero mencionó el tema cuando me estaba mostrando la propiedad, diciéndome que iba a poner al tanto al vecino para que pode o haga podar el árbol a alguien. En ese momento no atiné a pronunciarme al respecto, pero debería haber hablado. Es probable que le haya comentado al tipo sobre el asunto y que ahora se aparezca a pedirme permiso para podar las ramas del sauce, por ahí los dos juntos, -el martillero con esa insoportable cara de viejo fullero me contó que se conocen-, y lo peor que puede pasar es que intente o intenten relacionarse de alguna manera conmigo.

Entre mate y mate cambio el disco, vamos con Pink Moon, de Nick Drake. Encuentro unas galletitas que se ha olvidado el ex dueño, están bien cerradas, sobre una mesita de la cocina que también ha dejado, quizás adrede. Voy a tener que echarles mano porque tengo hambre y pocas ganas de ir al almacén de la cuadra, no me gustaría que quien me atienda me dé charla, o lo peor, que me haya visto entrar a la casa, sepa que soy el nuevo vecino y comience con una perorata de preguntas y comentarios baladíes. Me como éstas mejor, no parecen viejas, saben bien. Decidí matear hasta Things Behind the Sun y después, a pecharle al frío. Voy a abrigarme bien. Espero no encontrar a nadie que me conozca. La barba me va a ayudar. También la capucha de la campera. Me cercioro de que todo quede bien cerrado, de que no quede ningún artefacto encendido. Avanti, hacia el oeste como cuando era pibe, y el río que espere un día más, un feriado es peligroso en estos lugares, demasiado conocido suelto… Por ahí llego a la casa blanca, esa construcción indescifrable que se veía desde el Km. 14 y que nunca pude averiguar de qué se trataba. La tranquera siempre estaba cerrada. Desde lejos parecía una capilla muy pequeña. Recuerdo ese blanco refractando el sol del verano, …, una de esas epifanías que uno no sabe por qué dejan esas huellas tan imborrables, …, el tiempo queda suspendido a veces en una suerte de supraevento que rompe con la normalidad, con lo esperable, con lo cotidiano. Esa casa, o capilla, siempre se mostró ante mí en esas condiciones excepcionales, un placentero misterio, una caricia de algo que aun sin exhibirse por completo dejaba desprenderse esa invitación a creer, esas certezas que uno nunca termina de inferir en qué están fundadas, pero certezas al fin.

Ya estoy caminando hacia el oeste del pueblo, pueblo grande-ciudad pequeña. La verdad es que no ha cambiado demasiado, por lo menos por esta zona. Se construyeron algunas casas desde que me mudé de acá, pero el cuadro general es el mismo de siempre, viviendas que se han ido erigiendo a los ponchazos, improvisadamente, incluso en algunas se advierte que se han ido agregando habitaciones conforme las necesidades de los habitantes se fueron modificando. Gente de laburo decía mi viejo, sintiéndose visiblemente orgulloso de pertenecer a ese bando. Nunca supe bien qué era exactamente lo que quería significarse con esa muletilla, gente de laburo, lo repetía a veces hasta el hartazgo sin explicarme jamás ni a mí ni a mis hermanos los beneficios de encontrarse en ese grupo de pertenencia que para mí era algo un tanto difuso, ya que según su categorización y mi postrera observación había tipos de laburo de toda índole: de pocas palabras y silencios que se percibían como algo amenazante, un par que cagaban a palos a sus esposas no tan esporádicamente, uno que había sido sorprendido robando donaciones en la sociedad de fomento, y otros tantos que a simple vista, gastaban sus días sin aparentes altibajos, pero que tampoco se caracterizaban por haber hecho algo que garantizara el ser recordados por haber violado las expectativas de nadie, al menos una vez en la vida. De todas maneras debo estar equivocado en por lo menos un par de casos. Los fueros íntimos de las personas a menudo son un profuso torrente de marginalidades agobiado por la fuerza del hábito, hábito que yo en lo individual he violado pero sin lograr establecer lazos multiplicadores, por ejemplo, propagar esta idea del oeste como obsesión, como anticipo de una suerte de paraíso perdido a ser recuperado. En definitiva, acaso no se trate de ser recordado sino de ser una silenciosa inspiración. Estoy filosofando demasiado, debe ser el frío descomunal que me insufla este espíritu esperanzador –en cuanto a mi experiencia- que por lo general se diluye tan rápido como viene.   

