sábado, 9 de junio de 2012

Viedma (relato)

Estaba la televisión prendida en el momento en que el meteorólogo de un canal local, anunciaba la continuidad de una ola de calor que venía sosteniéndose en el tiempo desde hacía casi una semana: "incluso en algunos sectores del este patagónico, precisamente en la zona de Viedma y Carmen de Patagones, las temperaturas podrían superar los cuarenta grados", anunciaba el pronosticador.
        
En aquella época, disponía de tiempo y dinero suficientes para realizar un viaje, viaje que por otra parte, venía postergando debido a ese efecto de acostumbramiento que ejercen los lugares conocidos, obligándonos a permanecer por largos períodos dentro de los límites de una ciudad. Pero esta vez, quizás simplemente por reacción espontánea a mi prolongada quietud, decidí apagar el televisor y caminar bajo un sol implacable las veintidós cuadras que me separaban de la terminal de la ciudad. "Veinticinco de marzo, veinticinco de marzo y este calor…", pensaba mientras caminaba bajo la sombra de unos tilos que exhibían sus desfallecientes hojas a casi nadie. Conseguí pasajes para esa misma noche. Me esperaban por lo tanto unas nueve horas y media de viaje hacia Viedma.
        
Llegué demasiado temprano a la terminal de ómnibus. El aire de los playones donde maniobran y estacionan los buses para que arriben los pasajeros, se había vuelto irrespirable. Daba la sensación de encontrarse encapsulado en una burbuja preñada de un horrible vapor con olor a gasoil, a lo que se agregaba la incomodidad de sentir el polvo que levantaban esos monstruos que entraban y salían, adhiriéndose a mi frente humedecida por el sudor. Entré por fin al coche y ocupé mi lugar que se situaba en el piso de abajo, junto a la ventanilla, del lado derecho. Cuando sentí que nos movíamos, me alegró el hecho de que el asiento contiguo al mío, no hubiese sido ocupado. Aquello me permitió distribuir las pocas cosas de que no me desprendí en el depósito de valijas, de una manera más cómoda y manejable.
        
Nunca puedo dormirme en aviones o en colectivos, tan solo consigo, en raras oportunidades, dormitar superficialmente, jamás pierdo totalmente el registro de lo que pasa a mi alrededor. El auxiliar de a bordo, un joven rechoncho y morocho, de unos veinte, a lo sumo veintitrés años, empezó a servir la cena a una hora de haber partido el micro de Mar del Plata. Cené rápidamente, repitiendo esa inexplicable costumbre de apurarme, cuando tiempo y una ausencia total de estímulos que representen una urgencia, son lo que me sobra. Había llevado para releer en el viaje La arboleda perdida, de Rafael Alberti, pero al cabo de leer unas pocas páginas, me propuse, con una sorprendente convicción, dormirme al menos un tramo importante del viaje. Para dicha empresa, disponía de una gran cantidad pastillas. Tomé el doble de la dosis que habitualmente logra sacarme de la vigilia, y el resultado no pudo ser mejor; cuando desperté nos encontrábamos en la terminal de Bahía Blanca. Decidí bajar del bus, ya que se nos informó que permaneceríamos en ese lugar por espacio de veinte minutos. El calor a esa hora de la madrugada ya era demasiado, haciendo prever el advenimiento de un día ardiente. Pensé que en unas tres o cuatro horas estaríamos en Viedma, preguntándome si esas condiciones meteorológicas llegarían hasta esa latitud más austral aun. Seguimos viaje y retomé mi lectura, leí hasta que al mirar por la ventanilla comprobé que estaba amaneciendo y que estaba acercándome a mi destino. El suelo en esa zona es prácticamente desértico, hecho éste que se percibía agravado por el verano que no quería irse, y seguramente por la ausencia de lluvias. Unos pocos arbustos muy bajos y dispersas matitas de un pasto amarillo, me daban la pauta de estar ya transitando un camino patagónico. También pueden verse en la región, esos característicos levantes o pequeñas mesetas, formados por una especie de tosca muy dura y por algunas piedras. El sol se elevaba cada vez más, inundando de una todavía tenue luz los levantes y proyectando pequeñas sombras que se me representaron como los últimos desperdigados intentos del suelo, por recobrar las fuerzas necesarias de un ser amigable que parecía advertirnos en un grito silencioso, lo tórrido del día que se consolidaba.
        
