Una brisa helada le surcó cara.
La playa y la ciudad desplegaban una diáfana soledad.
Se arrellanó al final de la escollera
envuelto en una casi invisible bruma
y observó a las piedras cubiertas de un utópico verde.
El agua había trepado incansable durante décadas,
componiendo una escena atrapada por primera vez:
ceñidas por una reunión de millones de diminutas esmeraldas
las rocas exhalaban una letanía tras la partida de la blanca y salada efervescencia
(todo te sobrevendrá, tras la dimisión,
una involuntaria memoria traerá consigo la primera y relegada resonancia...)
Anochecía;
mientras él caminaba de regreso,
recordaba el mundo,
y el canto más esencial
regresaba al abrigo de la renovada espuma.