Ya estoy en la ruta, el viento pampero choca en diagonal con mi cara y siento que casi no puedo mover los labios, ahh, uhh, ehh, …, puedo pronunciar esos balbuceos estúpidos que me hacen sentir un imbécil aunque no me vea nadie, pero necesitaba asegurarme de no haber perdido la movilidad de mis labios y de mis músculos faciales. Ni en mis viajes invernales a la Patagonia sentí tanto frío, esto es muy raro. El sol no va a aparecer hoy. La capa de nubes se va fortificando a medida que transcurren los minutos. Las más bajas escapan hacia el río, las más altas están o parecen estar estáticas, son como un enorme techo de algodón de un gris que le ha conferido a este paisaje de llanura que vuelvo a recorrer tantos años después, una característica de mística, maravillosa, onírica suspensión. 

Suena una bocina, detrás de mí, …, otra vez, más cerca, es para mí. Me doy vuelta y un hombre de unos setenta y tantos años me saluda con la mano. Para la camioneta a unos metros de donde me detuve. “Hola amigo, ¿va para La alambrada?” “No, salí a caminar, no voy para ningún lado.” “La verdad no está muy lindo para caminar hoy, en la radio de Buenos Aires anuncian una nevada mucho más grande que la de 2007, y dicen que en estas zonas va a ser mucho más intensa.” “Bueno, mejor así, va a ser más interesante entonces la caminata.” “Bueno, disculpe la intromisión, pensé que iba para La alambrada.” “No, por favor, no es molestia, le agradezco.” El tipo me saluda amablemente con la mano, sin pronunciar palabra, pero no se lo ve para nada sorprendido con mi breve y forzado testimonio, cosa inusual para la gente de por acá, para la cual rechazar un aventón suele ser una verdadera afrenta, sobre todo si uno responde con un “no voy para ningún lado”. ¿Cómo puede uno no ir para ningún lado, no estar trasladándose a alguna parte por un motivo concreto, sobre todo con este tiempo adverso? Pero parece que mi reciente interlocutor no se ha sorprendido con mi respuesta, es más, su amable saludo de despedida y su particular sonrisa revelaban un gesto de tácita complicidad. Pienso en que me hubiera gustado romper por un rato con mi retiro forzado y charlar con este tipo. No muy a menudo me ha ocurrido el encontrarme con gente cuyos indicios de reciprocidad hacia mí se manifestaran en las primeras palabras, tal vez debería haber aceptado el viaje con la excusa de ir para La alambrada, después de todo necesito hacer un acopio de provisiones y prefiero comprarlas por acá, hecho que me garantizaría el anonimato en el pueblo grande-ciudad pequeña por unos días más. Pensándolo bien, tampoco eso ratificaría mi anhelado incógnito, la zona, desde que recuerdo, mantiene una suerte de cohesión dentro de la cual tarde o temprano uno o bien se deja arrastrar por la corriente o se gana el mote de agreta, como me enteré que me llamaban algunos vecinos en mis últimos años vividos en estos lares, antes de mudarme a Bahía, pero en fin, acá estoy nuevamente, no sé por qué, pero estoy, si bien con más astucias, con algunos antiguos miedos que resurgen, ya que es muy probable que el gigante siga despierto y no haya perdido las mañas.   