Llegamos a Viedma con un sol que iba consiguiendo deshacer las últimas oscuridades de la madrugada. Cuando cruzamos uno de los dos puentes que atraviesan el río Negro, uniendo a esta ciudad con su vecina Carmen de Patagones, pude ver una de las lanchas colectivas que hacen su viaje muelle a muelle, uniendo no solo las dos ciudades, sino también a la provincia de Buenos Aires con la de Río Negro. En la ciudad se observaba ya a esa hora bastante movimiento de vehículos particulares y transporte público. Llegamos por fin a la terminal. El auxiliar de a bordo no podía disimular, aunque se notaba que se esforzaba por hacerlo, las huellas de varias horas de sueño; entregaba el equipaje a los pasajeros ansiosos por recuperar sus valijas y llegar a tomar uno de los pocos taxis que del otro lado de la estación esperaban. Pude llegar a tomar un taxi, y mientras acomodaba mi valija al lado mío, en el asiento, le indiqué al chofer la dirección del hotel que desde Mar del Plata, telefónicamente, había reservado. Llegué por fin al lugar, era una construcción bastante moderna, un edificio de pocos pisos y de un aspecto monótono y uniforme en su fachada. Por dentro, el ambiente en donde se encontraba la recepción era mucho más acogedor y decorado con muy buen tino. Me recibió un conserje que no disimuló estar a la espera de mi llegada, evidentemente no era una época de gran arribo de turistas a la ciudad. Me registré, contestando por unos segundos a algunos comentarios que el conserje me hizo en relación con el viaje, al horario del servicio de desayuno, y por fin me dirigí a mi habitación que se encontraba en el tercer piso. Cuando me alojo en un hotel, tengo la peculiar facultad de familiarizarme con la habitación de inmediato. Siento siempre una sensación de apropiación inmediata del lugar, reconfortándome en el olor de las sábanas limpias, de las toallas limpias; construyo de manera casi instantánea un mapa visual del lugar, el cual me genera una sensación de silenciosa bienvenida que parecieran darme todos los elementos que constituyen esa extraña población estable, testigo del ir y venir de innumerables personas en un corto período de tiempo. La habitación tenía la ventana un tanto levantada y el vidrio totalmente abierto, pero ni siquiera el aire de la madrugada había podido desalojar el calor que había quedado encerrado desde el día anterior. Decidí cerrar todo herméticamente, prender un velador que se encontraba en la mesita de luz, entre las dos camas, y por fin encendí el aire acondicionado y el televisor. Me acosté en una de las camas semivestido y me quedé dormido casi instantáneamente, lo que creo, representa una irrefutable prueba de mi extraña capacidad de aquerenciamiento con ciertos lugares desconocidos.  
        
Me desperté a las doce y media del mediodía, en el televisor, un canal de noticias de Buenos Aires, daba cuenta de la persistencia de la ola de calor en casi todo el país, se informaba de la ausencia estadística de precedentes con los cuales compararla. El cuarto estaba helado, de hecho, creo que casi inconscientemente, a media mañana, había echado mano de una frazada que antes de acostarme, saqué de mi cama y puse en la cama de al lado. Abrí la ventana, que me permitía ver gran parte de un pulmón del hotel y una reducida porción de la calle. El sol era implacable, se veían, a pesar de encontrarse el hotel en una zona bastante céntrica de la ciudad, muy pocos caminantes por las veredas, lentos, desfallecientes; inclusive pude decodificar desde esa mediana lejanía, el agobio fatalmente adherido al rostro de una anciana que cargaba una bolsa enorme, librando una encendida batalla dentro de una tormenta de fuego. El viento la detenía, hacía que cada uno de sus pasos pareciera el último, pero la mujer resistió y se perdió tras la pared trasera que disminuía mi campo visual. "Voy a salir de todos modos", me dije, "no voy a quedarme muchos días y tengo que recorrer dos ciudades, cruzar el río, conocer el océano a estas latitudes…no debe ser tan lejos." Me vestí rápidamente y bajé. El conserje que me había recibido por la mañana ya no se encontraba en el mostrador de la entrada, en su lugar, había una mujer de unos cuarenta y cinco años, que muy amablemente, tomó las llaves de mi habitación. “Hoy batimos todos los récords, cuarenta y tres grados hacen.” “Bueno, tendremos que animarnos y salir de todas maneras, hasta luego.” “Hasta luego.” Desde una de las calles laterales que surcaban la manzana de mi hotel, se veía un enorme edificio de ladrillos a la vista. Casi no cabían dudas de que se trataba de una iglesia céntrica. Decidí caminar en esa dirección, la calle seguía mostrando el mismo panorama que vi desde mi cuarto, solo unos pocos valientes, casi suicidas, entre los cuales me encontraba, transitábamos las veredas incendiadas por el sol. No había vereda de sombra, pues habían pasado unos pocos instantes del mediodía y el sol distribuía de forma casi equivalente sus haces de fuego. Llegué a la plaza principal de Viedma. Unos cuantos taxistas fuera de sus vehículos, sentados a la sombra de los árboles, y un grupo de tres ancianos reunidos en torno a un banco, conformaban el esmirriado panorama humano del lugar. Pregunté a uno de los taxistas en qué dirección se encontraba el río; “vas hasta la esquina y agarrás esa calle a la derecha, te lleva derecho.” Seguí las simples indicaciones y comencé a recorrer la calle; desde esa misma esquina se podía advertir que me separaban del río unas pocas cuadras, ya que se observaban lo que parecían ser las zonas arboladas que por la mañana vi con mayor claridad cuando cruzábamos el puente. El barrio se iba embelleciendo a medida que me acercaba al río. El silencio era casi absoluto, lo interrumpían el paso de algún auto o el sonido de algunos aparatos de aire acondicionado que daban a las veredas. Por fin tuve ante mí al río Negro. Crucé la calle y ahí estaba, detrás de una línea de árboles. Las aguas del río Negro son de un verde esmeralda, bastante transparentes. Ese día, a pesar del viento que soplaba fuerte desde el norte, podía verse al agua deslizándose plácidamente sobre la superficie. Caminé en dirección a un muelle desde el cual se veía partir una lancha colectiva de madera. Carmen de Patagones, como inmersa en el centro de un escenario mediterráneo, estallaba de agobio bajo ese sol, que desde la mañana se había transformado en amo y señor de todo acontecimiento que se desarrollase al aire libre. Llegué por fin al muelle y caminé toda su extensión hasta que las barandas me impidieron seguir internándome en ese apetecible señoreo de un agua que daba la impresión de encontrarse a una temperatura bastante fría. Una rampa de hierro y madera, servía de plataforma de descenso a los pasajeros que ascendían a las lanchas que cruzaban a la ciudad y a la provincia vecinas. A pesar del tremendo calor, permanecí por unos minutos observando el ascenso de pasajeros a una de las lanchas, pero al cabo de unos pocos minutos, mi cuerpo comenzó a darme señales de estar cediendo ante los constantes embistes de esas ráfagas que parecían surgir desde un contiguo infierno. Era imposible permanecer en la calle. Evidentemente la poca gente que se veía, no podía evitar por razones de trabajo o alguna otra causa ineludible, el penoso peregrinar bajo esos estoicos árboles de la costanera. Decidí volver al hotel en un taxi que se encontraba en el extremo del muelle.
        
