viernes, 18 de noviembre de 2011

AH, MIS PIES DESNUDOS...

   


   En esta entrada voy a escribir poco. Como habrán visto en mi perfil los queridos amigos que me acompañan a la distancia, compartiendo búsquedas, sonidos, imágenes y obsesiones, unos de mis artífices de referencia es Pier Paolo Pasolini. No voy a hacer acá una reseña sobre su cine, sobre su obra literaria, sobre su benditamente revulsiva militancia, ..., se han hecho tantas y algunas muy buenas. Simplemente quiero compartir con ustedes el final de Teorema, un libro suyo de finales de los sesenta. Historia, si puede llamarse así, también llevada al cine por PPP. En el libro, interpuestos en medio de un formato narrativo, se encuentran una serie de poemas. El que voy a añadir a continuación es el que da final a la novela, y es para mí una suerte de reflexión interna hecha por el personaje, que de alguna manera encarna la cristalización de la militancia del director italiano contra la absurdidad de las aspiraciones burguesas, su reivindicación de la simpleza de las gentes de los suburbios, del campesinado, sin caer en entronizaciones demagógicas, esas que justamente siempre ha utilizado el poder para lavar en público sus secretos pecados. Habla también el poema del desierto, tal vez único ámbito en el cual la gran pregunta pueda ser alguna vez respondida, ese desierto en el que este personaje, un empresario milanés, despojado voluntariamente de todas sus riquezas, camina hacia el momento de su verdad, en un absoluto y literal estado de desnudez... 



¡Ah, mis pies desnudos que caminan
por la arena del desierto!
¡Mis pies desnudos que me llevan
allí donde sólo hay una presencia única
y donde nada me ampara de ninguna mirada!
¡Mis pies desnudos
que han escogido un camino
que yo sigo como en una visión
de los padres que construyeron,
en el 20, mi villa de Milán y de los jóvenes
arquitectos
que la completaron en el 60!
Como ya para el pueblo de Israel y el apóstol
Pablo,
el desierto se presenta ante mí
como la única parte de la realidad que es
indispensable.
O mejor aún, como la realidad
despojada de todo, salvo de su esencia,
tal como se la representa quien vive y, a veces,
la piensa, aun sin ser filósofo.
En efecto, nada hay aquí
que no sea necesario:
la tierra, el cielo y el cuerpo de un hombre.
Por demente, abisal o etéreo
que sea el horizonte oscuro su línea es UNA:
y cualquier punto suyo es igual a otro punto.
El desierto oscuro que parece brillar,
tal es su dulzura azucarada,
y la bóveda del cielo, incurablemente azul,
cambian siempre, pero son siempre iguales.
Bien. ¿Qué decir de mí mismo?
¿De mí, que estoy donde estaba y estaba donde
estoy
autómata de una persona real
enviado a caminar por el desierto en lugar de
ella?
ESTOY LLENO DE UNA PREGUNTA QUE NO SE RESPONDER.
¡Triste resultado, si he escogido este desierto
como lugar verdadero e ideal de mi vida!
El que buscaba por las calles de Milán
¿es el mismo que ahora busca por las calles del
desierto?
Es cierto: el símbolo de la realidad
tiene algo de que la realidad carece:
representa todo significado,
y a la vez agrega —precisamente
por su naturaleza representativa— un
significado nuevo.
Pero este significado nuevo es indescifrable
para mí
—a diferencia del pueblo de Israel o del apóstol
Pablo—.
En el hondo silencio de la evocación sacra,
me pregunto entonces si para marchar al desierto
no es preciso haber tenido una vida
ya predestinada al desierto, y si al vivir
en los días de la historia —tanto menos hermosa,
pura y esencial que su representación—
no es preciso haber sabido responder
a sus preguntas infinitas e inútiles
para poder responder ahora
a esta del desierto, única y absoluta.
¡Mísera, prosaica conclusión
—laica por imposición de una cultura de gente
oprimida—
de un cambio iniciado para ir hacia Dios!
Pero ¿qué habrá de prevalecer? ¿La aridez
mundana
de la razón o la religión, despreciable fecundidad
de quien vive
relegado en la historia?
Mi rostro, pues, es dulce y resignado
mientras camino lentamente,
jadeante y bañado de sudor,
cuando corro
lleno de un sacro terror,
cuando miro a mi alrededor esta unidad sin fin,
puerilmente preocupado,
cuando observo bajo mis pies descalzos
la arena sobre la cual me deslizo o me arrastro:
precisamente como en la vida, como en Milán.
Mas ¿por qué me detengo súbitamente?
¿Por qué miro fijamente ante mi, como si viera
algo?
No hay nada de nuevo más allá del horizonte
oscuro,
que se delinea infinitamente distinto o igual
contra el cielo azul de este lugar
imaginado por mi pobre cultura.
¿Por qué, sin que mi voluntad lo ordene,
se me contrae la cara,
se me hinchan las venas del cuello,
se me llenan los ojos de una luz ardiente?
¿Y por qué el grito —que desde hace unos
instantes
me sale enfurecido de la garganta—
no agrega nada a la ambigüedad que hasta ahora
ha dominado mi vagabundear por el desierto?
Es imposible decir qué clase de grito
es el mío: aunque sin duda es terrible
—a tal punto que me desfigura los rasgos
volviéndolos parecidos a las fauces de una fiera—,
también es, en cierto modo, alegre,
y me convierte casi en un niño.
Es un grito que invoca la atención de alguien
o su ayuda; pero que quizá también lo maldice.
Es un aullido que quiere proclamar,
en este lugar deshabitado, que existo,
o bien no sólo que existo,
sino también que soy. Es un grito
en el cual, hundido en la angustia,
se siente un vil acento de esperanza;
o acaso un grito de certeza, totalmente absurda,
dentro de la cual resuena, pura, la desesperación.
De todos modos, esto es cierto: sea cual fuere
el significado de mi grito,
está destinado a perdurar más allá de todo fin posible.