Estoy ya en el Km. 12, se puede ver La alambrada, el viento se ha calmado un poco, pero el frío literalmente corta la cara, no debe estar lejos del cero grado la temperatura, que para un mediodía de invierno en el norte de la provincia de Buenos Aires, es un hecho rarísimo. Por ahí lo que me comentó el tipo de la camioneta era un dato confiable y me vuelvo con nieve al pueblo grande-ciudad pequeña. Entro a La alambrada a comprar algo caliente para tomar. “Buenos días, o tardes, ¿podría ser un café?” El tipo que está en el viejo mostrador mira a un paisano que está sentado en una de las dos mesas que hay junto a una pared llena de afiches antiguos. Repito la pregunta sin el “buenos días, o tardes”. “No hacemos más café, ahí tiene la máquina si quiere, es con monedas.” “Ah, pero no tengo monedas, ¿usted me podría cambiar por favor?” “No tengo cambio.” El paisano me ofrece cambio: “yo le cambio si quiere.” “Uh, gracias, la verdad es que el frío me está pegando duro, necesito un café caliente.” “¿Quiere un mate?” convida el tipo del mostrador rompiendo esa tan obvia, premeditada y atávica dureza de temperamento. “Bueno, si es tan amable, véndame por favor una de esas cajas de alfajores, ¿son de acá de la zona?” “Sí, los hacen en una cooperativa de la que participa mi señora.” “Bueno, deme una por favor.” El tipo del mostrador me cobra y me ofrece otro mate que rechazo amablemente. Me saludan los dos visiblemente molestos por haber desertado del hecho de enfrascarme en una conversación, pero quiero llegar al Km. 14, no debe faltar mucho. Hace tanto que no camino por acá que perdí esa especie de sentido que desarrollamos cuando lo visual constata un sitio conocido y lo sopesa con esa medida temporal interna que poseemos, proporcionándonos una dimensión bastante exacta en relación a ciertos lugares y el tiempo que nos va a llevar recorrerlos. Veo al conductor de la camioneta que unos kilómetros atrás me ofreció llevarme, está cargando algo en un galpón. Paso a unos metros y me ve: “¿no se arrepintió todavía de andar caminando con tanto frío?” “No, tengo ganas de llegar hasta el Km. 14 y después me vuelvo.” “Qué casualidad, yo vivo ahí, ¿vio dónde está la capilla blanca que se ve desde la ruta?” “Ah, ¿es una capilla?, he pasado muchísimas veces por ahí y no lograba dilucidar lo que era, pero siempre me llamó la atención, no sé por qué.” “Es que es un lugar con una historia muy interesante, si quiere se la cuento.”

Si le digo que sí por ahí el viejo se descuelga con alguna gilada y me arruina el día. Pero no parece un gil, desde la primera conversación cuando me quiso llevar me pareció que sintonizaba con él. Entendió perfectamente mis argumentos. Yo creo que él también se debe dar cuenta de que a mí ese lugar me produce una extraña fascinación. Me da la impresión de que entiende más que yo de lo que me pasa, …, es más, pareciera que me estaba esperando…

“Todo bien amigo, no quiero molestarlo, si quiere lo llevo, …, yo vivo ahí, tomamos unos mates, o almorzamos, ya es hora, le cuento y se va con el misterio resuelto, jajaja…”

Me impuse no hablar más, siempre termino traicionado y traicionándome, …, o casi siempre, ¿no será ésta una de las excepciones que ameritan romper con la regla?... Además jajaja me parece una forma honesta, frontal de reírse, los jejeje los odio…

“Lo que pasa es que no lo quiero molestar.” “No me molesta, si me molestara no lo invitaría, lo invito a almorzar.”

¿Por qué tanta amabilidad? No sé, es raro, pero algo me dice que el tipo tiene algo interesante para contarme, es como si me hubiera estado esperando…

“Está bien, si quiere mientras carga me vuelvo hasta La alambrada y compro algo para la comida, lo único que tengo encima son estos alfajores.” “No hace falta nada, le digo sinceramente, hoy es usted mi invitado, dele hombre, ayúdeme a cargar estos rollos que me quedan y vamos para allá.” “Bueno, usted dirá, ¿dónde los voy poniendo?”

Llegamos en un santiamén a la tranquera de entrada a Mi Laurita, el viejo me contó en el corto tramo de ruta que hicimos que así había bautizado el antiguo dueño a la chacra: “cuando la compró no le puso nombre, cuando yo empecé a trabajar acá, en el año 63, no tenía nombre el lugar, yo conocí a Laurita, era la hija del dueño, Ernesto, un hombre muy bueno, andaría por los ocho o nueve años ella, murió en un accidente en el 65, y Ernesto edificó la capilla en su memoria, en realidad todo este lugar es una especie de santuario en su honor que Amalia y yo ahora cuidamos, dentro de lo que nos permite nuestra edad, …, ya estamos grandes, perdón, no me presenté, me llamo Mario.” “Ah, mucho gusto, yo soy Pablo.”