Mi habitación había sido acondicionada por esos benditos ángeles que son las mucamas de hotel. Habían devuelto a ese lugar que por la mañana hice mío en tan pocos instantes, su aspecto virginal de olores dulzones, de acogedora hospitalidad. Encendí nuevamente el aire acondicionado, el televisor, y volví a acostarme con mucha hambre y cansancio. "Cuarenta y tres grados afuera, cuarenta y tres grados y yo acá, en esta maravillosa y artificial penumbra vespertina, sintiendo la suavidad de las sábanas, el aire fresco de la refrigeración, las voces lejanas del televisor como un coloquio ininteligible, el sueño, el sueño… me late fuerte la cabeza… empiezo a asustarme… ¿me levanto y pido ayuda?... me duermo, me duermo y que sea lo que dios quiera… me duermo, me duermo…"
        
Me desperté a las cinco y media de la tarde. Salí nuevamente del hotel. El calor seguía invadiendo cada rincón en la calle, pero debido a la hora, el sol ya no tenía la fuerza del mediodía. Me dirigí por la calle del hotel hacia el río. Mi sentido de la orientación ya me permitía trasladarme con más seguridad por el centro de la ciudad. Por fin llegué al muelle del cual el ardiente mediodía me había desalojado con tanta furia. Me senté en uno de los bancos de madera: “Calor ¿eh?, a cuarenta y tres llegamos hoy.” “Sí, bravo ¿no?”, respondí al hombre que desde el banco de al lado me había hablado. Viejo, calculé que cercano a los ochenta años. Vestía una camisa de tela muy liviana, un pantalón largo que había levantado, dejando sus pantorrillas al descubierto, y unos tiradores de un color anaranjado muy graciosos. “Acá es bravo en verano, yo soy nacido y criado en Viedma y siempre hizo calor acá. La gente que viene de Buenos Aires pregunta siempre, cree que en la Patagonia no hace calor. Yo soy nacido acá, acá siempre hizo calor.” “Y en invierno, ¿es bravo el frío?” “No, para nada, se aguanta bien, el año pasado casi no tuvimos invierno, cuatro o cinco heladas grandes, antes sí hacía frío, se juntaban una helada con otra, yo soy nacido y criado acá.” “Y, ha cambiado el clima en todos lados, hace unos años un hombre en Esquel me dijo que si seguía así iban a tener que pensar en plantar palmeras en la montaña.” “¿Quiere un mate?” “Bueno…, gracias.” “No, diga que acá tenemos el río que nos salva, se junta gente en verano, ahora casi no hay nadie bañándose porque ya empezaron las clases y la gente está en otra, pero se junta mucha gente en verano, y del lado de Carmen también, ¿no vio como está del otro lado, las bajadas que le han hecho al río?” “No, llegué esta mañana y la verdad es que el calor recién me dejó salir ahora.” “¿Y le gusta Viedma?” “No la recorrí mucho todavía, pero esta zona cerca del río me parece muy pintoresca.” “Yo me crié cinco kilómetros río arriba, allá es más limpia el agua, cuando éramos chicos, nos bañábamos horas seguidas, todas las tardes, y cuando salíamos, mi abuela, yo soy criado por mis abuelos…” Hizo una pausa, tal vez esperando un comentario mío. Yo no agregué nada, prefería no irme muy por las ramas en la conversación. “Cuando salíamos del agua, mi abuela que en paz descanse nos lavaba la cabeza con jabón de ese que se usaba antes, el de lavar la ropa, no había otra cosa. Con la misma agua del río nos lavaba la cabeza, allá río arriba el agua es más cristalina.” “Esa lancha cruza a Carmen, ¿no?” “Sí, la toma acá abajo, el pasaje lo paga cuando llega allá, enseguida cruza, el pasaje lo paga allá, por ésa rampa tiene que bajar y sube a la lancha, uno con veinticinco le sale el pasaje.” El conductor de la lancha amarraba una cuerda a una plataforma de madera. Cuando terminó, bajó e invitó a la gente a descender. Se habían agrupado entorno mío y del viejo, cuatro o