Estamos pasando, todavía dentro de la camioneta, por la entrada a la capilla. No siento en absoluto ese místico embelesamiento que muchas veces me produjo el lugar refulgiendo bajo esos soles que lo magnificaban, multiplicando un enigma que ahora, frente a él, siento que se desvanece. Es una pequeña construcción rectangular, pintada íntegramente de blanco, con techo a dos aguas de tejas españolas, cuya puerta de madera rústica está flanqueada por dos vitrales. A la izquierda se alza una torre de unos siete u ocho metros de altura con una cruz incrustada que parece haber sido fabricada con el mismo tipo de madera que la puerta. Bajamos de la camioneta y una mujer que aparenta tener unos años menos que Mario se acerca a recibirnos. Tiene puesto un impecable delantal a cuadros verdes y blancos que cubre un abdomen que, dado su enérgico y para nada senil andar, no da la impresión de presentarle el más mínimo motivo de cavilación. “Hola vieja, traje un amigo a comer, Pablo, Amalia, Amalia, Pablo.” La mujer me besa la mejilla abrazándome la espalda con sus fuertes brazo y mano derechos. “Llegaron justo para el almuerzo. Qué frío. En Buenos Aires ya está nevando, y con todo, parece que es más grande que la de 2007 la nevada, y por lo que dicen los meteorólogos, va a durar todo el día. Acá en cualquier momento se larga, ¿vio cómo paró el viento?, eso es señal de que se viene la nieve.” “Ella sabe porque nació en Esquel” agrega Mario “no se quede acá mi amigo, pase que la patrona cocina el arroz con pollo más rico que va a comer en su vida, garantizado, después me cuenta.” Entramos a la casa. Es una antigua vivienda de madera no muy grande, muy bien conservada. Desde la ventana del comedor puede verse otra del mismo diseño pero más pequeña, ubicada a unos cincuenta metros de donde nos encontramos. El clima acá adentro es amigable, una no muy excesiva calefacción que me invita a desabrigarme. “Puede colgarlo acá en una de estas sillas” sugiere Amalia “venga, pase a la cocina que Mario debe estar descorchando un vinito, ¿toma vino usted Pablo?” “Sí, pero no se molesten, le sugerí a Mario comprar algo para traer pero no me dejó.” “No hace falta, para tomar y para comer es lo que sobra en esta casa.” Nos sentamos en la mesa redonda de la cocina. Sobre la enorme mesada hay un ventanal que permite ver el parque y la ruta que nos trajo a mí y a Mario hace unos instantes.

“Como le contaba hace un rato Pablo, la capilla fue construida en homenaje a Laurita, aquello fue muy duro para Ernesto, creo que nunca se recuperó, cuando Amalia vino a trabajar acá a los meses de haber fallecido la nena, Ernesto la adoptó casi como una hija, si bien ella tenía 22 años, creo que algo del espíritu de Laura retornó con mi señora a este lugar y para el matrimonio que nos donó en vida este lugar significó un aliciente para poder seguir con la crianza de sus otros dos hijos que necesitaban de sus papás.” “Debe haber sido duro, perder un hijo, yo no tengo hijos, ¿ustedes?” Después de preguntar me siento aterrado por la respuesta. “No, no pudimos tener nosotros” contesta Amalia mirando tiernamente a los ojos a Mario que le devuelve una mirada con un gesto casi idéntico. Amalia mira hacia la ventana: “uh, ya está nevando, esto va para rato.” “Vos sabrás vieja, muchos años en la Patagonia, bah, no tantos, cuando viniste eras una nena casi.” Pienso en la nevada mientras sigue la conversación, pienso en cómo vuelvo a mi nueva casa en mi antiguo pueblo grande-ciudad pequeña; escucho una suerte de monólogo de Mario narrándome la historia de los vitrales de la capilla, diseñados por un gran artista amigo de la familia y el porqué del establo que no pude ver cuando entramos, ubicado tras un monte de eucaliptus: “…la nena era una enamorada de los caballos, creo que Ernesto gastó una buena parte de su plata comprando caballos viejos, de esos que seguro van al matadero ¿vio?, de hecho nosotros seguimos con la tradición y nos traemos uno que otro cuando podemos. Ricardo, el hijo mayor de Ernesto, cada dos o tres semanas nos visita y nos deja dinero, imagínese que con nuestras jubilaciones sería imposible comprar caballos y mantener todo esto en estas condiciones.” 