cinco pasajeros que seguramente esperaban para cruzar a la ciudad de enfrente. “¿Va a cruzar?”, preguntó el hombre, con un dejo de resignación ante la posibilidad de perder a su interlocutor. “Tómese otro mate.” “Uh, gracias, bueno, me voy a conocer Carmen.” “Vaya para aquel lado por la costanera, es muy bonito, uno con veinticinco le sale el pasaje.” “Gracias, gracias por los mates.” Me despidió con la mano levantada a la altura de la cabeza, sin demostrar demasiada efusividad, pero se notaba que hubiese preferido que me quedase a hablar con él. Subí a la lancha con unas siete u ocho personas, y en unos pocos minutos estábamos en Carmen de Patagones. Siguiendo el consejo del viejo, caminé río abajo por la costanera. En ese lugar, los alrededores del río se encuentran más arbolados, circunstancia que acrecentaba la sensación de estar ya en un atardecer que de a poco se iba imponiendo. En la orilla del río habían colocado de manera muy prolija, una especie de enormes bolsones de arena, construidos con una tela  gruesísima que tenía la textura y la apariencia visual de una alfombra. Resistí la tentación de meterme en el río, ya que no llevaba ropa adicional para cambiarme, pero bajé esa especie de escalinata que conformaban los bolsones superpuestos gradualmente y toqué el agua tibia que seguía desplazándose lentamente en su tránsito hacia el océano. Muy de a poco la luz se iba retirando, pero este replegarse, no se condecía con la calurosa temperatura ambiente, que parecía empecinarse en establecerse en la región, provocando otra noche tremenda. El viento, quizá en un secreto acuerdo con los demás elementos que conformaban ese cuadro fatalmente caliente, también cedía a medida que el sol se retiraba. Decidí volver hacia la zona desde la cual había comenzado mi caminata. Carmen de Patagones se encuentra sobre uno de esos levantes amesetados, desde la costa se ve como la ciudad se eleva, exhibiendo calles que ascienden entre tapiales por los que asoman enredaderas regadas artificialmente. En una escalinata cercana al lugar de desembarco se ve la ciudad en tres planos, el de la costa, el de las escaleras interminables surcadas por antiguas construcciones, y como centinelas blancos las torres de la iglesia. Este maravilloso cuadro en tres dimensiones superpuestas, recibía a esa hora el exhausto tinte naranja del sol que seguía cayendo. Sentí, no por primera vez, esa sensación que pareciera transmitirnos que algunos lugares, conscientes de nuestra presencia y de su esplendor, componen voluntariamente esas deslumbrantes semblanzas de sí mismos.
        
Ya era de noche cuando llegué de regreso al hotel. En la conserjería se encontraba el empleado que por la mañana me había recibido: “Puede cenar acá en el comedor del hotel.” “Ah, que bueno, la verdad es que estuve caminando mucho en Carmen y no tengo ganas de volver a salir. Además hace una noche insoportable.” “Y para mañana anuncian otro día de más de cuarenta.” “Bueno, ¿a qué hora puedo bajar a cenar?” “Desde las veinte treinta ya está funcionando el comedor, y tiene tiempo hasta las veintitrés.” “Gracias.” “No, por favor.” Bajé a cenar a las diez de la noche. Había dos mesas ocupadas además de la mía. Desde el gran ventanal del comedor, se veía el tránsito de gente por la vereda. Muchos dejaban entrever involuntaria y silenciosamente, en un gesto de tortuoso fastidio, las secuelas del día tremendamente caluroso; tal vez muchos habían escuchado el pronóstico, razón que seguramente consolidaba con mayor énfasis la expresión del hastío. Resolví acostarme temprano, para aprovechar el día desde la mañana. Volví a despertarme en un ambiente helado a causa del aire acondicionado. Bajé y desayuné rápidamente.
        