Estoy en la galería exterior de la casa viendo caer la nevada. Amalia lava los platos y Mario está atendiendo a los caballos en el establo. Camino hacia un extremo de la galería y lo veo venir: “listo, atendidos los pingos. Pablo, me gustaría que se quede a tomar unos mates. Si quiere ver la nieve preparo el mate y lo traigo para acá, un lujo matear viendo semejante nevada. Por la vuelta no se haga el más mínimo problema, yo lo llevo en la camioneta cuando quiera. Llegamos en un santiamén a su casa. Como quiera…” “La verdad es que yo estoy acostumbrado a tomar mate a esta hora. Si quiere lo acompaño Mario, y después me voy porque esto a la noche se va a poner bravo.” “Pero mijo, yo lo voy a llevar de todas formas. Preparo uno mates.”

Mientras mateamos Mario me cuenta una visita inesperada de hace unos días: “miro por la ventana de la cocina y veo acercarse dos de esos motorhomes ¿vio?. Voy hasta la tranquera y se baja un muchacho de unos veinticinco años, con rastas, diciéndome que andaban con problemas de motor en uno de los vehículos y pidiéndome permiso para pernoctar, ya que se acercaba la noche y a esa hora no iban a encontrar mecánico les habían dicho en La alambrada. Les confirmo el dato a sabiendas de que Raúl, un mecánico que vive en las afueras del pueblo, podría llegar a sacar a escopetazos a quien osara molestarlo a esas horas… Uno se pone viejo y enojadizo ¿vio?” “Pero usted seguro los dejó parar.” “Pero claro hombre, no solo los dejé, sino también los invitamos a pernoctar acá al lado de casa. Por suerte era una noche tibiecita, nada que ver con este frío del demonio. Eran doce en total. Una compañía de saltimbanquis o algo así. Andan de pueblo en pueblo por toda América del Sur viviendo de lo que hacen: números musicales, malabarismo, teatro, …, pequeñas piecitas ¿vio?, ¿qué más hacían?, ah, uno de ellos era una suerte de vidente, como los de los circos que venían a los pueblos cuando yo era pibe, siempre había algún adivinador o alguna gitana que tiraba las cartas. Mi viejo decía que no eran gitanas, que se disfrazaban. La cuestión es que una vez que se acomodaron fueron hasta La alambrada a comprar algo para cocinar para la cena, cocinaron tres o cuatro comidas diferentes, riquísimas, algunas vegetarianas, la mayoría eran vegetarianos, y no solo eso, cuando terminamos de cenar nos hicieron todo el espectáculo a Amalia y a mí. Muy lindo todo. Y después de que Amalia se fuera a dormir a casa y los artistas a los motorhomes, el vidente se quedó conmigo charlando, …, acá, igual que usted y yo ahora, y la verdad es que lo que me predijo me heló la sangre.” Amalia nos acerca unos buñuelos de naranja recién freídos. “Gracias vieja.” “Uh Amalia, gracias, por favor, me están tratando demasiado bien.” “Acá los invitados se tienen que ir contentos así vuelven Pablo. Me voy a tirar un rato a la cama viejo.” “Andá nomás que yo acá le estoy contando a Pablo lo del tipo de las gemas.” Amalia me sonríe y mira a Mario como una madre constatando la inocencia de su pequeño hijo. Mario continúa narrándome: “el adivino era el mayor de todos, debería tener su edad Pablo, más o menos. Tenía unas gemas de un color azul claro con las que decía había predicho el ataque a las torres gemelas, la crisis financiera de 2008, la de la Unión Europea, y muchas cosas que no viene al caso ahora que le cuente, pero lo que más me impactó fue algo que me dijo que se avecinaba. Él me advirtió que lo que tenía para decirme no era concerniente a mi persona ni en relación a Amalia, sino en relación a la humanidad en su conjunto. Me preguntó si yo quería que siga, y tras mi rotundo sí, me dijo como en verso:

no está lejos el día en que el cielo se volverá rojo,
el día en que pocos hombres caminarán sobre la tierra
llamados a dar el gran paso en nombre de la ya dormida humanidad…
Villa Regina, Villa Regina…

No tuve que pedirle que me lo repitiera muchas veces, lo recuerdo de manera patente desde ese momento, realmente no creo equivocarme en una sola palabra.” “¿Y nada más le dijo?” “Nada más Pablo. Cuando terminó de recitar se desvaneció y quedó como dormido sobre el respaldo del sillón en que usted está sentado ahora. Abrió la mano y las tres gemas que tenía cayeron al piso. Yo me levanté aterrado pensando en lo peor, pero en unos segundos respondió a mis estímulos para intentar despertarlo, me sonrió y me dijo que tenía mucha sed, que por favor le trajera algo frío para tomar. Fui hasta la cocina a llenar un vaso con agua fresca y cuando regresé no estaba más, tampoco las gemas. Llamé a uno de los motorhomes para avisar a sus compañeros de ruta lo que había pasado y me dijeron que no me preocupase, que Gabriel era así, que seguramente había ido a caminar por el campo y que a la mañana siguiente aparecería contando ‘una de las suyas’; pero al otro día Gabriel no apareció y tras esperarlo varias horas partieron hacia lo del mecánico dejándome el mensaje para él de que la próxima ciudad que ‘harían’ sería Pergamino.”

La nevada arrecia más que nunca en este momento. “Pablo, me va a creer un fabulador, pero la misma noche del día en que los muchachos se fueron soñé con Gabriel. En el sueño me decía que no me preocupase, que todo iba a ir bien, que el tránsito sería placentero. También me habló de esta nevada, y de usted, y de lo importante de que yo le contase estas cosas. Debe ser el sueño que más nítidamente recuerdo de todos los que he tenido, y vea que yo he sido siempre un hombre escéptico eh. A Amalia no le conté nada del sueño. Mire lo que está nevando.” “Si Mario, no se ofenda pero yo querría irme yendo.” “Sí hombre, lo llevo, espere que voy a buscar las llaves de la camioneta.”

Estamos dentro de la dichosa camioneta que no quiere arrancar: “no sé qué decirle Pablo, esto no funca, y ahora si lo llamo al mecánico con este tiempo y en día feriado no va a querer venir. Le ofrezco quedarse Pablo, Amalia va a estar encantada de prepararle para la cena alguno de sus platos, comida es lo que sobra en esta casa. Tenemos buena calefacción y lugar para que se quede usted a dormir. Quédese hombre. Son ya las cinco de la tarde casi y no está para volverse caminando. No nos vamos a quedar tranquilos con Amalia.”

Hace un par de horas terminamos de cenar. Amalia nos deleitó con su improvisada cena, disculpándose conmigo por no haber contado con un par de ingredientes que hubiesen hecho de la comilona un “festín para los dioses” según afirmó afablemente Mario. Durante la cena no hablamos una sola palabra en relación a Gabriel, el adivino, y sus extraños vaticinios. Siento que Mario ya me transmitió lo que cree que debo saber respecto de las revelaciones del augur, y sumado a eso, no sé hasta qué punto mi convidante desea extenderse en lo referente al tema en presencia de Amalia. Estoy de nuevo en esta galería de cuyo filo ahora cuelgan pequeñas estalactitas. Dejó de nevar y corre nuevamente un viento paralizante. Toco la nieve y está en polvo, como recién caída, las huellas de Mario están intactas, su última acción, previa a desearme mis buenas noches, fue constatar que los caballos no necesitaran nada, que el establo estuviese en condiciones para que los animales pasen la noche al resguardo de esta inusual inclemencia climática. Pienso en cómo se sigue honrando la memoria de  Laura en este sitio que más allá de las presentes circunstancias, parece estar escindido del resto del mundo. Por la ruta no pasan autos, camiones ni ningún tipo de vehículo. La quietud es apabullante. Comienzan a verse algunas estrellas, dado que las nubes se van abriendo. Todo hace pensar que ya no va a nevar más. Ahora sólo debe esperarse que “el hielo cubra la ruta” como aseguró Amalia en la cena, desempolvando su pericia patagónica para adelantarse a este tipo de episodios absolutamente atípicos por estos lares.  