La plaza a media mañana mostraba el mismo aspecto solitario del día anterior, todo parecía una réplica, no cabían dudas de que la razón era el clima. De todos modos contaba con el atenuante de un cielo bastante nublado, pero que no evitaba la sensación de estar derritiéndose. Tomé un colectivo de línea, que hacía el recorrido entre Viedma y El Cóndor, el pueblo más cercano con playas en la costa atlántica de Río Negro. El panorama desértico y las pequeñas mesetas conformaban una constante. Llegamos al pueblo tras unos cuarenta minutos. Caminé hasta la costa. El viento continental casi impedía caminar. Tuve que meditar si recorrer los doscientos o trescientos metros de playa, ya que como el viento soplaba desde la tierra, el regreso se haría difícil. "No puedo estar acá y no tocar el agua, no ver esas olas enormes de cerca… Vamos. Qué arena horrible, cuántas piedras, cómo pinchan los brazos los granos de arena, qué viento de mierda… No llego más, qué calor por dios, menos mal que está nublado. Ya llego, ya llegamos. Es marrón el agua, acá es imposible bañarse. ¿Será el día o será siempre así? Uh, es fría. Ya la toqué, me vuelvo. Qué viento de mierda, tengo que cerrar los ojos, cómo pincha esta arena gruesa y oscura. Ya llego, vamos ya llegás. Tengo arena en los zapatos,… también, a qué idiota  se le ocurre venir a la playa con zapatos. Me dijeron que eran cómodos como zapatillas. En las zapatillas se mete igual esta arena de mierda. Llego, ya llego. Ya estoy en la vereda, creí que no llegaba. Se está nublando mucho pero el calor no cede. No puedo seguir caminando, me vuelvo a la terminal y espero bajo el tinglado leyendo 'La arboleda'."
        
“Sí, la verdad es que tenía razón, es muy linda la costa del lado de Carmen.” “¿Vio la bajada, los bolsones de arena?” “Sí, me dieron ganas de meterme al río, hacía tanto calor, bah!, igual que hoy. Y hoy a la mañana estuve en El Cóndor.” “Ah, ¿fue para la boca?” “¿Cómo la boca?” “Acá le decimos la boca a esa zona porque ahí nomás desemboca el río en el mar.” “Ah…, igual me vine en el primer colectivo porque había mucho viento y con tanto calor…” “Y, hoy llegaremos a cuarenta, diga que está nublado.” “La verdad nunca pensé que iba a pasar días de tanto calor precisamente en la Patagonia.” El viejo tenía los mismos tiradores anaranjados del día anterior. De la conversación y de la expresión amigable se infería que tenía intenciones de dialogar conmigo. Yo por mi parte no tenía ánimo de seguir moviéndome, por eso había ido de nuevo a ese muelle desde el cual volvía a partir una lancha cruzando gente a la otra orilla. “Acá siempre hizo calor, yo viví toda mi vida acá en la zona. Diga que tenemos el río acá en verano, que sino… Cuando yo era pibe lo disfrutábamos tanto. Nos íbamos por ahí en bicicleta y nos bañábamos casi todos los días en el río. ¿Quiere un mate?... Una vez nos llevamos un julepe de la puta madre, nos encontramos un muerto.” “¿Un muerto, qué, en la calle?” “No, yo lo conocía porque mi abuelo le compraba pollos, a veces algún lechón para alguna ocasión especial, criaba animales para vender, vivía de eso. Y era un hombre muy bueno con todo el mundo. Nosotros de pibes pasábamos siempre a pedirle agua en verano, cuando salíamos en bicicleta, y él charlaba, no lo dejaba ir a uno, se conoce que pasaba solo mucho tiempo. Mi abuelo también, cuando iba se quejaba de que no lo largaba. -Dos horas para comprar un par de pollos- decía mi abuelo, pero le daba lástima, por eso iba igual a comprarle.” “Y, a veces la gente se siente sola y necesita hablar con alguien.” “¿Cómo se llamaba el hombre?, no me acuerdo, pucha, ¿cómo se llamaba?, bueno no importa, sí, y lo encontramos muerto una vez, en la casa estaba, nos pegamos un julepe. Sentado en la mesa estaba, y ya había bastante olor a cristiano, no, el olor del cristiano muerto es insoportable, debía hacer uno o dos días que se había muerto, calor como hoy hacía, igual que hoy.” “¿Y qué hicieron?, salieron corriendo seguro.” “No, nos quedamos mirando, se conoce que se había preparado el mate, porque tenía el mate armado, con la yerba seca y la pava llena de agua en la mesa. Tengo el dibujo en casa. Yo dibujo en los ratos libres, tengo muchos dibujos de acá de la zona. Siempre dibujé, desde chico dibujé. Hoy justo no traje el cuaderno. Yo ando casi siempre con un cuaderno en que hago el boceto y después si me gusta lo paso al papel más grande, en carbón.” “Y ¿conserva el dibujo del muerto?, uh, me gustaría verlo.” “Sí, tengo casi todo guardado lo que he dibujado. Ése tardé mucho en pasarlo al carbón. Los otros pibes que estaban conmigo me decían que estaba loco cuando me quedé observando al muerto, ¿cómo se llamaba?, me quedé mirándolo un rato y después saqué el cuaderno que llevaba en una carterita que me había hecho mi abuela, …yo fui criado por mis abuelos, mi abuela me había hecho una carterita con unos recortes de género, la tengo todavía, el dibujo también. Saqué el cuaderno y el lápiz y me puse a dibujarlo. Los pibes me decían que estaba loco, que no se aguantaba el olor ahí adentro, pero yo me quedé a dibujar. Ellos se quedaron afuera, yo los escuchaba jugar, hablar del muerto, que yo estaba loco decían, estuve como media hora dibujando. Después ya nos volvimos para las casas. Yo les pedí que no contaran que había dibujado al muerto, pero se ve que alguno les contó a los padres, porque al otro día, cuando mis abuelos vinieron del velorio, se conoce que algún padre de los pibes les contó porque mi abuelo por poco no me da la paliza de mi vida. Yo les dije que lo había tirado. Yo había sacado la hoja del cuaderno por las dudas, por eso le mostré el cuaderno a mi abuelo y me creyó y me salvé de la biaba.” Yo por mi parte pensaba en el dibujo, en el dibujo del muerto sin nombre. Mientras el viejo me hablaba, mis pensamientos se encolumnaban detrás de un solo objetivo: demostrarle interés por sus dibujos al carbón para que me los mostrara, y entre ellos, poder tener la oportunidad de observar el del cadáver. “¿Por qué no se viene al hotel?, mire, acá le anoto la dirección. Se viene a la noche y lo invito a cenar, así me muestra todos sus dibujos.” “No, no se va a poner en gastos. Si quiere véngase para mi casa ahora y se los muestro.” “Véngase para el hotel, en serio, así como acompañado y me cuenta más cosas de Viedma; además así veo los dibujos. Dígame su nombre, que ya charlamos un montón y no le pregunté.” “Juan.” “Bueno Juan, ¿se viene esta noche a las nueve más o menos?, yo estoy en la habitación 304, acá le anoto, avisa abajo en conserjería y yo bajo y comemos algo, yo lo invito, ¿qué le parece?” “Bueno, está bien, hoy voy entonces.” “Lo espero, no me falle eh.”
        