Pasé una noche extraña en esta habitación. No pude dormirme profundamente. Todos los hechos y revelaciones de ayer cobraron una densidad tal al final del día que creo que ha sido el peso de todo eso lo que no me ha dejado descansar como acostumbro. Todo está tan silencioso. Temo hacer ruido y despertar a mis anfitriones si me levanto. Según el reloj que cuelga de la pared son las ocho y veinte de la mañana, hora en que comúnmente un matrimonio de las edades de Amalia y Mario está despierto y desayunado. Levanto la persiana del cuarto y la escena no puede ser más extraña. ¡El cielo está de un color rojo extrañísimo! Ni el más mínimo rastro de la nevada. Salgo de la habitación corriendo y busco a tientas un interruptor de luz. Me topo antes con una puerta. Lo que acabo de ver me aleja de todo tipo de reparo y la abro. Es la habitación del matrimonio que ayer tan cortésmente me recibió en su casa y que ahora ¿duerme? Los llamo. Grito histéricamente para no aceptar lo que el recuerdo de aquellos versos proféticos me confirma. Ninguno de los dos tiene pulso. Sus frentes están tan frías como las de los pocos cadáveres que he tocado en mi vida, …, en la frente, siempre en la frente.

Estoy llegando a Villa Regina. En el estéreo suena You Got It, de Roy Orbison. Estuve escuchando durante todo el viaje Mystery Girl. Luego de dejar libres a los caballos de la casa de la ya para nada enigmática capilla, de ese paraje del Km. 14, tan incógnito en mi infancia y en mi juventud, logré hacer arrancar la camioneta de Mario y manejar hasta acá. Entré en Tandil, en Bahía Blanca y en Choele Choel. Sólo cadáveres a la vista. Entré a estaciones de servicio a cargar combustible, obviamente a la manera de autoservicio, entré a casas, a cuarteles de bomberos y a comisarías. Todo el mundo petrificado, como si la escena se hubiese detenido en un abrir y cerrar de ojos. Los pocos caminantes regados por las veredas, el resto en sus puestos de trabajo o en sus camas. Violé demasiadas puertas en las últimas horas sólo para encontrar una escena que a estas instancias se ha tornado usual y va perdiendo su capacidad de provocarme asombro. No anocheció, siempre este cielo rojo señoreando y derramando sobre todo su extraña y apocalíptica proyección.

Estoy subiendo una barda y observando la ciudad desde una considerable altura. Dejé el estéreo encendido y escucho la música. Veo por primera vez un grupo de hombres, mujeres y chicos, ¡todos vivos!, todos me reciben con una cordial y expectante mirada. Nos sentamos en círculo y nos contamos nuestras vidas en menos de un segundo. Nadie ha necesitado hablar para hacerlo. He perdido el recelo, la necesidad de hacer secreto mi pasado. Me he perdido.

Los primeros pumas llegaron unos minutos después que yo. Ahora son unos treinta los que nos rodean, hambrientos. La misma escena se repite en algunas regiones del planeta, lo sé. Un solo hombre pronto a ser jamado por algunas de las diversas especies que heredarán la tierra:

se ha esfumado el verbo,
sólo queda una nada morada por un solo ser,
desaparecer, desaparecer, desapare-ser,

…el día en que el cielo es rojo,
el día en que pocos hombres habitan la tierra
llamados a dar el gran paso en nombre de la ya dormida humanidad…
Villa Regina, Villa Regina…

Mientras dos pumas hincan sus quijadas en mi cuerpo, suena a lo lejos A Love So Beautiful.