"¿Vendrá el viejo?, qué calentita que está el agua. Siempre haciendo todo temprano, con tanto tiempo de sobra. Si hoy me muestra los dibujos, …el dibujo, mañana me vuelvo a casa. Un dibujo de un muerto, capaz que no se lo mostró a mucha gente, es como si se me retaceara el viejo. Por ahí no viene a cenar, y yo que reservé y pedí de antemano hasta el vino. No me queda mucha guita… No saldría nunca de la ducha, que hermosa que está el agua. ¿Se habrá largado a llover afuera o seguirá el calor?, me dijo el conserje que no llueve casi nada en Viedma. Un dibujo de un muerto hecho hace tanto tiempo, bah, me dijo que tardó bastante en pasarlo, lo escondió, sino le daban la biaba de su vida. ¿Será soltero el viejo o viudo?, los hombres casi siempre nos morimos antes que las mujeres. Qué cerca que está siempre la hija de puta, en cualquier momento te agarra y puf!, al otro lado, ¿qué lado?. La verdad es que si hay algún lado me merecería un premio por haberme aguantado este calor de mierda. Después hablan del infierno…, si esto no es el infierno, … son tan cortos los inviernos ahora. Por ahí viene. Me voy a terminar el agua del hotel si sigo en la ducha.
        
¿A ver cómo está?, uh, parece que en cualquier momento se viene abajo el cielo, carajo, si llueve el viejo me planta y me quedo con la leche. Que no llueva, que llueva a la madrugada, total abajo también prenden el aire. Que no se les ocurra apagarlo justo hoy, … la gente mide el clima de acuerdo con el almanaque a veces. Cómo cambió el clima, este año va a ser muy caluroso seguro. ¿A ver en la tele si dicen algo?, algún pronóstico por ahí engancho de acá de la zona. Que no me falle… Uy!, son las nueve y cinco, no viene, me plantó el viejo, para qué carajo me comprometo con un desconocido, podría estar en otro lado y ahora estoy acá como un rehén por pelotudo. A las nueve y media si no viene bajo a comer solo, y que se cague, después si viene poca bola le voy a dar. Las nueve y cuarto. Tendría que haber ido a la casa hoy a la tarde, pero andá a saber por dónde vive el viejo, por ahí se amilanó por la tormenta ésta latente que no estalla nunca. Qué muerta que está la calle, no pasa casi nadie, por ahí en el centro hay un poco más de gente…"
        
A las nueve y veinte sonó el teléfono de mi habitación y me avisaron que Juan me esperaba abajo. Les pedí que por favor lo acomodaran en la mesa –la misma en que había cenado la noche anterior-. Elegí esa mesa porque se encontraba bastante alejada del resto, cerca de la ventana, pensando en que mi invitado, tal vez demasiado reservado con respecto a que los demás comensales escucharan, se guardara cosas interesantes en la conversación y no se animara a sacar los dibujos… "¿Y si no me trajo nada, si me miente y me dice que se los olvidó?, no, se muestra bastante orgulloso cuando habla de sus dibujos. Este ascensor de mierda, ¿habrán dejado la puerta abierta abajo?, abajo está, no, ahí viene."
        
“¿Qué quiere comer Juan?, pida lo que quiera, ayer comí mariscos, la verdad es que los preparan bárbaro acá, pero pida lo que quiera.” “Lo que coma usted, a mí me gusta cualquier cosa.” “¿Le parece unos pulpitos a la provenzal para empezar?” “Lo que usted pida, yo como de todo.”
        
“Uh, trajo los dibujos en el bolsito, ¿los puedo ver?” Sacó del bolso un montón de dibujos enrollados. “Este es de allá río arriba, tiene unos cuantos años.” “Qué lindo lugar, esto lo hace en carbón ¿no?” “Sí, probé con otras técnicas pero ésta es la que mejor manejo. Este es del camino a la boca, lo hice el invierno pasado.” Fue relatándome una a una las historias y las características de los lugares que había dibujado. No soy un entendido en artes plásticas, pero me temo que no erraría si me arriesgo a testimoniar que los dibujos estaban muy bien logrados. Realmente, con una técnica que yo juzgaba muy limitada, dado que sólo se cuenta con los matices que el carbón permite darle al papel, -es una cuestión de presión-, manifestó Juan cuando le planteé mi inquietud al respecto, el viejo lograba con sus dibujos insertarlo a uno en esas escenas que retrataba, logrando generar una sensación de multiplicidad y perspectiva asombrosas. De todas maneras, verdaderamente sorprendido por los logros pictóricos de Juan, la idea de llegar al dibujo del muerto no perdía fuerza en absoluto en el morboso coloquio que sostenía en mi mente, paralelamente a la conversación que mantenía con el viejo, respecto de sus trabajos… “Este es el de Gauna, me acordé el nombre justo cuando terminamos de hablar hoy en el muelle.” El mozo llegaba justo en ese momento, trayéndonos el plato principal y ocupando por desgracia casi toda la mesa con fuentes y platos. Se hacía imposible desplegar los dibujos en esa situación, por lo que le sugerí a Juan que los guardara para después del postre, intentando avivar el interés de mi invitado, describiendo las cualidades de un  vino del Alto Valle que le prometía, degustaríamos más cómodamente en los sillones del hall, lugar que por otra parte consideraba más propicio para desenrollar la tan esperada epifanía.
        
"Qué lento que es para comer. Pero no, no puedo apurarlo o hacer algo para acelerar la cena, a ver si se da cuenta y se va sin mostrarme el dibujo de Gauna. Se acordó el nombre…Que no llueva, a ver si el viejo se asusta por la lluvia y se me escapa… Le digo que le pago un taxi y listo, se lo ve cómodo, capaz que nunca come estas cosas, …voy a ir pidiendo que me preparen el vino que le prometí para tomar en el hall mientras vemos el resto de los dibujos, …y el de Gauna, de paso cuando lo pido me doy cuenta si tiene ganas de quedarse o no." “Sí, dentro de unos veinte minutos, vamos a tomarlo en el hall con el señor.” El mozo nos dejó nuevamente solos y Juan seguía relatándome un desgraciado episodio que había hecho que uno de sus hijos se distanciara de él desde hacía unos cuantos años. “¿Y vive solo usted Juan?” “Sí, mi señora falleció hace tres años, cáncer pobre, aguantó un año pero no se pudo hacer nada. Mi hijo siempre me reprocha que no buscamos otro profesional, por qué no la llevamos a Buenos Aires a ver si allá se podía hacer algo. No sé, a uno le queda esa sensación de no haber hecho todo lo posible. Mejor es irse como Gauna, tomando mate. Vaya a saber uno si sufrió ese hombre. Parece que no.” “Y, uno siempre piensa que en el momento de irse es mejor que la cosa sea así, rápida, igual no creo que sea tan bueno que la muerte lo agarre así a uno, tan desprevenido, tampoco me parece muy tranquilizador. Bueno, ¿qué le parece si nos vamos al hall a tomar ese vinito y me muestra los dibujos?” “Mire, no se ofenda pero mejor lo dejamos para mañana, parece que se está por largar a llover y no sé cómo me vuelvo si se larga.” “Hombre, por favor, yo le pago el taxi, se largue o no se largue, además consulté el pronóstico en internet y dicen que hasta mañana a la tarde no llueve. Quédese hombre, mire que yo mañana me voy y me pierdo los dibujos.” No tuve que insistir más que eso, evidentemente, habiéndose asegurado su viaje de vuelta, el viejo volvió a recuperar ese divismo artístico que en la cena empecé a percibir, debo decir que de manera un tanto grosera y excesiva, ostentaba su orgullo con respecto a sus dibujos, orgullo este que traía aparejado un  cierto celo fingido a la hora de mostrarlos. No obstante, no tuve que insistir demasiado para llevarlo al hall en donde desplegó nuevamente sus obras, de las cuales, una, despertaba en mí ese morbo inusitado, realmente a medida que veíamos los dibujos, tenía que sostener una actuación tendiente a disimular mi verdadero interés. “Acá tiene el de Gauna, vea nomás.” Y ahí lo tenía, frente a mí, el dibujo del muerto que tantas horas de ansiosa obsesión me había provocado. Lo tomé para verlo más de cerca. El viejo acompañó su “obra” hasta que no le dio más el largo del brazo. No se había detenido demasiado en el fondo de la epifanía. Este tan solo conformaba el contraste, el sustento de la escena, la última escena de Gauna. Una mesa, sobre ella el mate y la pava, y sentado en la única silla Gauna, descalzo, llevaba puesto un pantalón mal hilvanado, una camisa desprendida que dejaba escapar un vientre bastante abultado, ese típico vientre redondo de hombre viejo y delgado, como si se hubiese tragado una pelota de fútbol. En la cara no habían quedado huellas de la supuesta crisis que se supone debe representar la muerte para alguien que es sorprendido mateando en una calurosa tarde de verano. Los ojos estaban semiabiertos, nublados, parecía como si Gauna hubiese sentido sueño y hubiesen quedado frizados en un desinteresado e involuntario paneo del suelo. El pelo, bastante largo en las sienes, caía levemente sobre el hombro izquierdo, debido a que la cabeza tenía una tenue inclinación hacia ese lado. “No me va a creer pero le juro que nunca se lo mostré a nadie, es violar un poco la intimidad de alguien, pero en ese momento no pude contenerme y parar de dibujar, por eso tardé tanto en pasarlo acá, como usted lo ve.” “No, le entiendo Juan, pero mirándolo pareciera como si Gauna estuviese orgulloso de mostrarnos su última escena. Va a creer que estoy loco, pero siento como si el dibujo lo trajera a este momento y él estuviera acá con nosotros, diciéndonos que no le importa, que en realidad quiere compartir esto con nosotros. O por ahí es la misma muerte que nos habla, trascendiendo las limitaciones del tiempo, revelándonos que a veces no se ensaña tanto con los mortales, ¿no le parece?” “No me va a creer, pero yo pensé lo mismo que usted está diciendo ahora, creo que es por eso que me atreví a pasarlo y conservarlo. ¿Quiere quedárselo?” Yo sentí que debía, por una razón de fingida condescendencia, rechazar en un primer ofrecimiento el dibujo. “No, por favor, es algo suyo, ¿no lo quiere conservar?” “No, prefiero que usted, ya que hizo la misma interpretación que yo del hecho, se quede con el dibujo. Podría usted hacer lo mismo en un tiempo, endosarle el mensaje de Gauna a alguien que usted crea que se lo merece.” “Bueno, la verdad es que siento que debo aceptarlo. Gracias Juan, es muy amable; valoro mucho lo que me está dando, créame, se lo digo sinceramente.” “Por eso se lo doy. ¿Cuándo se va de Viedma?” “Mañana creo, si consigo pasajes; me parece que voy a tener que viajar con un diluvio.” “No crea, si ya no llovió, el mar se traga la tormenta y mañana tenemos un día igual a hoy. Me tengo que ir.” “Le llamo un taxi Juan.”
        
Pasé el día siguiente en el hotel, había reservado un pasaje para salir a la noche. Cumpliendo con el empírico vaticinio de Juan, el mar se había “tragado” la tormenta y el calor abrasador había reproducido por un día más el incendio. Como el primer día, observaba a la gente desde el limitado campo visual de mi habitación, arrastrándose lentamente por la vereda. Al volver a observar el dibujo, y recordando la charla con Juan, pensé en el día de la muerte de Gauna. ¿Era mi recuerdo el que lo traía hasta el presente? Es evidente que nos es imposible constatar la exacta reproducción de un día pasado. Viedma había cambiado, no cabían dudas, desde el día en que Gauna murió; muchos se fueron después que él, se habían construido muchos edificios y casas, por lo tanto el escenario era otro; otros hombres, otras casas, otros edificios, otras historias; pero sin embargo había un protagonista de aquel evento que sentí, había conservado intacta su substancialidad, el calor. Fue el calor por otra parte lo que disparó mi conversación con Juan en el muelle, como colándose sutilmente, se instaló en nuestra charla  y nos fue llevando al dibujo.
        
Desplegué ya en el bus nuevamente la epifanía. La noche no daba indicios de cambios climáticos; cambiaba el escenario, pero en mi memoria y en mis manos, un personaje permanecía inamovible, el calor, ese calor, ese único calor que en Viedma, a veces vuelve. Es sólo cuestión de Tiempo.